Durante lo que llevamos de año hemos ido aprendiendo poco a poco, como sociedad, a lidiar con la compleja situación sanitaria, pero también social y económica, derivada de la pandemia de covid-19 que se ha ido extendiendo por todo el mundo.
En este proceso de aprendizaje, como es fácil de entender, la mejora de la respuesta médica y científica es absolutamente clave. Pero no es la única que hemos de ir perfeccionando. También desde las instituciones se ha de ir mejorando la respuesta, así como puliendo el empleo de las herramientas jurídicas –mejorando las ya existentes o incluso haciendo acopio de algunas nuevas– que se emplean para ello.
De hecho, muchas veces la posibilidad de poner en marcha la respuesta epidemiológica necesaria en cada momento dependerá de la existencia y buen uso de los medios jurídicos a disposición de las autoridades para su más correcto y eficaz despliegue.
A estos efectos, y aunque haya sido poco a poco, parece que ya tenemos una idea clara de cuáles son los instrumentos básicos con los que contamos en el Derecho español y cómo pueden y deben ser empleados para sacarles un mejor rendimiento.
Como explicaremos a continuación, hasta la fecha hemos desarrollado dos alternativas bien diferentes en distintos momentos de la crisis: el estado de alarma, por un lado, y la gestión ordinaria de las Comunidades Autónomas por otro, al que parece que se ha unido recientemente la propuesta del gobierno de España de poner en marcha estados de alarma “territorializados”.
Analicemos brevemente lo que permite cada uno de ellos.
De forma muy esquemática, frente a una crisis como la presente siempre tenemos, por un lado, la posibilidad de acudir al Derecho de excepción dentro de las posibilidades que ofrece el artículo 116 de la Constitución, que tampoco detalla ni limita en exceso el posible contenido de cada una de sus modalidades (estados de alarma, excepción y sitio). Es la Ley Orgánica que los regula, LO 4/1981 de los estados de alarma, excepción y sitio, la encargada de ello.
En esta norma, más allá de completar las cuestiones procedimentales y de responsabilidad esbozadas por la propia Constitución, se deja claro que estas posibilidades de actuación jurídica excepcional buscan sobre todo conseguir dos efectos que se entiende serán normalmente necesarios para lidiar con las graves crisis para las que están previstas: la concentración del poder en pocas autoridades, básicamente en el gobierno central y en el poder ejecutivo en detrimento del parlamento, aunque también con limitación de las posibilidades ordinarias de control judicial de algunas de sus actuaciones; y, en segundo término, la aceptación de una mayor limitación o afección a derechos fundamentales, que pueden llegar incluso a la suspensión temporal de algunos de ellos, aunque en este caso sólo para los estados de excepción y sitio.
Como sabemos, y tras unos momentos iniciales de inacción durante las primeras semanas de la pandemia, esta vía, y en concreto dentro de ella la declaración del menos potente de los tres diferentes estados de emergencia constitucionales, fue el instrumento jurídico escogido por el gobierno a partir del 14 de marzo de 2020, con la aprobación del Real Decreto 463/2020 por el que se declaraba el estado de alarma para la gestión de la crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19 (la situación provocada por la propagación de enfermedades infecciosas es, además, uno de los supuestos expresamente contemplados en la norma en lo referido a este concreto instrumento).
La declaración del estado de alarma, cuya vigencia tras diversas prórrogas se prolongó hasta el 20 de junio de 2020, optó por una declinación muy centralista, pues por medio del mismo el gobierno central absorbió todas las competencias relevantes de las Comunidades Autónomas en la materia, poniéndolas bajo su dirección.
