VALÈNCIA. Después de pasear por las calles de Edimburgo y recorrer parte de las Highlands pongo rumbo a la isla de Skye, uno de los lugares más mágicos de Escocia. Lo hago en coche, cruzando ese vertiginoso puente que conecta con la isla —antes solo se podía llegar en ferry— y teniendo la esperanza de que aquí el tiempo mejore. Aunque pronto me doy cuenta de que la lluvia seguirá acompañándome.
Las primeras horas en la isla las paso en el coche, haciendo paradas exprés para estirar las piernas y dejándome llevar por mi instinto y el volumen de personas que hay en algún punto. Así descubro un rincón de postal: Sligachan Bridge. Un puente de piedra con las montañas de los Cuillin recortadas al fondo y el río descendiendo y sorteando las piedras. Dicen que estas aguas están encantadas y que, si pones la cara en el agua durante unos segundos, obtendrás la belleza eterna. Yo solo creo en las hadas así que dejo esas historias para otros… De hecho, mientras hago las fotos estoy muy atenta por si las veo porque en la isla de Skye estos seres diminutos están escondidos en las sombras de los bosques, nadando en riachuelos y saltando en cascadas.
Si he de elegir un lugar donde encontrar hadas, sería en el Fairy Glen (valle de las hadas), un rincón recóndito al que me recomiendan ir cuando llego a Uig. Es tan poco conocido que me cuesta encontrarlo y en más de una ocasión pienso que me he perdido. Apenas un par de granjas en un camino estrecho en el que, por fin, veo a esas vacas peludas de las tierras altas que parecen tan simpáticas. Y sí, las fotografío como si fueran modelos. Un poco más adelante, al ver un montículo, dejo el coche aparcado y sigo a pie. Como las cabras, me subo a la primera colina que veo y me quedo con la boca abierta porque ante mí se despliega el Fairy Glen, una colección sobrenatural de montañas cónicas diminutas que emergen de la tierra como si hubiesen sido creadas por las hadas que viven aquí.