Se supone que somos una sociedad meritocrática. O al menos que la meritocracia es nuestro ideal: que todo el mundo debe ascender a la posición social que corresponda a sus talentos, independientemente de sus orígenes. En Alemania, este discurso usa como paradigma a la Putzfrau, la señora de la limpieza. El relato es conocido: supongamos a una persona que trabaja como auxiliar de limpieza. Quizás no sabe hacer otra cosa, o tuvo que dejar el colegio por causas ajenas a su voluntad, o los estudios se le daban muy mal, o es un inmigrante sin idiomas, el caso es que ha acabado fregando suelos. Limpiar suelos no es una vergüenza, al contrario, es un trabajo bastante más útil para la sociedad que unos cuantos mucho mejor pagados, pero no es un trabajo con mucha carrera profesional, desarrollo o prestigio. Y como lo puede realizar casi cualquiera y no hace falta formación, los sueldos suelen ser muy bajos.
Ahora bien, dice la teoría, imaginemos que esta persona tiene un hijo muy talentoso: inteligente, aplicado, trabajador, concienzudo, brillante. Y sería una pena que el hijo no pudiese desarrollar todo su potencial, ¿verdad? De modo que, dicen los defensores de la meritocracia, hay que garantizar mediante becas, desgravaciones e incentivos una mítica “igualdad de oportunidades” que haga posible el epítome del mito meritocrático: que el hijo del limpiador llegue a presidente del banco en el que su progenitor friega los suelos. Hasta aquí la mayoría seguramente simpatizamos: el problema es que el cuento no termina aquí.
Supongamos que este hijo, ahora firmemente sentado en el sillón de CEO de la corporación, tiene a su vez un hijo o hija. Y a este los estudios se le dan fatal, y no hay cantidad suficiente de profesores privados para cambiar esto. Vamos, que un sosegado juicio sobre sus capacidades nos hace concluir que este vástago solo podría aportar algo a la sociedad fregando suelos. Y eso ya sabemos todos que no va a pasar. Ascenso social sí, descenso social no.
Por usar un símil deportivo, para ascender de división hace falta talento, pero para mantener la categoría basta un equipo mediocre defensivo. Cosa que sí está al alcance de casi todos, especialmente si sextuplicas en presupuesto a los de la división inferior que aspiran a tu puesto. Por eso, en el fútbol hay montones de reglas para evitar que la diferencia de presupuesto dé demasiadas ventajas a los clubes ricos: limitaciones en los fichajes, el máximo de tres extracomunitarios, o que todos los clubes solo pueden alinear al mismo número de jugadores, para mantener la ficción meritocrática de que “son 11 contra 11”. Y aun así los tres clubes más ricos llevan acaparando el podio de la Liga desde 2012, y todas las victorias desde 2004, año en que ganó el Valencia CF (por entonces, casualmente, aún tenía un presupuesto superior al Atlético de Madrid).
Como todos somos los mayores hinchas de nuestros hijos, nuestro hipotético CEO hará cualquier cosa, literalmente cualquier cosa, para que cuando la baronesa de Beniparrot le pregunte por sus hijos en la boda del vizconde de la Narilarga no tenga que decirle “pues acaban de iniciar una ilusionante andadura profesional limpiando los retretes de las estaciones de servicio de la A-3 en el tramo entre Requena y Motilla del Palancar”.
Las herramientas para ello son de sobra conocidas: el padre pondrá dinero para montarles un “negocio”, generalmente alguna franquicia centrada en un hobby, y pondrá a alguien competente y discreto al mando mientras los hijos juegan a ser empresarios/emprendedores. O le buscará a su hija un marido rico que cuide de ella, o al menos a un apuesto hijo de familia bien venida a menos, pero con la cabeza más o menos en su sitio y dispuesto a tragar con la hija a cambio de acceso al dinero y las conexiones familiares para no tener que madrugar como un vulgar proletario. Un tropo que ha dado para rellenar media literatura universal… ¡precisamente porque es tan universal! Y por supuesto, siempre está el combo “herencia de casita en propiedad y dinero en el banco”.
Y así se desmonta el mito de la meritocracia, porque una cosa no va sin la otra. Si el hijo de la señora de la limpieza acaba presidiendo el banco, pero la hija del banquero no acaba fregando suelos, entonces la meritocracia, el “todos ocupamos el puesto en sociedad que nos corresponde por nuestros méritos”, es una farsa. Quien luche por que el hijo de la limpiadora tenga las mismas oportunidades que todos, pero no combate que la hija del banquero tenga oportunidades que no tienen los demás (básicamente, mediante impuestos a las herencias), no está defendiendo la meritocracia: le está haciendo un lavado de cara a un sistema disfuncional, donde una élite se perpetua y como mucho de vez en cuando abre la mano y deja ascender a alguien de las ligas inferiores. Para traer sangre fresca y como “prueba” de que el sistema “funciona” y que el ascensor social está abierto a todos.
Para los defensores de la meritocracia, Steve Jobs o Bill Gates serían los paradigmas de “billonarios salidos de la nada”, o al menos de familias no millonarias, que justifican la idea de meritocracia. Lo que ya se menciona menos es que Bill Gates ha preferido transferir el 99.9% de su fortuna a una fundación, dejándoles a sus hijos “sólo” 10 millones por barba. Muchos billonarios estadounidenses, de hecho, se han unido a una campaña filantrópica, The Giving Pledge, por la que se comprometen a donar al menos la mitad de su fortuna a la caridad. Es filantropía, pero también consciencia de que una sociedad a la larga no puede funcionar si las desigualdades por nacimiento, o las ventajas de correr “dopado” por la familia, exceden de un cierto límite. Hay un dicho que resume muy bien este ethos: “No es una vergüenza nacer rico – pero sí lo es morirse rico”.
En España, en cambio, el paradigma es Amancio Ortega, que hasta donde yo sé no tiene Giving Pledge, pero de vez en cuando dona dinero: a la Sanidad Pública o a las víctimas del terremoto en Turquía. Ortega encabeza desde hace años la lista de los más ricos de España. Por mérito, cabe decir. Si miramos el resto de la lista de los españoles más ricos, en cambio, salen personas de familia rica. La segunda, de hecho, es la hija de Amancio Ortega, y hasta 2013 lo era su primera mujer, merced al 7% de Inditex que le tocó en el divorcio. Entre los primeros 20, hay tres Del Pino y dos Roig Alfonso, amén de un montón de apellidos que nos suenan más por las páginas de papel couché (Koplowitz, Abelló, los “Albertos”) que por el trabajo duro. Y a todos ellos obviamente les interesa que la imagen pública de los millonarios sea la de un rico hecho a si mismo (“¡cualquiera puede lograrlo!”) que devuelve “algo”, por eso el nombre de Ortega siempre está en portada, y en cambio nunca vemos a Rafael del Pino y Calvo-Sotelo montado en un yate, aunque acabe de mover la sede de Ferrovial (una empresa cuyo crecimiento se ha debido históricamente a obra pública española) a Países Bajos para ahorrarse un 5% en impuestos. Se ve que ser la tercera fortuna de España no era suficiente.
Quizás es ingenuo creer que la gente no va a buscar siempre ventajas para sus hijos. El intento más consecuente de eliminar todas las diferencias de clase, el socialismo de corte soviético, fracasó entre otras cosas porque al cabo de un tiempo la gente veía que la nomenklatura del Partido siempre lograba colocar a sus hijos ventajosamente. Pero que una meritocracia pura sea inalcanzable no significa resignarse a volver al feudalismo, a la sociedad estamental, y en general a un mundo pre-1789. Porque esa es la alternativa que parece estar en la recámara para cuando la meritocracia ya no logre justificar la sociedad actual. Quizás ya no tengamos un Luis XVI de Francia, pero sí un mundo donde alguien como Elon Musk (que nos está dando en vivo y en directo una exhibición de su “mérito” y su “talento” con su gestión de Twitter) posee el PIB anual de Marruecos simplemente porque su padre era dueño de una mina de esmeraldas. Y el remedio, pues es el conocido: impuestos redistributivos, especialmente a las herencias, para garantizar un mínimo vital a todo el mundo, y equilibrar un poco la partida. O acabaremos con el equivalente social del Real Madrid alineando a 20 jugadores por partido.