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Crítica de cine: X-Men: Días del futuro pasado Los superhéroes del arcoíris

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VALENCIA. Hace unos días, conmemoraba Quentin Tarantino en el festival de Cannes el aniversario de su lanzamiento al estrellato: veinte años atrás, en 1994, Pulp Fiction ganaba la Palma de Oro y el mundo entero se fijaba en el trabajo de un cineasta empeñado en reflexionar sobre la cultura popular. Uno de los ejemplos de estas reflexiones aparecería de manera explícita al final de otro de sus éxitos, Kill Bill. Volume 2. En concreto, asistíamos a un diálogo entre dos personajes, Bill y la protagonista, en el que el primero le explicaba a la segunda su interpretación del personaje de Superman: según Bill, el cómic reflejaba una visión del mundo, venía a ser una parodia del ser humano al elegir el punto de vista del superhéroe que, para pasar inadvertido entre la gente, tenía que convertirse en alguien mediocre.

De este modo, Tarantino nos decía que los iconos de la cultura de masas, como los superhéroes, servían para explicar la evolución de la sociedad del siglo XX. Así, Superman nos hablaba de la necesidad de recomponer el ideal del espíritu norteamericano en un momento de crisis social (el personaje nació en los años 30). Por su parte, los superhéroes de los años 60 no tendrían como modelo al ciudadano medio norteamericano sino al adolescente (como Spiderman), a raíz de los cambios de consumo de la época. De una u otra manera, la historia de los superhéroes nos indica una historia política, rubricada por las creaciones de Alan Moore y Frank Miller en los años 80, en los que el desencanto y a la crítica de los discursos oficiales irían en consonancia con la postmodernidad.

Por ello, en estos tiempos actuales tan molones lo que se impone son unos superhéroes acordes. Vivimos un momento en el que el poder occidental no se cansa de pregonar la muerte de las ideologías (las de izquierdas, claro), en el que tenemos que pasar página siempre, perdonar y olvidar. Hay que perdonar a todo el mundo: a aquellos yuppies que establecieron la cultura del enriquecimiento rápido merced al robo y la destrucción de los servicios sociales; a los mandatarios que invaden países con falsas excusas; incluso a los que participaron de dictaduras pasadas y ahora se erigen en firmes demócratas. Todo ello se consigue eliminando la reflexión en una cultura institucional que nos diga lo buenos ciudadanos (y consumidores) que somos.

Así pues, Hollywood lleva un tiempo manos a la obra adaptando a la pantalla a los iconos de la cultura popular. El objetivo es crear una industria de películas de superhéroes que tome los elementos más anodinos de los cómics y deje de lado las lecturas más peligrosas, hasta el punto de que adaptaciones de obras peliagudas como V de Vendetta o Watchmen le daban la vuelta a la tortilla para convertirse en películas profundamente retrógradas. Para rentabilizar aún más el negocio y controlarlo todo sin fisuras, Walt Disney compró Marvel hace 5 años por 4.000 millones de dólares.

No obstante, es inevitable también que a veces surjan las fisuras y éstas vienen cuando los cineastas se niegan a pasar completamente por el aro. Es el caso de Bryan Singer, que en 2000 estrenó su adaptación de X-Men, el grupo de superhéroes de Jack Kirby y Stan Lee que debutó en los tebeos en 1963, un año después que Spiderman. Desde el principio, Singer ha venido explicando en numerosas ocasiones que no quería hacer una película de superhéroes más, sino que quería fijarse en el sentido de la obra.

El director quería incidir en la condición de minoría desclasada de estos héroes, que tienen que vivir al margen de la sociedad. Es más, el propio Singer añadía que ese punto de vista venía enfatizado por su condición de activista de los derechos de los homosexuales y que esa perspectiva fue lo que convenció a Ian McKellen para aceptar el papel de Magneto. Stan Lee aceptó afirmando que ésa era la perspectiva que ya estaba en los cómics, iniciándose así una saga muy exitosa en el cine, que ha dado origen a varias secuelas. 

