VALENCIA. Cuando James Cameron estrenó Titanic a finales de los años 90, el cine comercial dio un vuelco. La película significó un cambio de época, una de esas películas que simbolizaron el tránsito a un nuevo siglo por la reelaboración de una serie de normas en el cine comercial de Hollywood. Su éxito descomunal en taquilla la situó en el primer puesto de recaudación (un récord que sólo superaría años después el propio Cameron con Avatar) y acabó fijando una fórmula que, desde entonces, viene repitiéndose constantemente como receta para el triunfo.
Son varios los ingredientes que manejó Cameron, pero se podrían resumir en un juego constante con las expectativas del espectador. Por un lado, la historia
nos situaba en un acontecimiento conocido del pasado (el hundimiento del transatlántico), protagonizado por dos personajes anónimos, creando así la ilusión de convertirnos en testigos privilegiados de un instante histórico idealizado. El truco de Cameron consistía en usar el cine como una máquina del tiempo que nos trasladaba al interior del barco para presenciar un acontecimiento del que íbamos a salir indemnes: de ahí el énfasis en utilizar el punto de vista del flash-back de la anciana, para que supiéramos que la historia iba a tener un final feliz (la supervivencia de la protagonista).
El cineasta nos metía en el barco a partir de recuerdos en forma de flashes que se iban concretando poco a poco. Lo primero que veíamos era el lujo del interior del Titanic, el privilegio de viajar en primera clase por el rumbo de la historia. A continuación, aparecía el conflicto y la narración se centraba en la clase desfavorecida, los pobres que viajaban en los compartimentos inferiores. El conflicto aparecía construido a través de una historia de amor imposible entre dos personas de diferente clase, una chica de posición desahogada (condenada a un matrimonio de conveniencia) y un paria que había accedido al barco gracias a sus dotes de tahúr.
A través del romance, Cameron convertía el viaje fascinante en el Titanic en una historia de lucha de clases, como muy bien advirtió en su momento Ángel Fernández Santos, el añorado representante de una estirpe rarísima en España, la del crítico de cine que sabe de cine. En la película, la historia de amor estaba condenada al fracaso de antemano, porque la utopía del amor interclasista no es más que eso, una utopía, como lleva reflejando la literatura desde hace siglos (basta con leer a Cervantes). También por ello el final es un happy end en toda regla, porque la muerte del chico le confería a su amor fugaz la consideración de romance perfecto.
Todo esto aparecía en una película monumental, repleta de efectos especiales y de citas cinematográficas (había incluso una alusión directa a La noche del cazador). La estrategia era perfecta porque Cameron conseguía fascinar a esos aficionados que van al cine sólo a ver efectos digitales, a los adolescentes buscando evocaciones de amoríos en la pantalla y a los amantes del cine clásico. El clasicismo que irradiaba Titanic era, de hecho,
fundamental para un proyecto que habían barajado diversos realizadores a lo largo de la historia, como Alfred Hitchcock.
El caso es que la fórmula de Titanic continúa en plena forma en la industria de Hollywood. Ahora llega a las salas españolas Pompeya, una película que de nuevo trata de conjugar la vivencia de una catástrofe icónica del pasado con una historia de amor (también interclasista e imposible) que nos permita vivir sensaciones fuertes. La máquina del tiempo está, en esta ocasión, en manos de Paul W.S. Anderson, un cineasta que se ha especializado en adaptar videojuegos al cine con hitos en su carrera como Resident Evil, Mortal Kombat o Alien vs. Predator.
Si James Cameron partía del cine de catástrofes, Anderson se sirve del cine de romanos para fijarse en la erupción del Vesubio y la consecuente destrucción de la ciudad de Pompeya, hechos ocurridos en el s. I d.C. Con la excepción del flash-back (algo absurdo, porque nos separan siglos, en lugar de décadas, de los hechos narrados), la película sigue punto por punto la hoja de ruta de Titanic: un chico pobre (aquí, un gladiador) y una chica rica que se enamoran; un pretendiente poderoso que se interpone entre ellos; un retrato un tanto idealizado de la época; una presencia gigantesca y amenazadora de fondo (la grandiosidad del volcán, similar a la del transatlántico); y la explosión final e inesperada (el Vesubio en erupción o el Titanic colisionando contra un iceberg) que eleva a la categoría de mito el amor entre los jóvenes.
Por no faltar, no falta ni la música final en Pompeya, una cancioncita que suena mientras los amantes mueren en las llamas y que parece una imitación de Celine Dion. Es la mejor manera de acabar porque las ciudades se destruyen, las personas mueren pero el amor es para siempre. Todo el mundo tiene que sacrificarse para que los jóvenes consumen su amor (con un beso casto, faltaría más). ¿Quién es el personaje ideal para sacrificarse? El amigo del chico, otro gladiador, y negro, porque ésa es la función de la cuota en el grandioso cine de Hollywood. Esta vez no había mucha elección: la presencia de un hispano en una película de romanos habría chirriado un poco.
No obstante, lo que sí chirría de verdad, y hace que la película provoque verdadera repulsión, es el empeño de Hollywood por reescribir, en los últimos tiempos, la historia del cine desde un punto de vista reaccionario. Aquí el turno le ha llegado a las películas de gladiadores, un género en el que se ofrecían deliberadas lecturas homosexuales con propósitos transgresores. Eso quedó borrado cuando Ridley Scott rodó Gladiator (otra película que explica muchas cosas, para mal, del cambio de siglo en Hollywood) y decidió tapar los músculos insinuantes. Atrás quedaron los escandalosos torsos desnudos, sustituidos en estos tiempos de moral de colegio de curas.
En Pompeya no todo se reduce a la pareja que pierde la virginidad con un besito en los labios, sino que encontramos un repugnante ambiente infantil a lo largo de toda la película. Aquí queda muy claro que los más machotes son los más heterosexuales, de modo que las únicas miradas un tanto cómplices por las musculaturas siempre se producen entre personajes de distinto sexo: son las chicas quienes se fascinan por los cuerpos de los esclavos. Los gladiadores no se permiten ni una leve insinuación gay y prefieren vivir en un mundo asexual que parece un cruce entre Roma y Walt Disney. Tenemos aquí, por lo tanto, una nueva muestra de esa concepción del cine como un instrumento para idiotizar a los adolescentes, para decirles que el sexo es pecado y que la mayor realización en la vida consiste en besar al ser amado (un beso casto y heterosexual, por supuesto). En esto Pompeya no sigue a James Cameron. El problema es que esa línea infantiloide cada vez va a más, como se refleja en la película que se estrena la semana que viene, Divergente, y que es la nueva estupidez (del estilo de Crepúsculo, El Hobbit y Los juegos del hambre) realizada para satisfacer a esos jóvenes de cualquier edad que se resisten a crecer creyendo en mundos imposibles mientras se desmorona el que nos rodea.