VALÈNCIA. Vivimos en sociedades en las que los rituales adquieren una extraordinaria relevancia. No se trata de un hecho reciente en el tiempo, ni mucho menos. Esto es así prácticamente desde los primeros pasos del ser humano. La antropología y la sociología lo han puesto encima de la mesa en innumerables estudios a lo largo de los años. Gracias a que son prácticas que reconocemos de otras veces y a su familiaridad, los rituales nos hacen sentir bien. Nos transmiten la sensación de que todo encaja, que todo está en el sitio que le corresponde. Y disfrutamos de ello, porque nos permiten muchas veces actuar con el piloto automático puesto, sin necesidad de reflexionar constantemente sobre nuestro comportamiento. A poco que nos pongamos a pensar, veremos cómo nuestro calendario anual e incluso nuestras rutinas diarias están plagadas de prácticas rituales que realizamos casi sin darnos cuenta.
Sin embargo, los rituales no son inocuos, ni mucho menos. La posibilidad de «naturalizar» estas prácticas favorece que los rituales legitimen discursos y generen consensos sobre multitud de asuntos, puesto que no se pueden entender «de otro modo». Éstos no tienen que ser necesariamente conservadores, como podría interpretarse en primera instancia. Puede haber rituales abiertamente transformadores, con un potencial innovador, transgresor o reivindicativo. Las movilizaciones y manifestaciones feministas en torno al 8 de marzo podrían ser un ejemplo de ello. Bien es cierto que el poder más institucional ha utilizado este tipo de prácticas a menudo con el objetivo de mantener su posición de privilegio. En ese sentido, la política, hablando genéricamente, no se podría entender sin rituales y no hay ritual que se precie sin símbolos que lo sustenten. Dicho lo cual, parece inevitable sostener que no existe el ejercicio político sin momentos de intensa carga simbólica. El traspaso de «carteras»; la toma de posesión de los distintos cargos públicos; las inauguraciones de los cursos políticos en los distintos parlamentos; o las cumbres al más alto nivel entre países, por nombrar tan sólo unas cuantas, son, sin duda, situaciones enormemente «ritualizadas» que se producen constantemente.
Pero estaremos de acuerdo en que durante las campañas electorales estas prácticas constituyen un factor esencial de su razón de ser y, por lo tanto, se concentran en mayor número. La pegada de carteles en el inicio de la campaña, los mítines, los debates, la noche electoral,… en los procesos electorales todo está profundamente imbricado en prácticas simbólicas «ritualizadas» y todos los actores que participamos de este «espectáculo» (políticos, medios y ciudadanos) lo aceptamos sin más, como elementos «imprescindibles» sobre el papel. Hasta el punto que hoy en día se nos hace difícil, por no decir imposible, siquiera pensar en una campaña electoral sin alguna de estas prácticas tan enraizadas en nuestra memoria política. Lo cual no significa que estos actos no puedan cambiar en el futuro o que puedan surgir otros más novedosos y atractivos.
De hecho, aunque no seamos conscientes del todo, las campañas y sus prácticas han ido evolucionando en las últimas décadas y en modo alguno tienen el mismo significado que tenían veinte o cincuenta años atrás. Los mítines, por ejemplo, ya no se organizan para dar a conocer a la ciudadanía el mensaje o las propuestas de los partidos políticos, y convencer así a los posibles electores. Ahora se diseñan estos acontecimientos, más o menos multitudinarios, con la voluntad de movilizar a militantes y simpatizantes y, sobre todo, pensando en las imágenes espectaculares, de ilusión y ganas de victoria, que el evento proporcionará a las televisiones. Si anteriormente los mítines eran de «conquista», planificados para atraer a nuevos votantes, con el tiempo los mítines se han convertido en actos de «posición», puesto que se dirigen a los ya convencidos. Otro tanto podríamos decir de los debates, que, desde la irrupción de la televisión como dispositivo imprescindible de la comunicación política a principios de los años 60 del siglo pasado, han experimentado un profundo cambio, hasta el punto que los encuentros entre los distintos candidatos donde exponer y contrastar ideas y propuestas han adquirido una relevancia en el devenir de las elecciones que seguramente antes no tenían. Incluso nos atreveríamos a decir que la televisión inventó el debate político tal y como lo conocemos en la actualidad. Y lo ha hecho de forma tan rígida que cuesta mucho, tanto para las cadenas como para los líderes y sus spin doctors, plantear otros formatos más flexibles y dinámicos que los puedan hacer más atractivos, no sólo en relación con la discusión y el intercambio de pareceres, sino también desde el punto de vista televisivo.
Su evolución ha llegado a un punto hoy en día en el que numerosos expertos y gurúes de la nueva comunicación política cuestionan abiertamente la eficacia de estos «viejos» rituales. Es evidente que esta política «emocional» en la que nos estamos moviendo en los últimos años se despliega mejor por las redes sociales y por otras formas comunicativas que van surgiendo relacionadas con Internet y los móviles, como las aplicaciones y los chats. Al final, el objetivo principal es contactar con los ciudadanos como sea y todos los indicadores señalan que grupos poblacionales muy cuantiosos se están informando de la actualidad política mediante estas herramientas. Se trata de la nueva etapa en el proceso de «mediatización» por el que discurre la política de forma inexorable de un tiempo a esta parte. Pero también lo es que la gestión mediática de estos rituales «de siempre» facilita que las consecuencias de los mismos pervivan durante varios días en primera línea de la agenda pública, incluso sean los que, en última instancia, «alimenten» de contenido los perfiles digitales de las cuentas de los líderes y los partidos. Algo de eso sucedió en el debate a las elecciones generales de noviembre de 2019, cuando la presencia de Vox en el principal debate televisado permitió validar la extrema derecha en prime time y favoreció que su líder, Santiago Abascal, fuera visto a ojos de la audiencia como una opción política tan válida como las otras, a pesar de su discurso reaccionario y de unas propuestas que rozan la inconstitucionalidad.
Esta valoración dual de los clásicos rituales políticos se ha puesto en evidencia nuevamente en estas elecciones municipales y autonómicas en el País Valenciano. Hemos comprobado cómo el PP ha concedido una importancia central de su estrategia política en esta campaña electoral a realizar su mitin principal en un lugar tan simbólico para el partido conservador como la plaza de toros de València. Y ha puesto toda su maquinaria a trabajar para conseguir un lleno que les permitiera seguir vendiendo de cara a su electorado, es decir, a sus militantes y simpatizantes, pero también a los de fuera, que existen posibilidades muy reales de ganar las elecciones y gobernar la Generalitat y los principales ayuntamientos valencianos. De hecho, uno de los temas de discusión que ha puesto en circulación el PP en estos últimos días es el número de personas que ha sido capaz de movilizar en comparación a los mítines de otras formaciones, como el PSOE o Compromís. Ciertamente, las imágenes del mitin del PP son muy espectaculares y, desde el punto de vista mediático, son un éxito. Otra cosa bien distinta es que esta ilusión en clave interna se traslade en votos o que tenga el efecto inverso, y consiga movilizar al electorado progresista menos entusiasmado.
En contraposición, parece que los debates electorales celebrados hasta el momento no han tenido tanto impacto entre la ciudadanía y, a tenor de lo que han explicado quienes han tenido que verlos íntegramente por cuestiones profesionales, todo apunta a que los candidatos y candidatas se han mostrado poco brillantes, condicionando el resultado final de los mismos, muy por debajo de las expectativas. Hay varias razones que podrían explicarlo. Una de ellas es la rigidez de los debates, en general, que impide muchas veces que haya un verdadero intercambio de posturas e ideas y, en cambio, se potencien las intervenciones individuales que no muestran ningún interés en confrontar posiciones, ni siquiera muestren un intento por practicar el ejercicio mínimo y saludable de la escucha al otro. También es verdad que ha habido varios debates muy seguidos, especialmente entre los candidatos y candidatas a la alcaldía de València, lo que ha podido generar cansancio en los mismos líderes, e incluso un cierto desinterés, como se pudo apreciar en el debate organizado por la televisión pública, À Punt.
Tal vez resulte mucho más efectivo en términos políticos y de seguimiento mediático organizar menos debates y convertirlos en verdaderos acontecimientos, aumentando de ese modo las expectativas. Lo que sí no tiene explicación alguna es la cancelación del debate organizado por À Punt entre los aspirantes a la alcaldía de Alicante, porque el candidato del PP, Luis Barcala, y la de Vox, Carmen Robledillo, se negaron a desplazarse a los estudios de Burjassot para su grabación, donde se habían construido los platós a tal propósito dentro de la programación especial de la cadena, en una muestra de localismo mal entendido. La alcaldable del PSPV-PSOE, Ana Barceló, también se pensó hasta el último instante el acudir, frustrando finalmente que los ciudadanos valencianos pudieran conocer de primera mano las propuestas de los distintos partidos para la segunda ciudad valenciana. Una falta de respeto hacia la televisión pública sin precedentes que cuestiona la importancia que estos partidos conceden a los debates televisados, que parecen no vivir su mejor momento, al menos por estos lares. Sería una buena ocasión para que À Punt se animara y construyera sus propios «rituales políticos», explorando otros géneros y formatos. En Antena 3, las entrevistas políticas de Pablo Motos en El Hormiguero se han convertido en los últimos años en un nuevo ritual televisivo que casi todo el mundo espera con expectación. Si consiguiera algo así, la televisión pública valenciana podría marcar una agenda política y mediática propia, y posiblemente nadie se atrevería a darle la espalda.