BOLONIA. En el año 2000, la revista Quimera preparó un dossier de cuarenta páginas sobre la Transición española a la que llamó de forma premonitoria "Anatomía de la Transición". Peor hubiera sido llamarlo "Autopsia de la Transición", aunque dado el nivel de ensañamiento ilustrado que lucía el número, no hubiera desentonado lo más mínimo.
Decir "ensañamiento" es algo injusto. Corre uno el peligro de confundirse con el grupo PRISA y de pactar los buenos propósitos del revisionismo, que no es otra cosa que un par de columnas en El País donde Antonio Muñoz Molina y Javier Marías se pelean por determinar a quién le nació antes la conciencia del desastre. Que si en 2007 no había intelectuales comprometidos excepto El Roto, que cómo que no, que yo estaba súper comprometido pero no me hacías caso y así todo.
VOY A SER MAMÁ
Pero en el 2000, y aún antes, ya se defendían algunas tesis que por entonces parecían peregrinas y desubicadas, pero que el tiempo y algunas estrategias político-comerciales han aupado a categoría de verdad, con la satisfacción que en ocasiones da el cabreo.
En el dossier de Quimera, Eduardo Subirats abría fuego con un artículo introductorio, De la transición al espectáculo, donde venía a decir más o menos que Almodóvar cantando con McNamara no era más que la reacción de un país paleto que quiere recuperar el tiempo perdido durante cuarenta años de dictadura empezando por las plumas y el champagne. Eskorbuto, L'odi social o Extremoduro, elementos residuales. Lluís Llach cantando "no era això, companys, no era això pel que varen morir tantes flors" (1978), la voz que se pierde en medio del guateque. Mecano, Alaska y Olé Olé, lo más. No controles mi forma de vestir, porque es TO-TAL.
Sí, voy a ser mamá, voy a tener un bebé, le vestiré de mujer, le llamaré Lucifer, le enseñaré a criticar, le enseñaré a vivir de la prostitución... Leísmos aparte, el show podía ser ofensivo para la moralina de UCD y de la incipiente pero eterna Alianza Popular. En cambio la Movida según Subirats no fue más que un espectáculo, una explosión de colores y de travestis, la fiebre y el delirio de medio siglo de represión. Una buena gripe. "Una actitud desfachatada". Un calentón.
Placebo que no fue correspondido con aperturas institucionales de mayor calado: "Este enflaquecimiento de la memoria se deslizaba al mismo tiempo que los medios de comunicación, las universidades y los ministerios cerraban a cal y canto la posibilidad de toda discusión reflexiva en torno al nacionalcatolicismo español, las tradiciones simbólicas que heredaba del pasado, sus relaciones con los fascismos europeos, y la persistencia de sus mitos y sus principios en el interior de la apertura liberal que habían orquestado los partidos políticos de la transición".
Pero Quimera no dejaba de ser una revista cultural (con un impacto social limitado, mal que nos pese); Subirats, un profesor de la New York University y no de la UAB; y los años 2000, aquellos en que Aznar conseguía mayoría absoluta espoleando su "España va bien". Revisar la Transición ni era prioritario, ni conveniente, ni oportuno. Tampoco lo era la Guerra Civil... y lo cierto es que nos esperaba una década, la primera de los 2000, en que precisamente la guerra se convertiría en el gran tema literario del cambio de siglo, culminando el fenómeno con la esperada y cuestionada Ley de Memoria Histórica de Zapatero, del año 2007.
CT, EL CONCEPTO FELIZ
El año 2012 era distinto. Tras cuatro de crisis, el segundo gobierno de Zapatero tumbado, Mariano Rajoy despachando en la Moncloa y las plazas de media España llenas de tiendas de campaña, parecía que el presente debía ajustar cuentas con un pasado no tan lejano. El malestar ciudadano puso de manifiesto una crisis política que apuntaba precisamente a los fundamentos de la etapa democrática como origen de un sistema exclusivo y agotado. El interés por la Guerra Civil basculó hacia los años de la Transición. Y se abrió la caja de Pandora.
