Nuestra Constitución se cocinó en lo más español del mundo: la sobremesa. Pactos, puros, copas, pan y aceite desde 1978. La base de la democracia
El pasado miércoles 6 de diciembre, día de la Constitución española, conducía por la autovía rumbo a un bocata de sepia con mayonesa. En la radio hablaba Marta Echeverría, en Hoy empieza todo de Radio 3. La sección que se desarrollaba se titulaba canciones del consenso y Marta, haciendo algún símil entre cocina y democracia, en vez de decir “coger la sartén por el mango”, dijo “mango” y algo sobre un desayuno. Cómo hemos cambiado: hace cuarenta y cinco años los padres de la Constitución desayunaban churros con chocolate en Casa Manolo, ahora rompemos el ayuno con porridge de frutas tropicales. Por la mañana churros y por la noche, croquetas de jamón, la especialidad de un restaurante asociado a los tejemanejes políticos por su proximidad al Congreso de los Diputados. Rajoy, por su parte, era de pedir chipirones en su tinta.
Los artífices de la Constitución se reunían en un piso situado justo encima del bar. Gabriel Cisneros Laborda, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé, Manuel Fraga y Miquel Roca y sus allegados llegaban a consensos y disensos en el restaurante adquirido a finales de los años 20 por Manuel Seijo, quien les subía pepitos de ternera y raciones de croquetas. Este no era el único establecimiento que frecuentaban: en la madrugada del 22 de mayo de 1978, en un reservado de la entreplanta del restaurante José Luis, cerca del estadio Santiago Bernabéu, el güisqui y los Ducados emborronaban el mantel y los rostros del diputado socialista Alfonso Guerra y el vicepresidente del Gobierno de la UCD, Fernando Abril Martorell. Debatían acaloradamente sobre la abolición de la pena de muerte y espero que también sobre si las bravas se hacen mejor en Madrid o en Barcelona. En una crónica del ABC publicada en 1979, Antonio de Obregón decía de este restaurante que tenía una carta «no es muy extensa, muy conveniente para el que no quiera pensar». En su texto destacó las judías con almejas, a 450 pesetas; el cocido, a 500; aunque y sobre todo la merluza chipironada (600 pesetas). Añade un apunte sobre el caviar iraní, a 32 pesetas el gramo: «Nótese que últimamente los restaurantes de moda sirven los alimentos de lujo por gramos».
De los 185 artículos de nuestra norma suprema, veinticinco se pactaron sobre la mesa del José Luis y fueron aprobados al día siguiente en la fase de comisión en el Congreso de los Diputados, explicó Miguel Ángel Alfonso en El Correo. El pacto del mantel se tejió en la clandestinidad, a espaldas de la prensa. A las siete de la tarde los políticos se adentraban en el reservado y no salían de allí hasta que tenían los dedos amarillos de la nicotina y los ojos rojos del humo. Como los colores de nuestra bandera. El responsable de atender la mesa —en palabras de un subordinado— pudo constatar que los creators eran «bastante sencillos a la hora de comer, no eran muy ostentosos. Algún día tomaban puchero, otro solomillo... A Alfonso Guerra le gustaba la merluza y a Abril el cocido madrileño».
Los Paradores de España son escenario de confabulaciones. En marzo de 1978, con los fríos primaverales, los parteros de la Constitución se reunían en el Parador de Gredos. Las memorias de Solé Tura lo recuerdan como un lugar oscuro y frío, pero donde se forjó una amistad. Sería frío, pero algún chuletón seguro que caería. Mejor Parador que convento, como creía necesario Carrillo para llegar a que se aprobara la Carta Magna. El hotel conserva una placa que homenajea las reuniones mantenidas en el Salón del silencio. Los turistas se hacen fotos con ella como si fuera una llama en un paisaje andino.
Lhardy, uno de los restaurantes más antiguos del territorio nacional, abrió sus puertas en 1839 en la Carrera de San Jerónimo de Madrid. Sus salones son testigos de los vaivenes políticos y desavenencias, de traiciones y declaraciones de amor. Algunas de las primeras reuniones constitucionales tuvieron lugar aquí, en la casa fundada por Emilio Huguenin Lhardy a la que el periodista Manuel del Palacio dedicó una quintilla satírica: “El que en su tienda repara / en apetito se enciende / y la vista no separa; / por eso lo que nos vende / cuesta un ojo de la cara”. Lhardy, originalmente pastelería, también tiene su sitio en las letras de Francisco Umbral: «Unos conspiran en las tabernas y otros conspiran en Lhardy. Se empieza en los tabernáculos obreros de Vallecas y se acaba dando una cena en Lhardy, porque todo el secreto de la vida nacional está en saltar de la taberna obrerista a Lhardy». Somos lo que comemos.