Hace 24 años, España recibió por primera vez un contingente de 1.500 refugiados procedentes de la guerra de los Balcanes que fueron acogidos dentro de un programa costeado por gente de a pie. Cincuenta refugiados bosnios, 31 de ellos niños, encontraron cobijo en el albergue municipal de Biar (Alicante) gracias a la solidaridad de sus vecinos. Ésta es la historia de su increíble hazaña
VALENCIA. En diciembre de 1992, Bosnia y Herzegovina ardía en llamas. Sarajevo sufría el asedio más largo de la historia reciente. 1.490 días en los que los ciudadanos sobrevivieron sin comida, sin agua, sin nada con qué calentarse y bajo una lluvia constante de mortero. Fuera de la capital, las imágenes que llegaban al mundo eran las de casi dos millones de seres humanos exhaustos, vagando por caminos de barro, hacinados en hangares protegidos por las Naciones Unidas pidiendo un refugio lejos de la guerra. Una instantánea muy similar a la que caracteriza la actual crisis de refugiados, y que en el caso de los desplazados bosnios tuvo una respuesta de mano tendida por parte de la sociedad española, en especial la valenciana.
«Lo que veíamos a diario en la televisión hacía que se te encogiera el alma. Eran imágenes tremendas que despertaban la indignación», recuerda Adela Albero, psi óloga y vecina de la localidad alicantina de Biar, uno de los municipios que participó en la acogida de refugiados bosnios en el año 1992. «El sentimiento era generalizado, nos reuníamos y pensábamos cómo podíamos ayudar a esa gente. Nos dimos cuenta de que no eramos los únicos y que más personas de los pueblos adyacentes querían hacer exactamente lo mismo», comenta.
La voluntad de acoger era contagiosa. Miles de personas contactaban con las diferentes ONG para ofrecer sus casas, su dinero y su tiempo para los refugiados de los Balcanes. En el caso de la provincia de Alicante, a las conversaciones iniciales de un grupo de amigos se sumaron rápidamente las localidades de Villena, Beneixama, Biar, Onil, Castalla, Sax, Petrer o Banyeres, cuyos residentes crearon la Asociación de Ayuda para la Población Infantil de Bosnia y Croacia con el objetivo de acoger a refugiados.
Una organización presidida por una vecina de Sax, Concha Muñoz, quien sería el alma máter de esta iniciativa hasta su fallecimiento hace unos años. «Concha lo tenía todo organizado cuando contactamos con ella. Había hablado con ACNUR (El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) y con la ONG Movimiento por la Paz (MPDL) que estaba apadrinando este proyecto a nivel nacional, y vimos que la acogida era algo posible. Sólo nos faltaba el lugar donde alojar a las personas y pensamos que el albergue social de Biar era ideal, no sólo por las instalaciones sino porque estaba ubicado en la naturaleza y les iba a dar paz», indica Adela.
Era la primera vez que España, históricamente país de desplazados de guerra, iba a acoger a más de un millar de refugiados que tenían que ser distribuidos por el estado en apenas un mes. El programa, además, no iba a ser costeado por la administración sino por los ciudadanos, apoyados espontáneamente por los ayuntamientos. «España estaba en un momento económico peor que el actual. No teníamos la red social como la que existe hoy y nos atrevimos a hacerlo», comenta Paca Sahuquillo, presidenta de MPDL.
«Recibimos la autorización del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Interior, planificamos el reparto de las personas en diferentes comunidades autónomas, dimos preferencia de llegada a mujeres y niños, acordamos con el Sindicato de Pilotos (SEPLA) y la compañía Iberia el traslado de los refugiados», recuerda. «Hubo voluntad política. Si entonces el gobierno facilitó las cosas, ahora también podría hacerlo permitiendo, por ejemplo, fletar un barco desde Valencia para traer a las personas. La experiencia ya la tenemos», asegura.
El viaje no lo olvidarán los afortunados que lograron subir a esos aviones. «Nosotras estábamos en Belgrado. No era lugar seguro para los refugiados bosnios. Solicitábamos asilo en diferentes países europeos, pero al igual que ahora, habían cerrado las fronteras. Oímos en la radio un anuncio sobre una ONG denominada Embajada de los Niños que estaba trayendo refugiados a España. Sólo tuvimos tres días para partir en una noche gélida de diciembre, rumbo a Budapest y de ahí a Valencia», recuerda Zlata Ibrahimovic quien llegó a España con sus dos hijas, después de que su marido, un respetado artista y profesor de universidad de Sarajevo, falleciera en el conflicto.
