VALÈNCIA. El orden en el que se suceden las cosas en el amor tiene algo que ver con el éxito: la fórmula es, por suerte y por desgracia, desconocida. Por muchos millones que se inviertan en la producción de una película, por estelar que sea el casting, por buena que sea la recepción de la crítica, la fórmula exacta por la cual se accede a la cima está llena de posibilidades del todo desconocidas. Lo mismo sucede en el amor: por toda o nula que sea la predisposición, por importante o nimia que sea la primera impresión, por joven o mayor que a uno le arrolle el fenómeno, la fórmula exacta por la que el amor sucede es del todo impredecible.
Sin embargo, hay tres ingredientes que en distintas proporciones alteran el efecto y los resultados del acontecimiento: confianza, tiempo y resiliencia. El debut de Esteban Crespo con un largometraje, Amar, se estrena este viernes y es un ejercicio de sinceridad con la persona que fuimos en la primera de esas grandes colisiones. De ahí que la terna de elementos se apodere por completo de la película en un ejercicio de honestidad por parte de su director con el ritmo e intensidad a la que suceden las cosas en ese lugar al que jamás se regresa de la misma manera.
Crespo, Premio Goya al Mejor Cortometraje de Ficción en 2013 por Aquel no era yo (con el que fue nominado a los Oscar del siguiente curso), despliega en su primera película una serie de virtudes más robustas que prometedoras. Amar se conecta en su metraje y algunos de sus aspectos técnicos con los tres ingredientes: invita al espectador a recuperar la confianza de una conexión sensorial quizá entumecida tras el paso de los casos; le exige tiempo porque amar así, tal y como lo hacen Laura y Carlos, reclama completa dedicación. Puede que tanta como nunca se vuelve a ofrecer; y, por último, resiliencia porque el amor no es precisamente una cápsula capaz de cerrarse herméticamente.
Amar redunda en la valía de su historia. Que Crespo hubiera estirado el relato hacia una convención capaz de ser aupada por Mediaset o Atresmedia, que se hubiera rendido a los cánones más autorales sin respetar el espacio para esos tres elementos, hubiera sido lo esperable. Y es posible que si la película no hubiera exigido confianza, tiempo y capacidad de resiliencia al espectador habría satisfecho cualquier comparativa. Esa es una de las sensaciones, aunque a veces, por distintos motivos, esa duda sobre la toma de decisiones del cineasta puede llevar a creer que la producción no ha gozado del tiempo suficiente para redondear su guión, para encontrar otras salidas, para ahondar en temáticas sociales de mayor compromiso...
De lo que no cabe duda es de la cara y la cruz en el casting del film. Apoyar una película en los hombros de dos actores de corta (el) y nula (ella) experiencia y que su trabajo se convierta en uno de sus elementos más sólidos de la cinta es algo más que complejo. Gracias a una complicidad y una química a estudiar en el caso de la dirección de actores y en la elección de los mismos, María Pedraza (licenciada por el Real Conservatorio Profesional De Danza Mariemma, modeloe It Girl) y Pol Monen (actor de formación) se adjudican una notable carta de presentación como protagonistas. En el resto del reparto, con la excepción de Natalia Tena en un crescendo de contención con final explosivo, la aportación es desigual.
Por último, entre los aspectos técnicos destaca la manera en que se relacionan la luz y el sonido con las premisas de dirección. La fidelidad a la forma está también en la fotografía, en el trabajo con los silencios o en la medida aparición de su corta banda sonora, con la imponente aparición de 'Get Free' de Major Lazer. Entre los aspectos que vinculan a la película con su parte de la producción valenciana (Filmeu y las ayudas del Institut Valencià de Cultura/CulturArts), el relato visual de la ciudad, aunque no explícito, es interesante. El Palau de la Generalitat se abre al film, aunque son todavía más sugestivas las escenas de calle o la utilización del entorno del Alto Horno nº2 del Port de Sagunt.