MADRID. Me hizo mucha gracia el trailer de Hermanos en Telecinco días antes de que se estrenara. Decía que la serie hablaba de "nuestros últimos veinte años", como queriendo quitarle esa exclusiva a Cuéntame. Y también que, efectivamente, iba sobre "nuestra historia reciente", mientras alguien gritaba de fondo "¡no a la reconversión!". Para añadir al final que había sido "rodada en diferentes localizaciones de nuestro territorio".
¿Nuestro territorio? ¿Qué somos ahora, mangostas? Al final del anuncio ya mencionaba que era el primer estreno "español" de la temporada, lo que excluía en parte la posibilidad de que no quisieran decir "país" o "España" para cuidar la sensibilidad de todos sus clientes, que son muchos en Cataluña y País Vasco. Pero lo de "nuestro territorio" a mí se me quedó grabado. Aunque lo simpático es que se ajusta a la realidad. La mueca y las palabras del ministro Margallo hace unos días sobre la consulta catalana recordaban precisamente esa figura o concepto del "territorio", en especial la del que lo marca como propio meándose en él.
Pero pasemos a lo visto en la caja tonta. Hermanos viene en cofre de propuesta "de calidad". Seis capítulos, miniserie que "no trata al público como un idiota". En un inicio, vemos que los protagonistas son adolescentes de los años ochenta con problemas con sus padres por hacer el ganso. Hasta ahí, nada que no sea distinto a lo que ocurre en este siglo. Uno de los hermanos no quiere estudiar, prefiere federarse como boxeador y el otro está sufriendo con la selectividad. La chica en cuestión, interpretada por María Valverde, también quiere estudiar, pero por ahora lo importante es que está metida en una especie de triángulo amoroso con los otros dos hermanos.
No hay lugar a dudas, el capítulo empieza con los tres juntos y unos gamberros que se cruzan le preguntan a ella si se los está tirando. Le dicen "¡eres igual de zorra que tu madre!" lo que es un inicio fuerte para una serie española. Al poco tiempo, los tres protagonistas se van de juerga, se tumban en la barra, les meten los licores directamente en la boca como antiguamente, se pillan un ciego de dios y terminan a punto de follar en una piscina.
A este respecto me ha hecho gracia la crítica de una página como jeneasispop.com que se inicia aludiendo a esa escena: "veinticinco minutos ha sido el tiempo que ha aguantado la nueva (mini) serie de Telecinco sin mostrar paquetes ni tetas. Y por mucho que lo hayan camuflado como exigencia del guión, ¿era tan necesario...".
Eso sí que es un reflejo de España y no la serie. Hemos pasado del nacionalcatolicismo durante medio siglo XX a, en la plena libertad del XXI, ofuscarnos porque haya sexo en una serie. Dejamos el catecismo para abrazar el moralismo y las buenas costumbres. Porque la verdad es que no es un mal punto de partida para una serie un amago de trío entre adolescentes. Es algo que suele ocurrir a esas edades y, desgraciadamente, lo normal es que o no funcione, como pasa en Hermanos, o que sea un lío de piernas, brazos, pelos y sudor que no tiene nada que ver con la sincronización de los siempre generosamente lubricados actores porno profesionales.
Mucho mayor problema es que los actores de esta serie sean muy guapos, tengan cuerpazos, pero no sean precisamente prodigios de la dicción. Ese español de Ávila que hablan con emociones impostadas echa para atrás más que cualquier artificio del guión. En lo positivo habría que decir, en cualquier caso, que los padres de los protagonistas sí actúan como es debido y ahí sí podríamos trazar una línea entre lo que es calidad y no, prescindiendo de la del sexo mencionada. ¿Merecen el peso de una serie esta especie de robots de los años 60 sólo porque están de buen ver?
Y un crimen de estado muy grave, como el GAL que tenía lugar también por estas fechas, es que en un momento dado se abre la caja registradora de la tintorería de los padres de los hermanos y lo que se ve clama al cielo. Vergonzoso que no lo pixelaran a última hora. El billete de mil pesetas que aparece es el de Franciso Pizarro y Hernán Cortes, el pequeñito, no el de Don Benito Pérez Galdós y los hipnóticos churretes aquellos de piedra del Teide por la otra cara.
No contentos con la depravación de nuestra memoria, la moneda de veinticinco pesetas que hay al lado es la dorada pequeña del agujero en medio, la de los años 90. Menos mal que no dicen: "Na, ya te pago instalándote en el walkman unos bitcoins de Naranjito". Que la música que suena no sea siempre de la época a la que se alude, pues tampoco pasa nada, pero esto no se puede consentir. Que no estamos hablando de la moneda de Kazajistán.
Pero la cosa no queda ahí. Cuando llegan las manifestaciones anti OTAN la policía que les da palos a los chavales va de azul, cuando hasta 1986 fue de marrón. Es algo que puede saber cualquiera que haya visto vídeos de la época o, en su defecto, quien sepa que uno de los orígenes del cariñoso apelativo de "maderos" viene de ese uniforme. ¿Es esto hilar fino? No. Dos escenas después uno de los protagonistas saca un diario ABC que corresponde al 11 de noviembre de 1985 sobre esas manifestaciones ¿No podían, yo qué sé, haberlo ojeado?
La verdad es que es una pena porque la parte de la trama que trata de la ruina de la familia propietaria de la tintorería, amenazada por el desahucio al no poder pagar al banco, sí que merece estar en una serie actual. Por una razón sencilla, muchos españoles se encuentran actualmente en la misma situación. La serie promete una crónica social de las últimas décadas de "nuestro territorio" y tiene cierto interés la parte correspondiente a mostrarnos crudamente que estamos en las mismas, que nuestros problemas persisten y que en el fondo somos una sociedad estancada en muchos aspectos. Pero esto se sugiere y nada más.
Al final del capítulo concluye con tres ganchos para la siguiente entrega. El hermano boxeador se marca un Butch Coolidge, el personaje de Bruce Willis en Pulp Fiction, aceptando un soborno para pagar las deudas de su padre, pero luego reventando a su rival en el ring en un ataque de dignidad de esos raros que dan en las películas. La chica se va de su casa porque ha conocido a un director de cine muy moderno. Y al otro hermano, que le han becado en una universidad privada llena de pijos, parece que en un principio su carrera está teledirigida para introducirle en una secta neoliberal, pero no, sólo se lo quiere tirar un inglés de apellido Sinclair, como el ordenador fastuoso de aquella época, que manda mucho. Y ojo, que en el avance del próximo capítulo vemos que sí, que le debe bombear hasta que le sangran los oídos.
En ese segundo episodio es de suponer que a través de la chica, que va a ser periodista, veremos la conflictividad laboral de la reconversión industrial de 1986. De hecho, el boxeador cuelga los guantes y sale en una cadena de montaje. Miedo, miedito da imaginar cómo van a tratar el tema del sindicalismo.
Con altas dosis de irrealidad y una ambientación bastante lamentable, al final Hermanos más que una crónica social por el último cuarto de siglo, un repaso tan necesario para todos aquellos que se creían en un país rico, lo que tenemos es un culebrón español con chavales guapos. Calidad, sí, concretamente de la mala.