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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Cuando el mundo se volvió Devo

19/07/2020 - 

VALÈNCIA. A finales de los años setenta, las novedades discográficas más interesantes casi siempre se publicaban en España con cierto retraso. Eso en el mejor de los casos, porque había otra que no se editaban jamás. Eran discos de grupos nuevos haciendo una música que veces era nueva y otra solamente lo parecía. Daba igual. Lo importante era que rompiesen de alguna manera con lo anterior, incluso si alguno de esos nombres -los Stones, los Doors- te gustaban. Que respondieran una nueva estética o abanderasen una actitud. Que se produjera el milagro de que, por un momento, se quebrara el dogma de que nada podía superar en importancia a los Beatles. Leías sobre esas novedades en el Melody Maker, a veces las descubrías primero en Vibraciones, Star o Sal Común. Eran los discos que avanzaban el futuro. Y ahí estaban. Enigmáticos, desafiantes. Portadas que enviaban mensajes cifrados. Músicas que no iban destinadas a esos aficionados algo más mayores que seguían empeñados en que nada podía compararse a los Beatles. Ni a Dylan

Los años que anuncian un nuevo decenio son mis favoritos. Los años redondos. 1980 y 1990 fueron espectaculares en lo que hallazgos musicales se refiere. El 2000 ya fue diferente. Y en el 2010, aunque mi entusiasmo seguía siendo verídico, ya no poseía la inocencia de otros años. El 2020 pasará a la historia como el año en blanco, siempre y cuando nos quede margen para seguir haciendo historia. En 1980, cada álbum adorado me dejaba una marca. Ese verano salió Wild Planet, el ansiado segundo disco de B-52’s, que era muy parecido al primero. Todas las estaciones eran propicias si de lo que se trataba era de descubrir nueva música, pero el verano era sin duda el mejor momento. El calor, el tedio, el tiempo que parecía volverse infinito en el momento en el que terminaban las clases. Con junio se abría un periodo de tres meses que había que llenar de experiencias que, como el segundo disco de los B-52’s, nunca respondían a las expectativas creadas por el verano anterior, pero resultaban igualmente enriquecedoras, sorprendentes, fabulosas.

Según las fuentes oficiales, Freedom Of Choice, el tercer álbum de Devo, apareció en julio de 1980. No me atrevería a afirmar que aquí se publicara ese mismo verano pero tampoco voy a negarlo. El margen de retraso de las ediciones españolas fluctuaba caprichosamente. Devo pertenecían entonces al catálogo de Virgin, un sello británico distribuido en aquellos tiempos por la discográfica española Ariola. Cada vez que estoy en Barcelona y paso por el número de la calle Aragón donde estuvieron las oficinas de Ariola, me lleno de nostalgia. En algún piso de ese edificio de l’Eixample se fraguaron los lanzamientos españoles de The Flying Lizards, Magazine, Orchestral Maneouvres In The Dark, John Foxx, Human League o Grace Jones, entre muchos otros. Yo asocio ese álbum mucho más con el otoño y el invierno de aquel mismo año, pero también he de decir que el efecto que tuvo Freedom Of Choice en València trascendió a dicho año. Desde el primer momento, el tercer álbum de Devo se intuía como algo importante. El primero había sido su presentación en el mundo, rock & roll espasmódico de ciencia ficción que, entre bromas, auguraba un futuro poco halagüeño. El segundo había sufrido el eterno síndrome de los álbumes que llegan inmediatamente después de un debut que ha hecho aullar de placer y excitación a público y medios: obras que invariablemente saben a poco. Sin embargo, el tercero, llevaba subrayada su voluntad comercial. Dicha voluntad se tradujo en su primer éxito, un single llamado Whip It que situó al grupo en otro nivel, sacándolos de la exclusividad de lo alternativo, aunque fuese solamente durante un rato.

En la portada de Freedom Of Choice, el uniforme de los cinco mutantes de Ohio era un traje plateado que contrastaba con la viveza de los cascos rojos con forma de macetero invertido que llevaban en la cabeza. El disco se abría con una canción electrizante, Girl U Want que ya no admitía distracciones. Devo tocaban como androides alucinados. El modo en que hacían sonar sus sintetizadores rubricaba el hecho de que no eran otro grupo más. Todo sonaba deslumbrante, dinámico, multicolor. Aquel era uno de esos discos que están bendecidos por la perfección. El equilibrio perfecto entre fondo y forma. Una de esas obras que consiguen hacerse universales sin moverse ni un ápice de su propio territorio. Años después supimos que Kurt Cobain, artífice con Nirvana de Nevermind, otra de esas obras que exceden a su propio contexto, era fan de Devo y en particular, de este álbum. Y en su disconformidad, decidió grabar la cara B de uno de sus singles cuando optó por homenajear al disco.

Whip It tuvo tan buena acogida que unos meses más tarde se publicó un miniálbum en directo para amortizar su éxito. Devo en concierto sonaban muy parecido a como lo hacían en el estudio, pero de aquella versión de Whip It emanaba una energía que aumentaba su capacidad de contagio. Dicha versión se convirtió en uno de los temas más escuchados en las discotecas y bares valencianos durante la primavera y el verano de 1981. Yo la recuerdo como parte de la banda sonora de Pyjamarama y Barraca, sonando entre canciones de Visage, Heaven 17, Duran Duran y otros británicos de moda. Resultaba divertido que un grupo que parecía gustar a cuatro gatos inadaptados fuese bailado con absoluta devoción por un público de lo más heterogéneo. El mundo se había vuelto Devo, o eso me parecía a mí. Mi canción favorita de aquel álbum era y sigue siendo Gates Of Steel. Hay una especie de coda instrumental que identifico como el sonido de la incertidumbre desde el primer momento que la escuché. Entre el ritmo atropellado, los riffs de sintetizador apuntalando ese sabor a contemporaneidad, cuando el festejo empieza a decaer se abre paso ese otro sintetizador dibujando una línea que se separa de lo que hasta ahora ha sido el ritmo y asciende -o desciende- hacia un punto en el infinito donde aguarda el futuro. Te gustaría seguir escuchándolos pero no puedes porque la canción se termina con un fade out, y sabes que esos acordes se quedan ahí, como el final abierto de un relato de Chéjov.

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