También, dentro de las posibilidades de actuación propias del estado de alarma listadas en los artículos 11 y 12 de la LO 4/1981, desplegó medidas fuertemente restrictivas de derechos fundamentales, en especial un confinamiento domiciliario general para casi toda la población que sólo se podía obviar para hacer acopio de bienes de primera necesidad, atender emergencias o acudir al trabajo –e incluso, entre las semanas tercera y cuarta de su vigencia, sólo a cierto tipo de trabajos considerados esenciales– y la prohibición de muchas actividades sociales y económicas, con algunos episodios, incluso, de limitaciones muy severas de otros derechos fundamentales, como el derecho de reunión –algunas manifestaciones no fueron autorizadas por las delegaciones de gobierno respectivas, en decisiones avaladas en ocasiones por los tribunales–.
La intensidad de estas restricciones hizo que se discutiera incluso si tamañas limitaciones no iban más allá de lo que permite una declaración de estado de alarma, pues, si de facto, materialmente, equivalían a una suspensión absoluta del derecho fundamental, entonces sólo con una declaración de estado de excepción o sitio habrían sido constitucionalmente posibles.
En todo caso, esta discusión no pasó nunca de ser teórica, por medio de la expresión de diversas opiniones en prensa, sin que ningún tribunal ordinario respecto de la puesta en marcha concreta de estas medidas, ni el Tribunal Constitucional en lo que se refiere al Decreto 463/2020 en sí, hayan expresado óbice alguno.
Junto a estos instrumentos excepcionales, por otro lado y en segundo lugar, nuestro ordenamiento jurídico cuenta también con previsiones para hacer frente a situaciones excepcionales instrumentadas directamente por la legislación ordinaria.
Es decir, que dentro de las leyes que rigen normalmente en materias como orden público, seguridad ciudadana y sanidad existen instrumentos para poder hacer frente a estas situaciones y, en concreto en cuestiones sanitarias, existen previsiones para hacer frente a la propagación de enfermedades infecciosas.
Son precisamente estos instrumentos los que fueron empleados antes del 14 de marzo de 2020 y los que se están usando desde el 21 de junio de este mismo año para hacer frente a la situación.
Se hallan contenidos esencialmente en las habilitaciones para adoptar todas aquellas medidas excepcionales que sean necesarias para impedir la propagación de enfermedades infecciosas que contiene la LO 3/1986, de Medidas de Emergencia en Materia de Salud Pública.
Es esta una norma muy concisa, abierta y general, como por otro lado los grandes especialistas en el llamado “Derecho de necesidad”, como Vicente Álvarez, recuerdan siempre que es propio de este tipo de habilitaciones para hacer frente a situaciones difíciles de prever en todas sus dimensiones.
La clave de la misma se encuentra en su art. 3, que señala de forma, como digo, muy amplia y abierta que “con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”.
Como puede verse, la habilitación para adoptar medidas es en esta norma enormemente generosa: prácticamente se limita a señalar que se podrán adoptar todas aquellas que sean “necesarias” sin establecer mayores cautelas ni límites adicionales.
Algo que, si bien obliga a un análisis de proporcionalidad y necesidad de las medidas en cuestión caso por caso, no excluye la adopción de algunas que puedan ser muy gravosas. ¿Cómo de gravosas? ¿Tanto como para limitar derechos fundamentales?
La respuesta a esta pregunta, aunque en el inicio de la crisis generó cierto debate –y de hecho fue habitual en muchos medios de comunicación o en la discusión política el argumento de que la declaración de estado de alarma era imprescindible porque “sólo con el estado de alarma es posible adoptar las medidas necesarias para luchar contra la pandemia”–, es bastante sencilla y ha quedado por fin, poco a poco, clarificada: por supuesto que se pueden limitar por esta vía derechos fundamentales y, precisamente por esta razón, para poder lograr este efecto, esta previsión se aprueba por medio de una ley orgánica, la referida LO 3/1986, que se desgaja de la Ley General de Sanidad 14/1986 que, esta sí, por su carácter ordinario, no podría lograr este efecto.
Por lo demás, cualquier duda jurídica al respecto fue zanjada en el año 2000 por el propio legislador, con una reforma de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa que, en su art. 8.6, en su nueva redacción, pasa a establecer la necesaria autorización o ratificación judicial por medio del juzgado de lo contencioso-administrativo territorialmente competente de todas “las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental”.
Como puede verse, es el propio legislador el que asume con naturalidad que esta limitación o restricción de derechos, por medio de estas medidas, es perfectamente posible. Lo que no será en ningún caso constitucionalmente admisible sería una suspensión de derechos o libertades fundamentales por esta vía –como tampoco lo era, recordemos, con el estado de alarma–, por lo que, de nuevo, si entendemos que un confinamiento domiciliario general y estricto equivale a esta suspensión, no sería posible acordarlo empleando este instrumento jurídico.
En todo caso, el alcance de las medidas de limitación que se puede lograr por esta vía no es sustancialmente diferente al de un estado de alarma, algo por otro lado plenamente lógico si tenemos en cuenta que las más intensas limitaciones de derechos y libertades a las que habilita este último, a partir de lo dispuesto en el art. 12 LO 4/1981, se fundamentan precisamente en una remisión del precepto, entre otras, a las limitaciones a disposición de las autoridades sanitarias en caso de lucha contra pandemias y enfermedades infecciosas, cuyas potestades pueden ser empleadas durante el estado de alarma dentro del régimen de ejercicio de poderes del mismo.
Como sabemos, además, y tras iniciales polémicas e incluso decisiones judiciales que no aceptaban estos planteamientos, poco a poco ha comenzado a ser pacífico que esta es la situación y que estas posibilidades jurídicas, en ausencia de estado de alarma, están a disposición de las autoridades ordinariamente competentes para la gestión de las cuestiones en materia de salud pública y protección civil, esto es, las Comunidades Autónomas.
A partir de la descripción de la situación que hemos realizado, así como analizando cómo se han empleado hasta la fecha los instrumentos jurídicos disponibles y cómo se ha ido decantando el debate jurídico en torno a los mismos, puede concluirse que la gran diferencia entre una gestión de la situación por medio del estado de alarma y la que utiliza los instrumentos ordinarios del Derecho sanitario tiene que ver en última instancia, sobre todo, con quién es el responsable último de la adopción de medidas –en un caso, el gobierno del Reino de España; en el otro, los de las Comunidades Autónomas–.
Obviamente, hay alguna diferencia más, pero que quizás tienen menos trascendencia en un momento de estabilización de la pandemia como el que vivimos ahora. En una enumeración rápida, el estado de alarma permite concentrar en un mando único todos los poderes que puedan tener que ver con la respuesta a la situación.
Además, las medidas así adoptadas no requieren de ratificación judicial –lo que no significa que no puedan ser controladas, respecto de las medidas de ejecución, por la jurisdicción contencioso administrativa; es más, resulta evidente que así ha de ser– sustituyéndose estos controles por el control parlamentario que de forma global acuerda delegar estos poderes excepcionales en el ejecutivo en la votación de las sucesivas prórrogas –recordemos que la declaración en sí del estado de alarma, con una duración máxima de 15 días, no requiere de este aval parlamentario, que sólo será preciso si ha de prorrogarse más allá de este plazo–.
Por último, aunque se haya ido decantando una solución jurídica más o menos compartida por casi todos los operadores jurídicos en el sentido indicado, subsisten algunas discrepancias, esencialmente en torno a los confinamientos domiciliarios –los confinamientos perimetrales de población, en cambio, tanto antes del 14 de marzo como después del 20 de junio se han decretado sin mayores problemas–, pues, como se ha dicho, quienes opinan que suponen materialmente una suspensión de derechos fundamentales no creen, de modo coherente, que puedan ser jurídicamente posibles ni dentro del estado de alarma de la LO 4/1981 ni decretados empleando las habilitaciones de la la LO 3/1986.