Agotados tras un viaje de casi dos días, Zlata y el medio centenar de refugiados eran recibidos en Bihar por los vecinos y voluntarios que tanto habían luchado para poder salvarles la vida. «Nunca olvidaré esa primera impresión. Llegaron personas cansadísimas pero al contrario de lo que veíamos en la televisión, era gente muy parecida a nosotros. Les ofrecimos comida caliente. Algunos habían pasado hambre y querían guardar alimentos para más tarde. Intentábamos explicarles que no les iba a faltar de nada, que estaban a salvo. Otros tenían la mirada perdida pensando en la familia que habían dejado y de la que no sabían nada», recuerda Mari Carmen García Martínez, concejala del ayuntamiento de Villena, y entonces voluntaria en el proyecto.
«Esa primera noche les ayudamos a distribuirse en las habitaciones. Les dejamos descansar y al día siguiente comenzamos a conocerles», explica Marilina Hernández, trabajadora social de Villena y la persona que realizó la primera tanda de entrevistas con los refugiados. «Aquella noche creo que nadie durmió», dice Zlata. «No sabíamos adónde habíamos llegado, estábamos muy asustados. Recuerdo que esperé el amanecer y cuando vi aquella luz y naturaleza, respiré aliviada. Habíamos dejado atrás la guerra pero comenzaba la batalla de ser refugiados».
El proyecto de acogida en el albergue de Biar se planteó para seis meses. Las necesidades, aunque al principio eran todo un desafío, pues como apunta Cristina Hernández, concejala del ayuntamiento de Biar, dar de comer a cincuenta personas cada día no es tarea fácil, se superaron con creces. «La solidaridad era abrumadora. Todo el mundo quería ayudar. Fabricantes de calzado, juguetes, supermercados de los pueblos, el gremio de panaderos. Tuvimos que hacer turnos y que cada semana se encargara los voluntarios de una localidad de cubrir las necesidades de los refugiados para que no sobraran excedentes», señala.
La llegada de los acogidos coincidió además con las fiestas navideñas que los vecinos quisieron compartir de pleno con ellos, en especial con los más pequeños. «Quisimos llevarles a la fiesta de Nochevieja, olvidándonos de que eran niños que venían de una guerra. Cuando comenzaron a disparar los fuegos artificiales vimos que muchos de ellos gritaban y se escondían». Es sólo una de las muchas anécdotas que compartieron en ese tiempo de convivencia.
«Para nosotros llegar a ellos era muy complicado. Aunque buscamos dos traductores para los inicios, el idioma no dejaba de ser una barrera enorme. La desconfianza, el temor con el que habían llegado estas personas hacía que algunas veces se produjeran roces, aunque yo sólo recuerdo lo mejor de aquella experiencia», indica Cristina. «Nosotros éramos muy jóvenes. Casi todos estábamos en los treinta. La mayoría veníamos del voluntariado pero jamás habíamos trabajado con personas que procedían de un conflicto bélico. No éramos muy conscientes de los esfuerzos que requería pero lo hicimos con el mayor amor del mundo», comenta Marilina Hernández. «Comencé a hacer entrevistas con los llegados. Nuestro objetivo era que fueran independientes lo antes posible. Intentaba buscarles trabajo según su perfil profesional.
Era gente muy formada, artistas, ingenieros, profesores, arquitectos que podían aportar mucho a la sociedad», añade. Su marido, el arquitecto y presidente de Arquitectos Sin Fronteras de la Comunidad Valenciana y la Región de Murcia, José Miguel Esquembre, fue de los primeros en emplear a una de las refugiadas arquitectas en su estudio. «Sin tantos medios informáticos, sin redes sociales, sin la organización ni prácticamente apoyo de las instituciones, ciudadanos y ciudadanas se coordinaron para compartir, apoyar y ayudar, con comida, ropa, material escolar, e incluso hasta las últimas consecuencias con la inclusión laboral a cincuenta personas que huían de la guerra», recuerda.
La escolarización de los menores era fundamental y un objetivo en el que insistían mucho los padres, aunque para un municipio de apenas 3.000 habitantes con un único colegio, era todo un desafío integrar a una treintena de niños refugiados. El director del colegio de Bihar Nuestra Señora de Gracia, Antonio Doménech, que en aquel tiempo era el jefe de estudios, rememora con cariño la experiencia. «Creamos un aula específica para ellos donde nos apoyaban tres madres refugiadas que eran profesoras. Trabajábamos el castellano, su idioma, y poco a poco les íbamos distribuyendo en aulas correspondientes a su edad. En apenas un mes estaban perfectamente integrados», comenta.
