"Puede Usted seguir con su libro, no pasamos a la fase 1". Según una encuesta encargada por los libreros, los libros (¡en papel!) han sido una de las tres cosas principales en sostener el confinamiento. De 58 horas semanales se ha pasado a 73; en el medallero les supera la tele y las llamadas telefónicas. Emprendemos el domingo en la cama con un libro y aspiramos a cubrir el día entero. Pero no somos Lennon ni Yoko Ono, ni tenemos una guerra que detener. Ellos tampoco sufrían el acoso del móvil y su dominio para dirigir los itinerarios del día.
Mascamos nuestra frustración, como todos. Seguimos en fase cero. El chasco de los valencianos fue sonoro, pero no tanto para que la cacerolada de ayer se oyera en Madrid. Paseamos por el río en torno a las nueve y constatamos la omnipresencia de la policía, las aspas del helicóptero disuelven grumos de personas como las varillas de una batidora. Parece que unas mallas y una camiseta fosforescente pueden desbravar a cualquiera. Somos buenos ciudadanos, me digo. Estos días se apela más que nunca a la responsabilidad, a la autonomía y al ejercicio sensato de nuestra libertad, que ahora es más difícil de cumplir que en el primer sopapo, cuando el Real Decreto nos metió en casa como polillas muertas de miedo.
Los sanitarios callamos en los chats, sorteamos en silencio la indignación y la ira. Tememos el anunciado repunte. Pero en nuestros propios foros nos encogemos de hombros porque nuestro departamento no ha pasado y nadie nos explica por qué. Requena sí pasa y con mayor número de casos. Sospechamos que el material necesario no ha llegado aún a toda la Primaria, que resulta difícil tener una PCR en 24 horas como dicta la orden del Ministerio que así lo exige. El abastecimiento es aún desigual. Nuestros hospitales respiran pero el relevo ahora lo tiene el primer nivel, deben hacer una buena vigilancia epidemiológica. No tardará mucho en poder hacerse y el día 18 vamos a la repesca, como los estudiantes. Soy optimista.
Lo que no cambia es la marea de datos, el batiburrillo de cifras, la neblina general. En una curva que me llega nuestro hospital suspende. En otra curva que brota desde otro lugar vamos muy holgados en la carrera. Es difícil lidiar con la gran diarrea de datos que se abre camino por las redes. Hay quien intenta cortarla y hay quien sale al encuentro con acusaciones de censura (censura "comunista", airea cierto partido de extrema derecha). El CIS preguntó a mediados de abril si se debía aplicar censura a los medios sobre la información del Covid y la misma pregunta, formulada en un régimen democrático, ya bordea las fronteras de lo delirante. Sin embargo, hasta un 57,4% de simpatizantes de la oposición dijo que sí. ¿Por qué hemos dejado de confiar en los filtros maduros que deberían aplicar los ciudadanos?
Charlo con mi hermano, experto en budismo zen, y divagamos sobre el tema. Ha meditado a diario estos días de encierro forzoso y está lúcido como nunca, ingrávido, poroso. La gente anhela la pastilla que le salve, me recuerda, el político que le salve, el remedio asequible que le sirva la felicidad en tarifa plana. El efecto placebo se dispara cuando sentimos pánico y siempre surge quien se lucra con el fenómeno. Humble, el fundador de una iglesia americana, la ha liado parda con un placebo "milagroso" para el virus que está divulgando. La gente sugestionable que somatiza el pánico estos días es presa fácil. Personas que se quejan de cansancio, cefalea incluso pérdida de gusto y olfato y ven cómo el malestar se les borra de un día para otro. La panacea es dióxido de cloro, un tóxico que se usa como blanqueador y limpia superficies industriales, se le llama "suplemento mineral milagroso". Youtube y Facebook abundan en vídeos testimoniales sobre su fuerza supercurativa y los organismos oficiales ya se les han echado encima.
Antes la tribuna desde la que hablaban los sabios exigía una larga criba. Un orador superaba extensas pruebas para obtener la atención de su público. Ahora abundan los seudoexpertos, "opiniáticos" o influencers que tienen a mano una ventana a la que asomarse para recabar adeptos. A mayor complacencia con la expectativa de su público, mayor alcance de su mensaje. Y la información relevante está escondida entre seudodatos, todo es tan masivo y cambiante que ni siquiera los expertos acreditados tienen calma para digerirlo. Se les exigen juicios rápidos, posicionamientos, filias y fobias, subidas de voz.
"En el lío de discursos ─me recuerda mi hermano─, yo me vuelvo espacio". Fiel a los principios del mindfulness, ha aprendido a silenciar el ruido, a ser la pantalla donde se proyecta una realidad mutante, rápida, dramática. "Soy la habitación ─improvisa─ a la que le da igual que muevas los muebles". Y me recuerda un relato zen donde el protagonista, un granjero indolente baqueteado por las desgracias, nunca se queja de su buena o mala fortuna: su hijo se rompe una pierna y no se lamenta. Al día siguiente su fractura lo libra de ser reclutado para la guerra y tampoco lo celebra. "Todo en la vida sucede por oleadas ─me dice─, hay subidas y bajadas, tensión y distensión, placer y displacer. Lo importante es seguir un paso atrás de ti mismo, no acudir a los reclamos de tu ego".
¿Qué diría el granjero zen sobre nuestro estancamiento en la fase cero? Algo bueno se prepara para los valencianos, señalaría, y no merece la pena que nos lamentemos.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora