Conforme avanza la epidemia de Covid-19 en España y aumentan las cifras de contagiados y, sobre todo, de fallecidos, parece que nos acercamos a un punto de inflexión en estos parámetros: el famoso pico de contagios, momento a partir del cual la cifra global de pacientes activos comienza a descender, y con ella el número diario de contagiados y fallecidos, mientras aumentan correlativamente los pacientes que superan la enfermedad.
Estamos en el meollo de la crisis en su primera fase (por desgracia, esto va para largo), y comienzan a entrecruzarse dos líneas argumentales. La primera, que en España la gestión de la crisis está siendo particularmente deficiente: por parte de las distintas administraciones públicas, pero sobre todo del Gobierno central, que no en vano ha concentrado todo el poder decisorio en torno a sí. La segunda, que proviene sobre todo del propio Gobierno y sus principales apoyos mediáticos y sociales, es la idea de que España no tiene nada de particular: que nos está pasando, más o menos, lo mismo que a los demás países de nuestro entorno. Y que incluso cabría argumentar que, de hecho, en otros países lo están haciendo peor.
¿Es cierto ese argumento? ¿La gestión de la crisis que está haciendo España no tiene nada de particular? Pues, una vez más, y como dirían en una de las series favoritas de esta columna, "¡Sí, Ministro!", la respuesta es: Sí y no. Podemos encontrar ejemplos peores sobre casi cualquier cosa en otros países de nuestro entorno. Hay países occidentales (Reino Unido, EEUU, Holanda) que tomaron menos medidas, más tarde y peor, y donde las cifras indican que la evolución puede ser incluso peor que en España. Hay países a los que han engañado en China con productos defectuosos o de pega, como le ha pasado a España. Hay países que se han volcado menos que España (incluso mucho menos) en la protección social y económica de sus ciudadanos más vulnerables, que en estos momentos, con la economía parada, un millón de desempleados más en un solo mes, y con una profunda crisis económica en ciernes, son la mayoría de la población.
Sin embargo, aunque España no sea el peor país posible, estamos muy lejos de alcanzar el promedio en distintos parámetros. Es decir: es posible que puedan hacerse mucho peor las cosas, pero esto no significa que se estén haciendo bien. Y ya no hablamos de las trágicas primeras semanas de la epidemia, cuando el Gobierno ignoraba la realidad (también lo hacía, justo es reconocerlo, la mayoría de la sociedad, y desde luego los demás partidos políticos), sino de lo sucedido a partir del momento en que se instaura el estado de alarma, hace ya tres semanas.
Desde entonces, ha proliferado la sensación de descontrol e improvisación, tanto en las medidas decididas por el Gobierno como en la gestión cotidiana de la crisis. Obviamente, ante un problema de esta envergadura es normal que las instituciones y las estructuras sanitarias se vean sobrepasadas. Pero no lo es, en cambio, que el ministerio de Sanidad se niegue a informar sobre quiénes son los responsables de algunas de las noticias más desfavorables, como los famosos tests rápidos que ha habido que devolver (aún no sabemos quién fue el intermediario que se hizo con esos tests); que no ofrezca datos mucho más precisos y elaborados de las cifras de contagiados y fallecidos, aunque sólo sea para que la población sea más consciente de a qué se está enfrentando; que nos deleite cada día con una rueda de prensa en la que la presencia de los militares, la Guardia Civil y la policía es mayoritaria, y las explicaciones sobre las cifras de detenidos acaban subsumiendo a veces a las de contagiados; que las preguntas se hayan filtrado previamente en todas las ruedas de prensa hasta hace bien poco; o que tengamos que descubrir por la vía de sumar los test PCR que ha hecho cada comunidad autónoma que las cifras globales que dio hace semanas el ministerio de Sanidad no se corresponden con la realidad, y sí con el afán de no reconocer una cifra errónea.
Tampoco creo que sea habitual en otros países que el Gobierno ande a la gresca con la mayoría de los partidos de la oposición y con algunos de los presidentes autonómicos, por las razones más diversas: la estrategia adoptada para hacer frente al Covid19, la carencia de materiales sanitarios, la falta de información conferida por el Gobierno, o las medidas económicas que se han adoptado. En esta cuestión, sin duda, la responsabilidad es compartida, pues también da la sensación de que la oposición, o al menos algunos partidos de la oposición, estaban deseando mostrar discrepancias a la mínima ocasión.
Es el caso, por ejemplo, del president de la Generalitat de Cataluña, Joaquim Torra (con el aval de que la medida que él pedía, el cese de casi toda la actividad económica, al final la adoptó el Gobierno); del líder de la oposición, Pablo Casado; y en otro nivel, caracterizado por difundir continuas falacias y animar a un golpe de Estado, tenemos al partido ultraderechista Vox, que ha vuelto a su vocerío habitual una vez sus líderes han superado el Covid19 (no sin antes extenderlo entre sus militantes y simpatizantes, y quién sabe en cuántas localidades españolas, tras su mitin de Vistalegre el día 8 de marzo). En cambio, sí que habría que destacar la actitud constructiva de la mayoría de presidentes autonómicos, así como de la líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas.
El balance que cabe efectuar de la acción del Gobierno queda, finalmente, empañado por dos series de datos: por un lado, las cifras de afectados y fallecidos en España, que son terribles y que, como nos enseña la actuación y los resultados en otros países de nuestro entorno, como Portugal o Alemania, en buena medida podrían haberse moderado si el gobierno español hubiera actuado de otra manera; de hecho, sorprende que no se "importen" con mayor celeridad algunas de las medidas adoptadas por estos países, como aumentar el número de tests PCR que se hace a la población (algo que no debería ser imposible, dado que en España contamos con al menos dos empresas que fabrican este tipo de test, con una capacidad superior a los 50.000 diarios).
Por otro lado, sorprende la bajísima valoración del gobierno español, el grado de contestación social que, según las encuestas, tiene su actuación. Algo que no es en absoluto habitual en este tipo de crisis (lo común es que la ciudadanía busque protección en el Gobierno), ni lo está siendo ahora en casi ningún otro país, incluso en los que han cometido errores de grueso calibre, como el Reino Unido o EEUU. También es cierto que habrá que ver cómo evoluciona dicha valoración en las próximas semanas o meses (y lo mismo cabría decir de las cifras de contagiados). Pero por ahora, el balance es muy malo para el gobierno, con una única excepción: la valoración del presidente, Pedro Sánchez, que no ha sufrido la erosión de su Gobierno. Una discrepancia que quizás se deba a las abundantes comparecencias de Pedro Sánchez ante el público español desde que comenzó la crisis, explicando la situación y rindiendo cuentas de sus decisiones. El presidente también se ha molestado en reunirse semanalmente con los presidentes de las comunidades autónomas, que son, a fin de cuentas, quienes gestionan la atención sanitaria en España. Un balance mejorable, porque a la hora de la verdad se han tomado las decisiones sin comentarlas con los demás actores políticos y sociales, pero que al menos no ha dejado de lado la necesidad imperiosa de dirigirse a la población y, en la medida de lo posible, tratar de tranquilizarla y darle ánimos. Los vamos a necesitar.