Por lo tanto, la apuesta de Singer se producía por el contexto: en lugar de crear una película formada sólo por peleas, vuelos y explosiones, su adaptación se basaba en un diálogo respetuoso con el cómic. Tres años después, Singer dirigió también la segunda parte porque su película había cumplido las dos reglas doradas del Hollywood: ganar muchísimo dinero y no ser demasiado explícita con las reivindicaciones políticas. Como su adaptación había sido un taquillazo y tampoco es que fueran por ahí Lobezno y compañía exhibiendo la bandera del arcoíris, no había ningún problema en dejarle que se hiciera cargo de la saga.

A lo largo de los últimos años, Singer no ha descuidado su juguete ya que ha producido algunas entregas más. Eso sí, ahora vuelve a asumir la dirección en X-Men: Días del futuro pasado, una nueva superproducción en la que los mutantes nos deleitan con esos poderes que cualquier espectador anhela: la regeneración, la capacidad de aniquilar al enemigo, el control mental, etc.

Basado en un cómic de Chris Claremont y John Byrne, el film nos narra una historia de viajes en el tiempo. Los mutantes están amenazados por una especie de súper robots obsesionados con exterminarlos. Para detener la amenaza, en plan Terminator, Charles Xavier y Magneto deciden enviar al pasado a Lobezno. ¿A qué pasado? Pues a 1973, a la presidencia de Richard Nixon, que está dedicado no sólo a montar golpes militares por Latinoamérica sino que también está a punto de crear, con su política de privatización del ejército, esa especie letal de robots del futuro.

El malo de turno no es Nixon, ya que éste es una marioneta de los empresarios. El peor de todos ellos es un enano que quiere desarrollar el ejército de robots y quedarse con el suculento contrato firmado con la Casa Blanca. Su interés es hacerse con la firma del presidente prometiéndole acabar con los mutantes, que serían una amenaza para su presidencia. Como sabemos perfectamente cómo se las gastaba Nixon con los disidentes de sus políticas, el contexto resulta muy verosímil. Es más, nos habla muy bien de esos riesgos calculados que asume Singer al descargar la responsabilidad maléfica sobre los empresarios que pregonan la libertad de empresa al tiempo que no saben dar un paso sin el auxilio del papá Estado.

Sobre este suspense de los tejemanejes del empresario que, de prosperar, acabarían exterminando a la humanidad, se van sucediendo las secuencias de acción, algunas muy divertidas, como la de Quicksilver interviniendo en el tiroteo. Pero el cálculo de Singer tiene que aparecer, y lo hace al final con una moraleja pacifista. El mensaje no es el desarme, como sucedía con Superman IV en 1987, sino el de resolver los conflictos por las buenas. Pero tampoco se le puede pedir a la película que cojan al empresario, le corten la cabeza y lo tiren al mar: al fin y al cabo, sólo es un empresario, no Bin Laden.

X-Men: Días del futuro pasado nos traslada una idea positiva, la del diálogo y el peso de la ley. También, la de repensar el pasado para parar la actual vorágine destructiva en la que nos encontramos. Resulta mucho más útil seguir la senda de Bryan Singer que sucumbir a la fascinación de las tontorronas películas de superhéroes que nos llegan sin cesar. Por lo menos aquí hay un mínimo ejercicio de reflexión y sentido del humor, como hacía Tarantino cuando nos daba una lección sobre el sentido último de Superman.

Ficha técnica
X-Men: Días del futuro pasado
(X-Men: Days of Future Past)
EE.UU., 2014, 131'
Director: Bryan Singer
Intérpretes: Hugh Jackman, James McAvoy, Michael Fassbender, Jennifer Lawrence, Nicholas Hoult, Ian McKellen, Patrick Stewart, Ellen Page, Shawn Ashmore, Omar Sy, Peter Dinklage, Evan Peters

Sinopsis: En el futuro, los mutantes están en peligro. La culpa es de uno de esos emprendedores que ha construido un ejército de robots. Para frenar la amenaza, Lobezno viaja al pasado, a 1973. Su objetivo es detener las políticas derechistas de Richard Nixon, el presidente que quiere privatizar el I+D militar. El grito de los X-Men resuena al unísono al inicio de la misión: "¡Podemos!"

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