Cultura y Sociedad

estreno / crítica de cine

El dictador Disculparse o morir

Suscríbe al canal de whatsapp

Suscríbete al canal de Whatsapp

Siempre al día de las últimas noticias

Suscríbe nuestro newsletter

Suscríbete nuestro newsletter

Siempre al día de las últimas noticias

VALENCIA. Sacha Baron Cohen es un tipo que nunca pide perdón. No sólo eso, sino que tampoco siente la necesidad de hacerlo. Y, encima, en cada película que estrena se muestra más convencido de ello, y sigue adelante con una trayectoria iconoclasta empeñada en remover conciencias a golpes de una risa incontrolable, incorrecta y también infantil. Porque en eso consiste la provocación: en sentirse como un niño y no atender a normas sociales ni a reglas de la civilización cuando tenemos que reírnos o burlarnos de algo o alguien.

Las películas de Cohen son precisamente eso, una burla, y no ocultan su carácter grotesco y excesivo. Es más, lo exhiben con orgullo, como diciendo que así debería ser el cine y que ya está bien de humor blanco, de comedias simpáticas, de medias tintas y de no llamar a las cosas por su nombre. Y en la película que acaba de llegar a España, El dictador, cruza un poco más esa línea de la corrección (o idiotez) política para que nos cuestionemos todos qué es esta democracia que tenemos, esta sociedad en la que vivimos y este sistema del que nos vanagloriamos.

El dictador narra la historia del tirano de un país imaginario que, en un viaje a Nueva York para participar en una reunión en la ONU, es secuestrado por la CIA y suplantado por un doble que anunciará que su país convocará elecciones democráticas y abandonará el régimen dictatorial. Todos aplauden el anuncio del falso tirano. Pero, ¿por qué se produce este cambio forzado hacia la democracia? Porque le interesa a las principales multinacionales petroleras, que son las que urden el plan de eliminar al dictador, ya que éste no acepta que las compañías hagan negocio en su país. La imposición de la democracia, así pues, no es una cuestión de regeneración política altruista por parte de las potencias occidentales, sino que responde a los intereses económicos de quienes realmente manejan el cotarro.

Aquí se produce un juego singular con el espectador: que el tirano, un tío totalmente despreciable, se convierte en el héroe de la película, ya que tiene que recuperar su puesto para evitar que se firme la nueva constitución que permitirá la entrada de las grandes compañías en su país. De esta manera, se produce una empatía curiosa hacia Aladeen, el dictador encarnado por Sacha Baron Cohen. Porque, de repente, su dictadura se convierte en legítima, ya que ha sido destronado mediante la mentira, el secuestro y un sutil golpe de estado. Todo en nombre de la democracia. Olé por la CIA y por la política exterior norteamericana.

Este proceso de empatía no resulta novedoso, y bastaría con acudir al Groucho Marx de Sopa de ganso. En aquella película, cuando Groucho llega a la presidencia del gobierno de Freedonia, dicta leyes absurdas, como la prohibición de silbar, mascar chicle, o los casos de infidelidad conyugal, en los que la mujer puede decidir quedarse con su amante, en cuyo caso el marido será puesto en el paredón. El presidente Firefly dicta estas leyes y proclama, con los brazos extendidos, que Freedonia es "el país de los hombres libres", una alusión directa al himno estadounidense. Por su parte, Aladeen, cuando llega a Nueva York también levanta los brazos y grita: "Éste es el país construido por los negros y que ahora poseen los chinos". Y, al igual que el Firefly de Groucho, el dictador de Sacha Baron Cohen no para de dictar sentencias arbitrarias, mandando ejecutar a cualquier hijo de vecino por motivos nimios.

Pero sin duda el gran referente es El gran dictador, la película de Charles Chaplin. El cineasta tuvo un montón de problemas para estrenar su película ya que, en aquel momento, 1940, el gobierno norteamericano no quería tener problemas con la Alemania nazi. Chaplin tuvo que asumir él mismo el alquiler de las salas para proyectar la cinta, lo que marcaría definitivamente su reputación como cineasta "conflictivo", es decir, que no se arrugaba ante las presiones políticas ni las conveniencias de lo supuestamente correcto (lo que acabó suponiendo su expulsión de Estados Unidos).