El colegio ofreció el servicio de comedor para los niños y todo el material escolar que iban a necesitar. «Eran chavales con muy buen nivel educativo, muy responsables y era positivo ver lo rápido que alcanzaban los resultados». Zlata era una de las profesoras bosnias que reforzaba el aula enseñando arte no sólo a los refugiados sino a toda la escuela. «Nuestra prioridad era que los niños volvieran cuanto antes a la rutina que les había roto la guerra. Necesitaban ir a la escuela y nos esforzamos al máximo para que lo pudieran hacer en las mejores condiciones», indica.
Uno de los niños más pequeños del grupo era Edo quien tenía apenas ocho meses cuando llegó con su madre, Ismeta. El director lo recuerda con especial cariño porque pasó toda su etapa escolar como uno más. Su madre, él y una hermana que nacería después siguen viviendo en el pueblo. Ismeta comenta que los vecinos le han dado la oportunidad de criar a sus hijos en un lugar alejado de los nacionalismos que asolaron la antigua Yugoslavia, y que a pesar de las dificultades económicas, sólo les puede mostrar gratitud.
Pasados los seis meses, la guerra de Bosnia no había terminado, y la administración autonómica, propietaria del albergue de Biar, ponía punto y final a la estancia de los refugiados. En ese momento se abría para los voluntarios del proyecto un desafío quizá mayor que el de la propia acogida, y era su reubicación. La falta de precedentes por parte del Gobierno hacía que toda la responsabilidad del futuro de estas personas recayera en la asociación. El primer gran problema era la documentación. A diferencia de otros programas de acogida costeados por el gobierno, los llegados en este plan de iniciativa civil no obtuvieron un estatuto de refugiado. La portavoz de ACNUR en España, María Jesús Vega, relata que «se creó un permiso de residencia especial de desplazados. Un permiso que no iba aparejado al de trabajo así que era muy difícil proveer de autonomía a los refugiados».
La situación económica del país, con un 24,6% de paro no era la más propicia para encontrar un trabajo, así que su futuro dependía de nuevo de la solidaridad de particulares. La familia que abrió su casa a Zlata y a sus hijas fue la del matrimonio de Juan y Mila Mora Francés, padres de cinco hijos y fabricantes de textil de la localidad de Bañeres. «Una vez entran unas personas en tu vida ya no dejas de preocuparte por ellas. Es lo que nos pasó a nosotros. Ayudamos con lo que pudimos y fue una experiencia preciosa», comenta Mila. Zlata añade que ahora tiene una hermana española que supo entenderla y apoyarla en los momentos más difíciles de su vida.
«La primera fase de un techo no es tan complicada. Lo difícil es conseguir tejer redes para que toda la estructura que se le ha roto a un refugiado, su familia o su integridad económica pueda rehacerse. Aquí la sociedad es fundamental», comenta María Jesús Vega. Juan Bosco, otro de los colaboradores que se sumó al proyecto de acogida desde Valencia justo en esa segunda fase, señala que «el acompañamiento, la ayuda con el papeleo, la escolarización o una simple conversación amiga eran tan importantes o más que el apoyo económico».
El esfuerzo titánico de particulares hizo que todas las familias acogidas salieran adelante. Muchos consiguieron trabajo, los pequeños acabaron sus estudios con éxito, algunos se casaron con vecinos de los pueblos y otros decidieron volver a su hogar una vez terminó el conflicto. «Hicimos lo que tuvimos que hacer y lo volveríamos a repetir ahora» comenta la concejala biarense, Cristina. Es la opinión generalizada de los que participaron en el proyecto. Comentan que vuelven a hablar para tantear las posibilidades de acogida en la actual crisis de refugiados, pero a diferencia del conflicto bosnio, ahora ven una traba en la voluntad política. «Este programa se podría aplicar a la crisis actual y sería un éxito», señala Paca Sahuquillo de MPDL. Desde ACNUR añaden que las lecciones aprendidas de aquella experiencia y posteriores permitirían hacer una acogida exitosa de los refugiados sirios.
«Muchos están dispuestos a ofrecer su casa», indica la psicóloga Adela. «Si permitieran traer a la gente de una forma legal evitaríamos todas esas mafias que hoy se aprovechan de la desesperación de los refugiados», comenta Mila desde Banyeres. «Nosotros comenzamos con miedo y la gente se volcó. Al final del programa incluso sobró dinero que donamos a otras ONG», recuerda Mari Carmen, la concejal de Villena. «Nosotros podemos ser protagonistas de su historia. Compartir, ayudarles, para que esta vida pueda ser más justa y feliz», añade José Miguel Esquembre. «¿En qué están pensando nuestros gobernantes? ¡Desestiman y menosprecian la capacidad de solidaridad que tienen nuestros pueblos!», sentencia.
(Este artículo se publicó originalmente en el número de mayo de la revista Plaza)