Guillem Martínez coordinó un ensayo gamberro, certero y parcial, de los que pican, y acuñó el concepto CT o Cultura de la Transición como bala de fogueo. A estas alturas ya nadie se quita de encima esas siglas, pegajosas más que explicativas, pero en su momento valieron para describir algunas tendencias que desde los 70 y 80 se habían dado en el plano político, económico, periodístico, social y cultural. Martínez y compañía tocaron a rebato: la Transición no había depurado cuarenta años de dictadura, las élites políticas y económicas consensuaron un nuevo tiempo celebratorio y amnésico, y fruto de ese pacto se había instaurado un sistema que parecía llegar a su fin.
Son tiempos gruesos donde todo debate obliga a un posicionamiento maximalista. El problema epistemológico del concepto CT es que analiza desde el presente un tiempo pasado, sin valorar efectivamente el camino de las conquistas, sino solamente el de las renuncias. Guerra de guerrillas, honestidad parcial y por fin algo de ácido que disuelva los colores de la patria.

A Javier Cercas le aplaudieron a rabiar y lo vapulearon (a rabiar también) desde que rompió la baraja con Soldados de Salamina (2001). Que si era demasiado sentimental, que si se había inventado la mitad de la historia de la novela, que si estaba trampeando la memoria, que si era guerracivilista y rencoroso... hubo para todos los gustos. No sé qué se le debe pedir a un novelista, pero Cercas abrió una brecha con el tema del conflicto que tuvo repercusiones más allá de lo literario, llegó masivamente a un público que entendió el tema como uno de los fundamentales en la cultura e historia españolas y mantuvo un posicionamiento ético frente a los exiliados y represaliados que habían sido olvidados por la democracia española. Puede que la memoria y la honestidad colectivas se construyan paso a paso.
Cuando apuntó a la Transición en Anatomía de un instante (2009), se parapetó tras documentos, bibliografía explícita y dejando entrever las costuras del ensayo (y sus verdades) y las costuras de la novela (y sus licencias) para proponer una interpretación buenista del proceso histórico: se hizo lo que se pudo, Suárez engañando a diestro y siniestro, Gutiérrez Mellado exculpando su pasado represor y Carrillo claudicando en favor de un nuevo tiempo.
Donde unos ven altura histórica otros ven bajada de pantalones. Tanto es así que en su nueva novela, El impostor (2014), Cercas no solo se vale del atenuante de la no ficción y de las referencias bibliográficas, sino que pone a debatir a Primo Levi y a Tzvetan Todorov para adelantarse a las críticas que le vendrán de un lado y de otro. Carnicería cultural.
La Transición fue una impostura, pero no pudo ser de otra manera, viene a decir Cercas. Javier Cercas es un manipulador de la memoria, que vive aupado por el grupo Prisa para imponer una visión light de la guerra, la dictadura y la transición, viene a decir Vicenç Navarro... bloqueando el paso, añade, a "novelistas con voces críticas", pero ahí Navarro lo deja porque no le viene a la cabeza ninguno.
Acusarle de tanto es demasiado. Ni que fuera la Real Academia de la Historia... Cercas es relevante en nuestro ecosistema cultural, tiene el don de la oportunidad, los medios y el valor para mostrar su perplejidad. Pero solo es perplejidad, y a España, en cambio, le falta un gurú contestatario con más argumentos que la pataleta o la bendición postmortem de José Luis Sampedro. Ni Javier Calvo, ni Benjamín Prado (imagínate), ni Almudena Grandes ni tanto etcétera son culturalmente como Michael Moore o Slavoj Zizek. Solo faltaba.
Pero el problema no son solo las ausencias presentes, sino la falta de memoria (de nuevo). Al Eduardo Subirats del 2000 ya lo tenemos olvidado. A Vázquez Montalbán, por desgracia, también. Y cuánta falta nos haría revisar las voces críticas de otros tiempos para no entrar en pánico histórico. El revisionismo de la Transición no puede ser mesiánico ni tampoco indulgente. Pero va a ser difícil encontrar un término medio y exacto con las venas abiertas de nuestra historia.