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Covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 39º)

23/05/2020 - 

Esta noche he soñado con un paseo marítimo en el que varias médicas con las que paseaba eran engullidas por una ola que nos hacía bracear abruptamente. Boqueábamos en la superficie, nos buscábamos. El ambiente no era tormentoso sino extrañamente calmo.

Llego del hospital con más ansia que cansancio y mi emoción es la ecuación precisa para devorar casi de pie unas alubias con arreglo seboso, ideales para el clima de Siberia. Mi cuchara glotona tarda en poner el freno, me hará falta una siesta de lobo. Me acuesto y oigo cómo todos dejan la casa para visitar a la iaia. Con el último gemido de la perra los pierdo, las voces se amortiguan, la casa se ensancha, respira. De pronto descubro que no había estado sola en casa ni un rato desde la pandemia.

Me embarga una honda libertad, una distensión nueva.

Completo el ritual de la siesta como si solo hubiera un hospital que dejar atrás, pero un editor me ha citado a media tarde. Lo mantengo lejos de mi modorra, debo descansar un poco. Pronto me asalta una imagen a caballo entre el letargo y la tarde ajena que vibra detrás de los cristales. Es una imagen de duermevela: veo la lista de pacientes a los que llamar en el día y entre ellos intento enhebrar las frases que soltaré delante del editor. El corazón me saca de la cama, preparo una infusión de roibos. No me encuentro. Hay todavía más en mí de hospital devastado que de novela a defender. La terminé hace un año y ya no es mi criatura. Todo lo que pasó antes de la pandemia le sucedió a otra persona.

Esta mañana he pasado por un gran centro de salud y he visto un cartel lleno de mayúsculas en la puerta de urgencias: "Todas las dudas y consultas, salvo gravedad, deben hacerse telefónicamente. Teléfonos tal y cual, horario tal". ¿Qué es la gravedad? Si se emplaza a los pacientes a juzgarla abrimos el reino del miedo. El otro día un paciente me buscaba para decirme que estornudaba y veía estrellitas, ¿era normal eso? La lista de llamadas crece como los brazos de una hidra. "Es precís…". Una señora llamó varias veces y cuando le contestó su médica "¿me puedes llamar luego? Me pillas en la peluquería…". Los vemos en las terrazas, en los parques, pero la presión con nosotros aumenta; todo es para anteayer. "¡Mucha histeria!", se quejan los compañeros. Dolores de cabeza, diarreas imaginarias, fiebres escurridizas. En Primaria aseguran haber frenado muchas PCRs que eran puro cuento. En los mostradores las descargas son afiladas, la gente está al rojo vivo, pero cuando llamamos los médicos sólo hay dulzura.

Foto: GVA

El susto se retira. Vuelve la ociosidad, el vacío. Un miedo esencial, anacrónico y constante, un ruido de fondo. Todos quieren ser escuchados, reclaman el celo de la antigua normalidad. Pero debemos educarlos en la nueva, enseñarles a ir más allá del aplauso. El infantilismo y el abuso tenían un aprobado pendiente hace tiempo. Cuidar la sanidad pública también es hacer un ejercicio responsable del autocuidado, discriminar lo que pide o no pide una consulta. El miedo a la vida y al declive no se conjura con pastillas ni placas, pero el ambulatorio sigue siendo el templo donde recibe el gurú de la tribu. Se alimentó una legión de dependientes, se fomentó la asistencia infinita. Mientras no reflote la comunidad, la vieja red, la gente que antes pasaba la mañana en la sala de espera por una nimiedad no sabrá dónde acudir para llenar el hueco. "En facebook han puesto aplaudid más y así nos atenderán mejor", brama una administrativa. Todas las auxiliares ponen los ojos en blanco. Todas me van a pedir pronto una cita, bromean. Ahí lo van dejando.

Sondeo el ánimo de los compañeros y domina la indignación y el cansancio. "Es un desgaste que no puedan entrar en el centro de salud ─ me cuenta un compañero─ y veas las terrazas llenas". Ha venido a la guardia del hospital y ha visto que entre las plantas el ambiente es más relajado. "Nos hacen transmitir una gravedad que aquí ya no se siente", protesta. Busco la razón y recuerdo que el hospital pasó meses acalambrado, sin avance; el movimiento hacia alguna parte se interpreta como el final del gran sacrificio. También aquí el hartazgo manda, lo emborrona todo.

Termino el roibos y me acicalo un poco. ¿Qué le diré al editor? Rafa me lo ha preguntado antes y yo me he quedado en blanco. El no ya lo tengo, me dice la cara de gorrión que me escruta hace un rato desde el espejo del lavabo. Con esa frase, que es un clásico de las abuelas, nos hemos enfrentado todos al examen que llevábamos sin preparar. En este caso es más que una frase, es el anuncio que recibí la semana pasada.

Me encojo de hombros y apago la luz del baño. Cogeré un taxi para no llegar tarde, llevo una libreta donde apuntarlo todo. Cuando termine volveré andando para digerir el cubo de agua fría. Qué bien me hace un cambio de ambiente, me convenzo, aunque sea a costa de abrir mi novela en canal y convertirla en un puñado de menudillos. No siento que sea mi turno, concluyo, ya encuaderné mi réplica en cuatrocientas páginas Times 12 a doble espacio (gusanillo y tapa transparente, con mis datos en la página de arranque). Oiré una extensa elegía sobre la crisis del sector en tiempos de pandemia y sólo espero encajar el fracaso con deportividad. Quiero ser buena en esto, me propongo, ser una profesional. Paso las mañanas dándoles ideas a los pacientes para aceptar lo que llega. Tal como llega.

Elaboro mi pequeño catálogo de tópicos del rechazo y lo repaso mentalmente cuando me subo al taxi: "qué duro es dar malas noticias…", "me caes muy bien pero…". La estrella de la colección es el lamento por los éxitos editoriales perdidos: "yo también me puedo equivocar, dije que no a tal o cual título, que seguramente has leído…". La Sombra del Viento parece el libro más veces rechazado de la geografía española. Un corta y pega de las excusas, el comodín del público, ¿también éste habrá rechazado en su día el best-seller de Ruiz Zafón?

El verano se ha colado en el mes de mayo y la mascarilla parece acartonada, rígida; roba la respiración. Por la ventana del taxi veo las aceras pobladas, la ciudad hervidero, rugiente, y me asombro de la capacidad humana para esquivar el KO, absorber los ganchos al hígado, recular, tambalearse y preparar el siguiente golpe.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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