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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 12º)

17/04/2020 - 

Susurros.Murmullos. Una silla que se vuelca sobre la alfombra. Conversaciones intuidas. En Casa tomada, el famoso relato de Cortázar, la antigua casa familiar sufre una insidiosa ocupación que acaba expulsando a la pareja que vive dentro, que sostenía un recogimiento indolente y autista, lejos de los cambios del mundo, de sus amenazas. No se rebelan. No investigan. No hay ahínco ni resistencia. Ceden los objetos que aparecen poseídos por esa enigmática maldición y lo hacen de forma resignada. Se encogen de hombros. Tiran las llaves por la alcantarilla.

Hoy recorro el pasillo de Interna detrás de la doctora L. y pienso en el misterio de la toma que imaginó el cuentista argentino, en las claves que ofrece hoy su parábola. En marzo hemos visto cómo la marea Covid ganaba terreno en dos de las tres plantas que tiene nuestro hospital. Ascendía. Tragaba espacio. Nos obligaba a clausurar pasillos, a renunciar al ala delantera, la cocina, la biblioteca, el living. Poco a poco vimos cerradas todas las puertas. Como en un relato fantástico, el espacio mudaba ciegamente, ganaba el pulso, se convertía en esta Casa tomada.

L. es una doctora vital y pragmática. Nunca la oigo perder el tiempo en desquites ni quejas. Si le preguntara sus hobbies me hablaría de buceo, trekking, escalada. Está encantada con el despacho que ha heredado desde que la Asociación de Jubilados no se acerca por la casa. Es esquinero, despejado, la cama de guardia es alta como sus piernas, el silencio idóneo para las guardias. En la pared frente al escritorio, su hijo la ha retratado con un brochazo amarillo por pelo y una sonrisa. El monigote se enfrenta a una mesa y al rudimento de un ordenador. Me dejas para irte a trabajar, es su versión profunda. La resumida, la de siete años, sólo dice Te quiero mucho mamá. Fechado en abril del 20.

Sólo le quedan dos pacientes Covid en su ronda. A finales de marzo eran diez o doce y se parecían tanto que pidió voluntarios para anotar el pase de visita, sus ruidos, sus constantes. No podía escribir con tanta capa superpuesta. Hoy sólo tengo que recordarle que el 1 B se llama Pedro y la del 12 A es Faustina. ¿Contención? Se ríe de nuestros turnos de contención, "se intentó mandar gente a casa pero duró dos días, cuando el jefe vio que íbamos colapsados dijo volved, ya iremos cayendo. Esa fue nuestra contención. Más bien era hoy me quedo en casa, hoy libro la guardia que no libré…". A los veteranos del servicio les eximieron de las visitas, la plantilla es joven y ninguno ha caído de momento.

Foto: JUNTA DE ANDALUCÍA

Le suena el móvil, admite que voy con ella, "… pero de ayudante, ¿eh? Todavía no estoy en terapia, ¡ja, ja!". Este es el motivo por el que apenas hay sanitarios que contacten con nosotros para el manejo emocional. Nadie quiere reconocerse atascado, el colectivo sanitario es el que más prejuicios tiene cuando se trata de aceptar que va al psicólogo.

La sigo, me convierto con ella en la respiración que fluye por el pasillo, soy parte de su ajetreo sigiloso, incesante. Todas (casi no hay hombres) trajinamos con expresión natural, una normalidad fluye entre nosotras como los electrones dentro de un cable aislante. La vida siempre busca por dónde abrirse paso. Hay cajoneras con ruedas por todo el pasillo, abundan los cachivaches: gradillas con tubos, material de protección, zona sucio, zona limpia. Cada dos o tres puertas se ofrece un fonen limpio para una única exploración. El EPI es el mismo equipo cebollero que presencié ayer, los monos que usan los chinos no han llegado y no traspiran, L. asegura que nadie los quiere. Se pierde mucho tiempo entrando y saliendo de ellos.