Por último, subsiste aún una cierta corriente que entiende que aunque la letra de la LO 4/1981 nada diga al respecto, y a pesar de la remisión de su artículo 12 a la legislación en materia sanitaria, la habilitación legal para confinar sería mayor con un estado de alarma que con la LO 3/1986 porque la misma esencia o naturaleza jurídica del estado de alarma, reconocido en el artículo 116 CE –aunque sin que en ningún momento diga nada al respecto– debiera hacer que lo interpretemos como más capaz y apto para limitar tan severamente derechos fundamentales con carácter general.
Sobre esta cuestión, como digo, la discusión sigue abierta y no tenemos ni decisiones judiciales definitivas que resuelvan la cuestión ni, aún, un pronunciamiento al respecto del Tribunal Constitucional.
Es a partir de este estado de cosas, de cómo ha evolucionado el empleo de los instrumentos jurídicos disponibles y también de esta discusión todavía viva arriba apuntada, por lo que se han planteado posibles reformas legislativas como respuesta necesaria para que nuestro ordenamiento jurídico quede mejor perfilado.
Por ejemplo, el gobierno de España ha anunciado su intención de reformar el ya mencionado art. 8.6 LJCA para que las decisiones de tipo general de limitaciones para la lucha contra la pandemia no sean ya de ratificación judicial por los juzgados de lo contencioso-administrativo sino por los Tribunales Superiores de Justicia de cada Comunidad Autónoma, que se entiende que actuarán con criterios más fácilmente coordinables, quedando en los juzgados las decisiones que se refieran a afecciones a derechos de individuos concretos.
Más interesante, aunque no una reforma en sentido estricto del régimen jurídico vigente, es el anuncio del gobierno de España de que está dispuesto a declarar estados de alarma “territorializados” a petición de las Comunidades Autónomasque prefieran gestionar la crisis con este instrumento, en principio propio del ejecutivo central, en vez de con la legislación ordinaria.
En esta oferta, por un lado, parece latir aún la idea de que con un estado de alarma se pueden limitar más los derechos de los ciudadanos que con la LO 3/1986, planteamiento que, como he señalado, es cuestionable desde una aproximación positivista y garantista que sólo acepte limitaciones o suspensiones de derechos fundamentales que expresamente se prevean en las normas aptas para ello y no las que simplemente puedan derivarse de la “naturaleza” o “espíritu” que decidamos en cada momento que poseen los instrumentos jurídicos en cuestión, pero el debate aún sigue abierto.
Pero, más allá de ello, permitiría también centralizar en un “mando único”, autonómico, en este caso, la respuesta a la pandemia. Allí donde el ejecutivo, de marzo a junio, asumió el control centralizado de protección civil, sanidad y demás, uniéndolo a sus poderes sobre policía y fuerzas armadas, y gestionándolo unitariamente, la propuesta de estado de alarma “territorizalizado” y con gestión por parte de la Comunidad Autónoma produciría, si de verdad se produjera en estos términos, el efecto inverso: el gobierno autonómico de turno pasaría a unir a su control sobre servicios sociales, sanitarios y de protección civil las competencias sobre las fuerzas del orden desplegadas en su territorio e incluso sobre los sistemas de transportes e infraestructuras de interés general, que quedarían bajo su mando único.
Más allá de que esta propuesta de mando único autonómico se vaya a plantear en efecto así en el futuro o no –la dinámica de centralización que vivimos permite albergar ciertas dudas respecto a que su concreción vaya a producirse en estos términos, pues cuesta imaginar al estado cediendo al mando único sus competencias sobre esas materias– y de que pueda tener o no alguna utilidad para la lucha contra la pandemia en la situación actual –cuestión más bien dudosa–, hay que dejar claro que jurídicamente no es problemático desarrollar esta tercera aproximación teórica a la gestión jurídica e institucional de la pandemia.
