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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 37º)

Foto: PEPE OLIVARES
17/05/2020 - 

La nueva normalidad parece un oxímoron chirriante. Calpurnio, en un dibujo genial que me llega, lo ilustra como un rostro picassiano donde la nariz es un pie y la boca se ha cruzado con un ojo. El historietista y animador aclara también otros conceptos que pueblan nuestro léxico, que sí que es nuevo: una mujer araña que baja la desescalada con brazos como patas, un hombre fracturado que señala el mosaico del país y explica las fases, un paciente cero que tose mezclado en un grumo de cifras con patas y, mi favorito, las gotículas: explosión de glóbulos con gesto canalla y boca mordiente.

Si es normal no es nuevo, ¿por qué nos aventuramos con el concepto, si no hay fotos fijas, ni términos definitivos? Necesitamos palabras como el cazamariposas necesita su red. Nos gusta vestirnos de sustantivos, sobre todo ahora que ya hemos ido a la peluquería y hemos tirado ese pijama de confinamiento arruinado de lejía. Todo controlado, nos decimos, normalidad aunque sea nueva. Sería mucho más valiente decir: bajé a la calle y pisé la anormalidad que no conocía. Más maduro. Pero toda víctima de estrés traumático sale del círculo del terror con la idea de encontrar su mundo intacto a la vuelta. Nueva normalidad. Mientras tanto pasará el minutero y asimilaremos que nos han dado la vuelta igual que a un calcetín. Los traumas se digieren por fases, con tiempo.

Pero la fase 1 llega por fin y alzamos la barbilla, nos desperezamos, salimos a morder la calle armados de términos que limpian, descongestionan, ahuyentan los virus como la luz ultravioleta; el 1 va después del 0 y ya nadie nos quitará esta sensación de avance, de frontera superada.

Pero leo estos días que en Canarias, desconfinados desde el día 4, el índice de contagios ya es mayor a 1 y el mayor de España. Cuando la curva se mueve en cifras bajas, aclaran los expertos, unos pocos casos pueden producir un pico. No puedo evitar que el hielo me resbale por la espalda al conocerlo.

El Perellonet, este sábado. Foto: LA

Leo a Miguel Hernán, uno de los epidemiólogos españoles que ha dejado Harvard para asesorar al gobierno, y me golpea su confesión de que a él le dan "más miedo los que dicen que saben lo que hay que hacer". Habla como un científico. Por eso no gusta, no seduce, incluso ahora que se encumbra a quienes, como él, ya hizo un pronóstico duro el 10 de marzo. Cree que el conocimiento acumulado en España desde entonces ya no vale porque la conducta social ha cambiado. Que el virus puede no ser estacional dado que en países cálidos se está haciendo el amo. Que las vacunas en su primera versión suelen ser muy malas, por no hablar del tiempo que se come su comercialización. Su receta es actuar según el bicho asome y nos nutra de nuevos datos.

La nueva realidad es tozudamente errática, deduzco. Y escapa a retratos solemnes, nos saca la lengua. Hay que confirmarse con el instinto de aventura, abrir bien los ojos, no desatender la gratitud, no olvidar lo que nos ha servido.

Me entretengo mientras tanto con las noticias más locas e intento completar el dibujo cubista. 5 mil euros por huir del país en patera durante el mes de marzo, cuando el viaje inverso no solía pasar de los mil euros. A finales de abril, tres astronautas de la Estación Espacial Internacional aterrizan en Kazajstán, con todos los aeropuertos cerrados. Deben seguir un programa de rehabilitación para adaptarse de nuevo a la gravedad, pero lo que más les intimida es el confinamiento. Una de ellas declara que se sentirá más aislada en la Tierra que orbitando a su alrededor. Y los diseñadores, que ya no tienen el ojo puesto en los hospitales sino en la vida social, ofrecen las viñetas más disparatadas: equipos de protección de gama alta, tiradores de puertas profilácticos, mamparas para cabinas de avión. En California se crean las microshell: conjunto de máscara, peto y mangas para salir de copas. Su creador es un tipo de Aragón que ha saltado al mundo y su apellido es Risueño.

Como las respuestas andan patas arriba, me seducen más las preguntas. Asisto estos días a un congreso virtual que me nutre mucho mejor que el noticiero y los números de muertos. En el futuro, anima el debate Mercedes Pérez, ¿seguirás llevando el móvil fuera de casa? Si tienes el virus, dispara otro ponente, ¿querrías pasarlo en el hospital o en casa? La salud y la libertad parecen antagónicos estos días, ¿qué está por encima? ¿Cómo actuarías si estuvieras en la cárcel: ¿suicidio, rebelión o sumisión? Y después de años en una residencia de ancianos, ¿qué harías hoy día? Abro mi catálogo sin pretensión de ordenarlo y dejo que los interrogantes impregnen mis circuitos a su aire. Es la hora. La tarde es templada, la luz es mate. Bajo al parque.

Dejaré que todo se mezcle despacio en la tibieza del atardecer y que el instinto exploratorio de Noa se me pegue un poco mientras la sigo por las veredas. "Nos estamos metiendo en una sociedad de la sospecha ─argumentaba Rafa esta mañana, en la comisión de expertos que sigue desde casa─, los ciudadanos van a estar dispuestos a relegar espacios privados en busca de la ultraseguridad biológica…". Comité de Reconstrucción, lo llaman, y me estremece anotarlo en el nuevo diccionario que crece día a día. "El máximo valor de una buena vida parece ser la distancia entre la fecha de nacimiento y la fecha de nuestra lápida…", continúa.

Dejo de espiar la conversación, el President lo escucha en su gran pantalla del Consell y abandono el salón para evitar que la perra la arme o que el ruido de la cocina se filtre en el debate. Ahora sé que el motivo profundo eran las dudas que nacen del asombro. La Humanidad siempre ha sufrido sacudidas, pienso, dolor, duelo, y siempre se ha repuesto de una manera u otra. Nuestros mayores, muchos de los que nos han dejado, quizá nos hubieran dado una buena respuesta.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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