Dos médicas se interceptan en los umbrales de sus habitaciones e improvisan una sesión clínica, "¿prueba negativa y fiebre aún? No me lo puedo creer. 48 horas de evolución y venga ya, pero si los anticuerpos son positivos… A ver si ha hecho un TEP, a ver si …". Han aprendido mucho de este virus en un mes, pero no dejan de sorprenderse, la clínica que provoca es atípica dentro de lo atípico. Les oigo hablar de negativo total y pregunto de qué depende, ¿de la PCR a los 14 días? "No ─responden divertidas─, de que te lo creas". Y se encogen de hombros antes de seguir. En una esquina encuentro una joven forrada de capas y me sorprende ver un familiar: no lo es. En cuanto se levanta y toca la puerta del cuarto de baño sé que es una enfermera hastiada, "¡Domitilo! ¿Acabas o qué?".

L. quiere enseñarme a Faustina, "ella sí que es emocionante". Es la segunda vez que me la nombra, "la paciente más larga que tengo". Está desde el 23 de marzo y se ha llevado de todo, el biológico, los corticoides, todos los combinados. Como su compañera lleva el EPI puesto, L. habla desde la puerta y la otra doctora trajina con la paciente, la sienta en la cama, le saca una sonrisa. Es una señora de 60 y pocos, escote lleno, desenvoltura al incorporarse. El pelo rubio se le levanta por detrás y al girarse le vemos las bragas por la bata abierta. No se ruboriza. Parece estar en el probador de su modista, entre mujeres que le toman la sisa y la manga. No puede esconder su entusiasmo, pronto se va a ir a casa. "Con la inflamación que has tenido, has hecho un trombito en el pulmón. O bien un mes con pinchacitos en la barriga o dos pastillitas desayuno cena…". Las médicas tienen la edad de sus hijas pero abusan de los diminutivos, adoptan un tono colegial. La mujer bordea la cama a la vista de todas, "pase de modelos…", le jalean (me avergüenza comprobar que yo también digo la misma parida cuando hago andar a los míos). Ellas la interrogan acerca del tratamiento que prefiere, acerca del oxígeno domiciliario, pero ella vuelve como una peonza a su casa de la montaña, donde quiere ir con el marido. "Váyase a la montaña, váyase, si la saturación no va bien me llama y le mando el oxígeno, ¿97? Queeee guay…". Termina la ronda. Revisamos la marcha de una abuelita demenciada que hoy no le araña cuando la explora, un señor que subió con rescates de morfina y hoy clava los ojos graves en L. mientras le explora, otro que ha sido hallado en casa con las rodillas moradas y un buen golpe en el cráneo, otro que enseña una sonrisa beatífica, invariable, y a la pregunta de cuántos años tiene responde "el doble que tú". También padecemos el asalto sucesivo de dos familiares en una señora no Covid y las respuestas seriadas de L. cada vez más cerca de la puerta.

Foto: HCB/FRANCISCO AVIA

Hacemos parada en boxes. El mostrador de enfermería bulle como una cazuela. L. desaparece y rebrota con las manos lavadas, es la tercera vez que lo hace, "mucho mejor que el hidrogel". Hay un mono apoyado en una silla, de los que van a llegar, no se sabe si en blanco o en amarillo. Nadie repara en él. Una cartulina en la pared y letra de estudiante: "medicina interna, grandes profesionales, mejores personas". Huele a café de cafetera vieja, el único olor a café que vale la pena, si nos arrimáramos a la mesita baja las enfermeras nos reñirían por no tomar nada. Preferimos escapar al teléfono y al teclado, hay otro café mejor aún y es el de casa.

Despido a L. y dejo la planta. Asegura que han tenido una respuesta inaudita desde todos los servicios, "y no en todos los hospitales se ha visto". Me dirijo al extremo del pasillo preguntándome por qué. El hospital es pequeño, quizá sea eso.

No obstante, está hecho para gastar las suelas, la escalera siempre queda más allá. Arquitectura para calmar médicos, me digo. Quien lo hizo pensó en que merecíamos reposar la vista un minuto por la sierra azulada y sedimentar las ideas, bajar un minuto la guardia para pensar. O no pensar. Quizá para entrenar a los pacientes en la espera.

Si no fuera por estos interludios, todos los pacientes serían el mismo paciente. Todos los médicos el mismo médico. Y el trabajo en cadena que se hace aquí sería más apto para crear muebles a módulos que empujar a Faustina a su casa de la montaña. Con o sin oxígeno. Con ese marido que va a ser muy valiente y le pinchará unas ampollitas en la barriga.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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