VALENCIA. En 1995, Martin Scorsese estrenaba la película Casino. En ella se narraba la historia de Sam Rothstein, un corredor de apuestas que llegaba a controlar, gracias al crimen organizado, uno de los casinos más importantes de Las Vegas en los años 70. La cinta se detenía en los métodos mafiosos de Rothstein y su entorno, que consistían en la extorsión, el chantaje y los pagos de favores políticos. Al final, Rothstein era apartado del casino y volvía a su antiguo oficio, las apuestas de poca monta.
Era en este momento, en la conclusión de la película, donde llegaba lo más desolador. Rothstein y sus mafiosos eran sustituidos en los años 80 por los altos ejecutivos que pasaban a controlar directamente este tipo de negocios. El antiguo mafioso lo dejaba muy clarito con su narración en el film: "Las grandes empresas se hicieron con el control de todo. Hoy parece Disneylandia. Mientras dejan a los niños entretenidos con los juegos infantiles, mamá y papá pierden en las tragaperras la hipoteca y el dinero para la universidad (...) Cuando les quitaron a los gángsters el control de Las Vegas, las grandes empresas demolieron casi todos los antiguos casinos. ¿De dónde salió el dinero para reconstruir las pirámides? De los bono basura".
Esto ocurría en 1987. La historia de Casino estaba basada en la vida de Frank Rosenthal, el mafioso real que tuvo que abandonar Las Vegas ese año, desplazado por los nuevos tiempos de la era de Ronald Reagan: los gángsters no serían ya unos camorristas de origen italiano que van amenazando a los dueños de los restaurantes para que paguen su cuota sino los nuevos ladrones encorbatados que controlarían la Bolsa. El centro estaría ahora Wall Street. Fue en ese año, 1987, cuando Rosenthal abandonó Las Vegas dejando paso al nuevo tiempo, y cuando Scorsese ponía punto final a su película.
Casi veinte años después, el cineasta retoma este prisma de la historia estadounidense para ir más allá, partiendo del instante en el que se quedaba Casino para relatarnos las peripecias de estos brokers de Wall Street.
La película se titula El lobo de Wall Street y arranca precisamente en 1987, en el crack bursátil conocido como el "lunes negro". Leonardo DiCaprio interpreta a Jordan Belfort, un ambicioso broker que empieza a trabajar ese día (el 19 de octubre de 1987) y tiene que partir inmediatamente de cero tras ese principio apoteósico en el que parece que el capitalismo ha quebrado. Todo lo contrario. Belfort consigue idear la clave especulativa del futuro, esos bono basura a los que se alude en Casino, dando pie a un mercado agresivamente especulativo.
A partir de ahí, asistimos al enriquecimiento desmesurado y vertiginoso de Belfort y sus colegas, unos mercachifles a los que enseña a mentir por teléfono, a mostrarse chulescos y violentos con los negocios, unos vendedores de crecepelos especializados en estafar a la gente con la promesa de que todo el mundo puede enriquecerse gastándose la pasta en acciones. Cuando ya se cansan de estafar a los pringados, entonces deciden especializarse en clientes multimillonarios moviéndose siempre fuera de la legalidad. La empresa de Belfort se convierte en todo un fenómeno en Wall Street y en el FBI, que empieza a investigar todos los blanqueos de dinero y las evasiones fiscales.
Hasta aquí, todo normal. Esta historia sería la que se ha visto en otras películas como Wall Street, de Oliver Stone. Pero la gracia llega en la desmesura. Porque lo que nos muestra Scorsese no es la historia del "sueño americano" sin más, la del hombre hecho a sí mismo. Como viene haciendo en su cine, el interés no está en la descripción sino en la crítica de ese american way of life. El mejor momento para ejercer esa crítica es deteniéndose en los años 70 y 80, especialmente a partir de la llegada de Reagan a la Casa Blanca y el surgimiento de la cultura yuppie y del enriquecimiento como credo supremo.
Belfort y sus amigos ganan muchísimo dinero pero la cámara de Scorsese se mete en el día a día de los brokers para que no pensemos que son unos meros chavales triunfadores que tienen sus pequeños vicios. Estos tipejos de Wall Street creados por el reaganismo son unos criminales descerebrados que mezclan lo privado con lo público, los negocios con los chanchullos, la adicción al dinero con el placer sexual.
Así, a la vez que se forran en la oficina, organizan orgías y bacanales con kilos de cocaína, anfetaminas y cualquier tipo de sustancia nueva. Son auténticos politoxicómanos que se enorgullecen de ello y que celebran sin parar sus logros: al mismo tiempo que manejan el mercado de valores, se llevan prostitutas de todo tipo a la oficina, del mismo modo que la cocaína se consume mientras se atiende el teléfono.
De hecho, son los dos consejos que le da a Belfort su mentor al principio del film: para triunfar como broker sólo se necesitan dos cosas, cocaína y masturbarse sin parar. Belfort da un salto más allá atiborrándose de sexo y drogas. Éste es el triunfo del capitalismo y de los amos del mundo, ésos que manejan el cotarro y que luego tienen a los políticos como marionetas a los que les hacen decir esas consignas del bien común, del rescate del sistema financiero y demás estupideces.
Scorsese muestra con la cámara una realidad que parece exagerada por ese retrato edulcorado y fascinado que suele presentar el cine sobre ese mundo de las altas finanzas. La película se basa en la autobiografía del propio Belfort y el retrato de Scorsese no es nada inocente: en la mostración pornográfica de ese desmadre está la crítica a un sistema que no puede funcionar con esos cimientos podridos.
Además, el director vuelve a insistir en otra de las ideas de sus películas, la crítica a la institución familiar como ejemplo del "sueño americano", trasladando la auténtica violencia al interior de esa misma institución. Eso ya se vio con mucha claridad en Toro salvaje, donde la brutalidad no estaba en el ring donde Jake LaMotta se medía con sus rivales sino en la propia casa del boxeador, donde la cámara nos desvelaba una serie de conflictos que demostraban la fragilidad de esos cimientos del american dream.
La violencia se encuentra en las palizas domésticas y en la mentira de esa imagen de familia idílica, como se veía también en Casino y, cómo no, en El lobo de Wall Street. Porque el resto de la sociedad ya sabemos cómo funciona, con el alto ejecutivo cumpliendo sólo unos meses en prisión mientras los agentes del FBI apenas llegan a fin de mes si se mantienen honrados e inmunes a los sobornos.
Por eso la conclusión es más descorazonadora que en Casino: aquí no hay fin de una época, de modo que esa especulación sigue siendo el motor económico de un sistema tramposo. Aquí todo sigue igual, y continúan esas fiestas de sexo, drogas y dinero en los mismos despachos donde se decide la aniquilación de los pobres. Ojalá el retrato fuera exagerado pero, con Scorsese, una siempre se queda con la sensación de que ha llegado muy cerca de la descripción del problema.
Ficha técnica
El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street)
2013, EE.UU., 179'
Director: Martin Scorsese
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Rob Reiner
Sinopsis: Jordan Belfort es un emprendedor. Su credo es bien simple: robar a ricos y pobres para quedarse todo el dinero con sus amigos y gastárselo en putas y drogas. ¿Cómo consigue eso? Hablando sin parar del bien común, del afán de superación y de lo malo que es pagar impuestos. Es la doctrina Reagan que seguro que salvará a España y al mundo de los perversos funcionarios, sindicalistas e inmigrantes que se empeñan en hundir la civilización