La tierra tira, pero también duele. Dicen eso de que ‘uno nunca vuelve a los sitios en los que fue feliz’. Craso error. No solo volvemos a los lugares que añoramos, sino que, cuando estos significan casa, uno nunca termina de irse. Por eso siempre vuelvo a Valencia cual tierra prometida, como ese hijo pródigo seguro de encontrar las puertas abiertas y el abrazo cálido del Mediterráneo.
Sin embargo, me apena ver cómo, en los últimos años, la Comunitat Valenciana que me recibe desde la A-3 es cada vez más diferente de aquella que dejé hace tanto y hace nada. Atrás quedaron los días de ofrenar noves glòries, esos en los que más de un valenciano deslizaba una mirada de soslayo cuando le preguntaban de dónde era, cargando irremediablemente con el yugo de una vergüenza autoimpuesta, como si él mismo hubiera firmado de puño y letra las infames corruptelas que fueron marca de la casa valenciana.
Mayo de 2015 quedará grabado como el punto de inflexión en el que la euforia colectiva llevó a algunos a creer que el maná caería del cielo y la Comunitat Valenciana pasaría a ser, de la noche a la mañana, un jardín de las delicias frente al páramo político de las décadas previas. Yo no militaba en política entonces, no obstante, y pese a no comulgar con el resultado electoral, hasta me dejé arrastrar momentáneamente por esos aires de cambio, con reticencias, pero abierta a la novedad. Y es que la vida son ciclos, también el que cerramos ese mayo tras 25 años bajo la férrea batuta de la gaviota azul, que había hecho de la casa de todos, el cortijo de unos pocos.
Siete años después, ¿qué ha quedado de aquella marea? Lamentablemente, nada. Se pinchó pronto la burbuja (no se podía saber) y 2022 solo ha venido a confirmar la debacle administrativa y social en que el tripartito que venía a “salvar personas” (sic) ha sumido a la Comunitat. Puig y compañía podrían preguntarles a los padres de los 16.000 niños que siguen estudiando en barracones, a los miles de autónomos que se han quedado fuera de las ayudas prometidas para la recuperación post-covid o a los 4.000 dependientes que mueren al año, ¡once al día!, sin haber percibido ni un euro de la prestación que les corresponde legalmente.
Y es que el cuello de botella de la Conselleria de Políticas Inclusivas merece capítulo aparte. Aunque, si les digo que, durante toda la etapa botánica, la responsable de los más vulnerables de la Comunitat ha sido Mónica Oltra, creo que es suficiente. La ilustre exvicepresidenta, la que no debe ser nombrada, ha pasado de líder espiritual a juguete roto y defenestrado por su propio éxito. El discurso que ella misma inventó se la ha acabado tragando, como Saturno a sus hijos. En medio, una menor marcada para siempre y un presidente, Puig, un hombre adulto, que optó por la vía fácil de mirar hacia otro lado. ¿Recuerdan aquello de pasar vergüenza ajena y propia al mencionar la política valenciana? Pues eso. Y la sucesora designada, mucho me temo, no resulta muy prometedora.
2022 bien podría ser el año del déjà vu político valenciano. 2023, el de la alternativa definitiva. Se vislumbra un horizonte complicado para todos, en lo económico, con una inflación disparada y sin frenos, y en lo social, con un Gobierno autonómico, alineado con el nacional, que se dedica a recortar libertades individuales y a crear polémicas que nadie entiende en la calle.
Frente a los dogmas del sectarismo y de las imposiciones disfrazadas de buenismo, Ciudadanos tiene la clave: libertad. Los próximos meses serán decisivos para construir la Comunitat Valenciana del futuro, aquella en la que creemos quienes defendemos el desarrollo de nuestra tierra y apostamos por el potencial de nuestra gente; quienes facilitamos el impulso del talento y confiamos en los jóvenes como garantía de prosperidad; quienes cuidamos a quien lo necesita y no decimos a nadie qué modelo de vida vivir. Porque no se trata solo de qué libertades ganar, sino de cuáles no perder. Y ahí, los valencianos, de la mano de Ciudadanos, tenemos mucho que decir. Para no volver a agachar la mirada y para no volver atrás simplemente porque no nos gusta el presente. Allá vamos.