Así, el artículo 5 de la LO 4/1981 prevé expresamente que sea un presidente de una Comunidad Autónoma quien solicite la declaración del estado de alarma “cuando los supuestos a que se refiere el artículo anterior afecten exclusivamente a todo, o parte del ámbito territorial de una Comunidad Autónoma”.
Aunque el precepto hable de incidencia “exclusiva” en una Comunidad Autónoma o en parte de la misma, no sería difícil entender que esta exclusividad pueda ser no tanto respecto de la pandemia en sí como de la concurrencia de circunstancias particulares en torno a la misma en ese territorio.
Pero es que, además, la posibilidad de que la autoridad en quien el presidente del gobierno delegue el “mando único” prevista en el art. 7 LO 4/1981 sea el presidente de una Comunidad Autónoma ni siquiera depende de que sea éste quien haya solicitado la declaración del estado de alarma, sino de la mera decisión del presidente del gobierno, para quien esta delegación sólo queda jurídicamente vedada si la declaración del estado de alarma en cuestión excede territorialmente el ámbito de la Comunidad Autónoma afectada.
La viabilidad jurídica de la forma de responder a la pandemia que ha planteado el gobierno, por medio de estados de alarma “territorializados” y donde se delegaría el mando único en el presidente de la Comunidad Autónoma, queda pues fuera de toda duda.
Cuestión distinta es que, como hemos señalado, ello tenga una verdadera utilidad para poder limitar derechos fundamentales de manera más severa de como ya pueden hacerlo las Comunidades Autónomas con la legislación sanitaria a partir del ya muy reiteradamente citado art. 3 LO 3/1986, algo que no parece deducirse de la literalidad de nuestro ordenamiento jurídico y que supone una ampliación de los perímetros del estado de alarma muy probablemente inadecuada y peligrosa por el riesgo de una afección excesiva e indeseada a derechos y garantías fundamentales.
Igualmente cuestionable es que el efecto que sí produciría en todo caso una declaración así, la creación del referido “mando único” autonómico, sea algo necesario en estos momentos, o incluso que de verdad fuéramos a presenciar una delegación de un estado de alarma que trasladara al ejecutivo autonómico el mando de todas las fuerzas del orden en ese territorio, lo que parece dudoso.
Pero, de nuevo, son todas estas cuestiones políticas más que jurídicas, y tienen que ver más con cómo se articule en concreto cada declaración de estado de alarma que con su posibilidad teórica en términos jurídicos y constitucionales, que es indudable.
Por último, quizá esta valoración global de lo que aporta el instrumento, que en resumidas cuentas tampoco parece suponer tanto cambio en los poderes que ganarían las Comunidades Autónomas, es lo que explica el generalizado poco entusiasmo con que éstas han recibido la propuesta.
Tienen poco que ganar a cambio del indudable desgaste político de reconocer que la situación en su territorio requiere medidas excepcionales adicionales, por un lado. Por otro, tampoco hay que olvidar que políticamente no es un dato menor que en estos estados de alarma es el presidente del gobierno quien delegaría el mando único en el presidente de la Comunidad Autónoma correspondiente, pero que esta delegación siempre es susceptible de revocación.
O que el presidente del gobierno puede comprometerse, en todo caso, a garantizar una declaración de estado de alarma “territorializada” y en estos términos sólo durante 15 días, más allá de los cuales la decisión deja de ser suya y pasa a ser del Congreso de los Diputados.
En definitiva, los problemas políticos asociados a emplear esta opción sugerida desde el gobierno de España parecen sustanciales. Es comprensible, por ello, que las Comunidades Autónomas, al menos de momento, no parezcan tener intención de recurrir a esta posibilidad.
Y previsiblemente así será por un tiempo, por lo que parece que habremos de irnos acostumbrando, más bien, a la gestión de la pandemia de la Covid-19 empleando los mecanismos ordinarios contenidos en la legislación sanitaria que, afortunadamente, nuestros operadores jurídicos, tanto administraciones públicas como jueces, cada día conocen y aplican mejor.
(Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation)