Los muertos están a mínimos, el monstruo se ha congelado. Ahora el que hiberna es él y no nosotros. En un planeta al que le bailan los satélites y preñado de cabezas nucleares que pueden reventarlo en cuestión de horas, un método medieval nos ha salvado: la cuarentena. En la Venecia de la peste negra, la famosa máscara de pico que acuñó para siempre el icono del carnaval era usada para eludir olores. La predecesora de nuestra FPP2. Se dice que los médicos se servían de ella y de una vara con la que imponían la distancia social (y liquidaban también a los moribundos).
Jornada anónima en el ambulatorio. La épica se ha disipado, el miedo también. Sólo uno de nosotros dio positivo y sumamos una veintena de negativos. El espacio es glacial, sólo se respira vida en el mostrador, un resto fósil de la antigua atmósfera de enjambre. Las consultas son nichos alrededor de la sala de espera desalojada. Nadie se despega de sus teléfonos, en los escasos cruces nos saludamos con un afecto plano, sin galones.
Se plantea una atención primaria sin cuerpos. Es una paradoja para desentrañar. Vuelve el cuerpo y se borra el cuerpo. El virus nos ha vuelto a corporeizar, se atiende a las manos, las gargantas, los alientos. Un amigo que salió de la hospitalización me señala, sin embargo, que los cuatro médicos que lo atendieron iban enmascarados y hoy no los podría reconocer. Sólo recuerda sus ojos.
En salud mental todo es vínculo, y en el vínculo todo es cuerpo. Hago venir a una paciente que me ha traído de cabeza todo este mes y descubro más detalles en media hora que en cuatro semanas de llamadas. Los gestos, los silencios, las complicidades que se habían caído: todo se levanta en un momento como una viñeta de cómic que hubiera perdido el color y se convierte en secuencia de cine animado. Cuando me despido aprovecho para señalarle que corre peligro de caída con sus zapatillas destalonadas, está tomando tranquilizantes a puñados y la veo descuajaringada entre el retrete a oscuras y la puerta del baño. Esquiva mis palabras, defiende su calzado con uñas y dientes, "firmes como unas botas, mira…". Yo anoto que ni en el abismo puede renunciar a sus tacones y su purpurina.
La teleasistencia me hace perezosa, atrofia mis tentáculos. Voy de cabeza a la receta caducada, al informe, a la urgencia práctica. Vivo de rentas con aquellos que conozco y me conocen bien pero, ¿qué lugar ocuparé en el imaginario de los nuevos pacientes? Hago una teleprimera visita y me perturba como una cita a ciegas. Mi instinto le ha puesto cara al chico de treinta y dos al que ha dejado la novia y se desborda con el máster: moreno, cara angulosa, constitución lánguida. Cuando lo conozca él también tendrá que desmentir su imagen mental de mí. Como quien encuentra a un personaje radiofónico en una terraza, ¿qué se dirá? "Achaparrada…" o "caballuna…", "la imaginé más esbelta, por la tele la sacaban más alta…".
Se plantea la vuelta gradual a las visitas presenciales y me pregunto qué criterio usaré para elegir a mis ocho pacientes del día. Son el máximo. Estarán integradas en un complejo mosaico con las agendas de los demás médicos. La sala de espera es ahora como los pasillos del súper: nunca debe estar aglomerada.
Los ocho más graves. Los más dependientes. Los que farfullan, los que nunca entiendo. Los que mienten más que hablan. Los ancianos. Los que no tienen teléfono inteligente ni nieto que los asista. La tecnología nos seduce como modelo de atención pero también puede abrir la brecha social. Hay muchas llamadas restringidas y contestadores en el vacío. Y recelo sobre la privacidad: mi gran idea de crear grupos Zoom se ha estrellado cuando he llegado a esta orilla. Cuando la celadora sube con la hoja de llamadas le digo que voy a necesitar rotuladores de color para triaje: ella va a necesitar un bazoka. Ha perdido su dulzura natural hace días. Estudio las ascuas de sus ojos y deseo que recupere pronto los diez años que se ha echado encima desde que no se maquilla.
La idea de atender al nudo de la consulta y desplegar las alas de la atención fuera del despacho me seduce ya antes de esta crisis. Ahora tenemos la ocasión de descentralizar los cuidados. Las visitas a domicilio y la flexibilidad de los espacios sanitarios son el nuevo mantra en todos los protocolos. Debemos oxigenar las intervenciones "no patologizantes": esperar a que el usuario haga la demanda, reforzar sus propios recursos, su red y su experiencia. No se trata de acudir de forma histérica a pie de cama en las UCIs cuando los pacientes no nos conocen y además no les dejamos ver más que unos ojos extraños. Ni siquiera hay evidencia de que los psicólogos que se mandan al rescate en los accidentes aéreos aporten nada más que estigma, victimización y apagar los rescoldos de algún responsable que sienta mala conciencia.
En el grupo de médicos con los que elaboro un documento sobre resiliencia crecen los testimonios de los silenciados. Acogidos que se tornan voluntarios. Gente del margen, de red, de tribu. Solidarios espontáneos. Gente que ha pasado estos días de cuidado a cuidador, de olvidado a proveedor. Hago mi aportación con el vídeo que me manda C., mujer reinventada y cosida a retales. Ha estado llamando por teléfono a una paciente suicida con la que puse en contacto y que soportaba el confinamiento a solas. Tres veces al día. El resultado ha sido tan bueno que la red se amplía. "Me di cuenta de que estaba limitada físicamente pero sí podía ayudar ─señala con voz templada y mirando a la cámara sin afectación─, no hay que hacer grandes cosas, a veces son pequeños gestos. Lo más importante que he aprendido es que el cariño, la compañía y el sentido del humor siempre han sido la mejor medicina".
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora