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PASABA POR AQUÍ / OPINIÓN

De economía y política

Con el nivel de desconfianza ciudadana hacia las instituciones al que hemos llegado, no sé a qué esperan los dirigentes políticos para dar respuesta

13/09/2015 - 

VALENCIA. Comprendo que la discusión sobre la reforma constitucional gire, prioritariamente, entorno a los graves problemas políticos por lo que atraviesa este país. Y muy particularmente entorno a la perentoria necesidad de proporcionar algún tipo de salida a la "cuestión catalana", que quiérase, o no, seguirá existiendo mientras ésta no se aborde de la manera abierta y sincera que requiere un asunto de este calado. La cuestión sucesoria, la reforma (o eventual  disolución) del Senado, la vigencia de las Diputaciones provinciales, la redefinición de la forma de Estado y la correspondiente distribución territorial de competencias (y con ella, el modelo definitivo de financiación), son todas ellas materias que merecerían el logro de un nuevo consenso entre las distintas fuerzas políticas que hoy componen el escenario político en el conjunto del estado.

Y, sin embargo, el hecho de que todo ello sea necesario, no garantiza en modo alguno que sea fácil de conseguir. Recuperar el espíritu de consenso que hubo durante la transición, pero sin estar ahora bajo la sombra directa de un régimen dictatorial que amenazaba, un día sí, y otro también, con volver, me parece un empeño tan loable, como prácticamente imposible de conseguir en las actuales circunstancias.

Entre otras cosas, a causa de la muy escasa proclividad que muestran nuestros actuales dirigentes políticos al diálogo constructivo y al acuerdo. La notable sequía de estadistas que padecemos desde hace algunos lustros entre los componentes de la clase política española, hace muy difícil que éstos estén dispuestos a dedicar el tiempo y el esfuerzo necesario para pensar en las próximas generaciones,  a costa de aquel otro que, con tanto empeño y pasión, sí dedican a pensar en las próximas elecciones. Y, claro, así nos va.

Pero es que, además, no se trata solo de la reforma del marco constitucional. Necesitamos también acometer cambios en el entramado de leyes e instituciones que desarrollan aquél, y que con el paso del tiempo, han sufrido tal deterioro que han acabado por afectar ya de manera evidente a la calidad de nuestra democracia, e incluso, en ocasiones, a la seguridad jurídica más elemental.

La sensación de que el poder judicial no es todo lo independiente que debiera ser, o de que los organismos públicos encargados del control de la legalidad y de las finanzas de partidos, instituciones y empresas, no son suficientemente eficaces, además de estar demasiado politizados, o de que nadie se ocupa realmente por mejorar la eficiencia de la gestión de la administración y los servicios públicos, o de que la corrupción haya campado a sus anchas por los aledaños del poder, o, en fin, de que la desigualdad entre los ciudadanos haya sufrido un aumento sin precedentes, ante la inoperancia negligente del Estado constitucional, ha generado tal nivel de desconfianza en el ciudadano para con sus instituciones democráticas, que no sé a qué esperan los dirigentes políticos (todos) para dar la adecuada respuesta a este penoso estado de cosas.

Pero la situación es aún más grave de lo que parece si nos fijamos en las negativas derivaciones que esta situación tiene sobre la economía del país. Y no solo porque la confianza de los ciudadanos en sus normas básicas de convivencia, y en la rectitud, eficacia y neutralidad de sus instituciones democráticas es una variable esencial para determinar el grado de bienestar, inclusión y cohesión social alcanzado, sino porque además, un sistema productivo basado en el conocimiento y la innovación es esencialmente contradictorio con un marco político e institucional, que se percibe poco eficiente, injusto, desigual y corrupto. 

Si algo nos ha enseñado el tan traído y llevado modelo escandinavo, no es otra cosa que la constatación práctica de que un alto grado de confianza en el sistema y en sus instituciones, genera servicios públicos de calidad, una elevada valoración de la gestión pública (y de los funcionarios que la ejecutan) y, oh, sorpresa, el desarrollo de sectores y empresas altamente innovadoras y competitivas. Si a todo ello añadimos un bajo nivel de fraude fiscal, efecto directo de dicha confianza (mucho más que de la eficacia conseguida por la inspección tributaria), entenderemos cómo nadie, en estos países, pone en cuestión los pilares básicos del estado del bienestar y, en consecuencia, el papel benefactor del sector público. Además de explicar por qué en todos ellos (con la excepción de Noruega) la inversión en I+D alcanza, o rebasa, la considerable cifra del 3% de su PIB, dos veces y media más que la española.

Conclusión: las reformas políticas en España son necesarias para dar soluciones a los problemas estrictamente políticos. Pero también son muy necesarias para proporcionar el marco adecuado imprescindible para un correcto funcionamiento del sistema económico en su conjunto. Creer que se puede producir un cambio de calado en el modelo productivo, sin modificar a la vez las estructuras políticas e institucionales que están impidiendo a aquél, de facto, moverse en la dirección correcta, es un empeño tan engañoso, como inútil; es decir, una perdida de tiempo. Y lamento recordar, para general conocimiento, que, como acertadamente sentenció en su día el novelista brasileño Joaquim Machado de Assis, nosotros matamos el tiempo, pero él nos entierra. Más precisión, no cabe.

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