Partiendo de una crítica a Hitler, en su alegato final, el barbero judío se dirigía a las masas en la película (y al público en las salas) apelando a la conciencia de clase de los trabajadores para apartar a los gobernantes que se aprovechan del pueblo. Vamos, ese discurso que tantas veces se ha considerado trasnochado y que hoy vuelve con más fuerza que nunca.

En su película, Sacha Baron Cohen también hace un discurso final para denunciar eso que la vieja guardia llamaría "contradicciones del sistema". Pero es que contradicciones hay muchas, y en este descacharrante y demoledor discurso, el actor cómico dice directamente que Estados Unidos constituye una dictadura de facto, alimentada por sus aliados internacionales, al violar continuamente los derechos civiles y seguir ejerciendo un militarismo guiado por los intereses de las grandes corporaciones.

No resulta extraño que El dictador esté siendo totalmente ninguneada o vapuleada (según los casos) por los sectores reaccionarios, incluyendo algunos medios de comunicación supuestamente progresistas. Porque los intereses creados y quienes manejan el cotarro son los mismos en 1940 y en 2012, y se sigue soportando igual de mal que llegue un actorcillo para burlarse de todos los estamentos, de todos esos señores con corbata que, muy serios ellos, se dedican a bombardear países y derechos sociales.

Y también es gracioso comprobar cómo ciertos sectores de la crítica gafapasta llevan años despreciando el trabajo de Sacha Baron Cohen desde que empezó a hacerse famoso en todo el mundo. El desprecio con el que fue recibido en su momento Borat (2006), el falso documental que ridiculizaba el American way of life a través de la mirada de un palurdo procedente de un país tercermundista, fue antológico y una prueba más de esa inutilidad del ejercicio de la crítica cinematográfica cuando ésta se limita a apreciar la belleza de la fotografía o la espléndida banda sonora. Por no mencionar el olvido en la distribución de otra película de Larry Charles, el director con el que trabaja Cohen: Religulous (2008), un documental demoledor sobre el fundamentalismo religioso en Estados Unidos.

En El dictador es absurdo fijarse en la fotografía, en la banda sonora y en esas chorradas que sólo sirven para hacer gala de nuestra sensibilidad como espectadores. Aquí lo que cuenta es esa sal gruesa que provoca una risa espontánea contra cualquier manifestación de esta sociedad estúpida y biempensante que nos hemos regalado. Una sal gruesa que trasciende las pantallas para que nos demos cuenta de que el cine no es un espectáculo lúdico sin más, sino que tiene la función de mover a la reflexión y a la acción. Por eso Sacha Baron Cohen, cuando hace una película, no se olvida del personaje al acabar el rodaje, sino que lo lleva a las campañas de promoción, a los festivales y a las entrevistas. Se transforma en él violentando los límites entre realidad y ficción. Porque su dictador es tan real y auténtico como la sociedad a la que retrata.

Y sigue sin arrepentirse el tío. Después de una película en la que profundiza en su ataque frontal a todo el establishment, Sacha Baron Cohen sigue orgulloso sin pedir perdón. No sigue esa moda de pedir perdón de mentirijillas y sólo cuando te pillan haciendo algo indecoroso, sea cazar elefantes con empresarios amigos mientras tu país se hunde, sea espetarles un "que se jodan" a sociatas o parados (que, en el fondo, la misma calaña son). No. Si esos tipejos son los que han monopolizado también el discurso de la disculpa, bien hacen artistas como Sacha Baron Cohen en predicar el no-arrepentimiento. Predicar esa oposición es, de hecho, la responsabilidad de cualquier persona sensata en estos tiempos actuales.

Ficha técnica

El dictador (The Dictator, 2012 EE.UU., 83')
Director: Larry Charles
Intérpretes: Sacha Baron Cohen, Ben Kingsley, Anna Faris, Sayed Badreya
Sinopsis: Haffaz Aladeen, dictador de Wadiya, acude a la ONU para oponerse a la inspección internacional de su armamento. Cuando llega a Nueva York, es secuestrado y sustituido por un doble que ha de firmar una Constitución democrática que garantizará la entrada de las multinacionales petrolíferas en el país.

Otras películas de Sacha Baron Cohen: Ali G anda suelto (2002), Borat (2006), Bruno (2009)

Recibe toda la actualidad
Valencia Plaza

Recibe toda la actualidad de Valencia Plaza en tu correo

Profesionales admirables
con nombre propio
Un curso de interpretación musical creado en la Universidad de Valencia es premiado en Atlanta