Normalizar la desgracia. Desetiquetar llantos, suspiros, quebrantamientos. De pronto los psiquiatras también sentimos miedo. Henry Marsh, el lúcido neurocirujano inglés que confesaba sus flaquezas y sus cuitas en Ante todo no hagas daño (Salamandra, 2016), confesaba que no hay nada más aterrador que un médico asustado.
Ahora todos estamos del mismo lado, no hay una rayita divisoria a ambos lados de la mesa. No existe la mesa, ¿cómo va a existir la mesa si ya no existe el mismo planeta?
La humanidad al completo tiembla escondida en sus casas. Es lo sano. La tercera ola, la de la "enfermedad mental", viene con trampa. Exigimos recursos, siempre los hemos necesitado. Pero si nos convertimos en los adalides de la hecatombe emocional corremos el riesgo de seguir donde estábamos. De continuar como manufactureros del producto psiquiátrico. El tiro debe dirigirse a estar, a pensar con, a que no se rompa la cadena del aliento.
Me busco un escondite en la casa y empiezo mi teletrabajo. No voy al ambulatorio, deambulo yo. Pruebo el balcón, el dormitorio y la escalera de la finca. Me desplazo con mis libretas, mi móvil, mis cascos. Desintervengo. Antiactúo. Ya he gestado mi propio kit de frases y le digo a quien se mesa los cabellos que qué menos. "Normal que te engarrote el miedo. Normal las dudas. Normal que te cueste levantarte… mira a ver si puedes acostarte antes", "¿lloras por la noche? Eso va bien, permítetelo…", "no, muy bien, yo tampoco estoy siguiendo mucho las noticias…".
Enhorabuena. Te felicito, en conclusión. Eres un ser humano, no eres de corcho. No se puede uno hacer de corcho. Aprieta los dientes, cierra los ojos y aguanta el viaje. Estoy aquí a tu lado, enloqueciendo contigo.
La locura y la cordura ya no ofrecen pasos fronterizos, aduanas, nada que declarar a la salida o la entrada. Todos podemos pedir ayuda u ofrecerla. Una paciente con TOC me da unos buenos consejos. Muchos enfermos graves son expertos en navegaciones estrelladas, en aterrizajes de emergencia. Pronto me descubro preguntándome cómo lo logran.
Lo esperable y lo extraño se han dado la vuelta como un calcetín. Teletrabajar en plena pandemia significa esto: una delirante superposición de planos. Un viaje en el desierto, sin referencias, sin estrella polar. Conocemos mucho a nuestros pacientes, su timbre, sus inflexiones y su ruido de fondo es todo lo que tenemos. Suficiente para ir tirando. "El 26 de este mes un asteroide gigante, sale por la tele doctora, ¿no lo has leído? No nos dan la información que toca. Una cosa nueva, te lo mando y verás, ¿tienes redes sociales?" Un asteroide en rumbo de colisión, por qué no, ¿dónde anclan ahora los pies para emprenderla con los desmentidos?
La disolución del encuadre también mueve el suelo. Barro miserias desde mi móvil embutida en un polar de Decathlon y voy huyendo por la casa, la señora Rosa me persigue con la aspiradora. Me solapo con ella, soy ella; arrincono pelusas en el recogedor, engrudos de polvo, restos córneos y caspa invisible. L. lo intentó con un blíster de trankimazin y una botella de vodka, me pego mucho el móvil a la oreja para no perder detalle, la perra le está ladrando a un vecino que se ejercita por las escaleras. Cuando L. volvió del supermercado no encontraba las llaves ni el móvil, su novio la encontró haciendo círculos frente al garaje. Una noche en observación junto a un abuelito que se ahogaba y mejor el virus que "esta licuadora-batidora que llevo en la cabeza". No se encuentra, ha hecho daño a todos, se cree odiosa.
Lucy Johnstone, psicóloga británica, escribe un brillante editorial en The Guardian estos días y explica por qué es sano asustarse en una crisis. La Mental Health Foundation, nos recuerda, alerta estos días de que "6 de cada 10 personas tiene ansiedad frente a la crisis" y anuncia con ello la calamidad por venir, pero no se interroga por esos otros 4 que están tranquilos. La calamidad es que algunos de esos 4 sean líderes políticos.
La situación es nueva pero la Humanidad es vieja. Me sorprende sorprenderme estos días. Ver la prodigiosa mezcolanza de héroes y canallas. Gente de la rapiña y gente de la mano tendida.
También hay quien dibuja pérdidas y quien dibuja ganancias. La industria farmacéutica se cuenta entre estos últimos. Ingerimos antidepresivos y ansiolíticos como Donetes o chupitos de whisky. Y somos nosotros, los prescriptores, los que llenaremos los bolsillos de la gente con química contra el dolor. Con viajes al paraíso. "La azul pequeñita y la amarilla que viene en una caja verde…". Indolencia empaquetada. Excursiones al reino de la desconexión. Igual que hacemos cada mes navideño, iremos al rescate de nostálgicos, solitarios e intolerantes al cuñado. Resbalaremos de nuevo en el recurso de apuntalar individuos en vez de denunciar las condiciones que los dejan desnudos. Medicalizaremos injusticias en vez de acompañar a cada uno en el duro viaje de la maduración y el sufrimiento. En vez de fomentar sueños.
En el parte del servicio ya se habla de hacer turnos de tarde para esponjar la agenda, no se podrá citar a la gente cada quince minutos. Me pregunto si cobraremos como toca ese tiempo extendido de consulta. Cuánto da de sí el voluntarismo y el buen rollo que nos inyectan los aplausos. Deberíamos guiar una respuesta colectiva pero no tendremos tiempo ni condiciones para trabajar a la altura de lo digno. Iremos al atajo en cuanto veamos de nuevo cuatro pacientes por hora. Al Usted; Usted tiene un trastorno. Usted se queda en la cuneta. Seguimos el viaje sin Usted. No llore, no haga ver a todos que ha fracasado. Usted.
Nunca antes habíamos tenido una oportunidad mejor de ligar el sufrimiento humano a un contexto. Y de acuñar el sufrimiento como colectivo. Medir con una lupa de aumento el grado de similitud con el que unos y otros padecemos. Absorber un impacto y dolerse por ello es una respuesta vital y se hace igual aquí o en Indonesia.
Si nos tratamos la miopía y pensamos juntos las respuestas, la próxima pandemia nos cogerá un poco más preparados. Las respuestas serán colectivas o no serán nada. Irán al fondo de la cuestión o no irán a ninguna parte. No hay un cóctel de pastillas que pueda devolver lo que hemos perdido.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora