Pasión en la vida, en la piel, en la cocina también. Ninguna otra cosa es tan nuestra
Un hombre puede cambiarse todo. Sus pantalones, su cara, el color de sus dientes. Puede inventarse una vida perfecta ("te inventaré un pasado sin mancha en el Madrid de los Austrias", cantaba Tino Casal) y decidir que la historia de su amor realmente pertenecía a un amor distinto pero, qué demonios, le gustaba para él mismo. Lo único que no puede cambiar es su pasión. Somos epidérmicamente únicos; solo nos afecta una caricia concreta.
En las últimas visitas a restaurantes de la ciudad he probado platos que podrían desvelar nuestras pasiones. O al menos una pasión que siempre debería estar ahí: la de las cosas que son nuestras y no de otros. En Sucar, esa salita de estar con muebles decapados que no hace mucho abrió el inmenso Vicente Patiño, me sirvieron sangre con cebolla y fue una maravilla. Un lujo pequeño, como un niño vestido con harapos cargando las maletas de una señora rica. Mi abuela se hacía (se hace) sangre con cebolla y yo recuerdo que me parecía una cosa muy extraña cuando era niño. Yo leía por entonces guías de cine gore de esas que escribía Jesús Palacios y todo me parecía tan asqueroso como estupendamente bizarro.
En Sofoko Food, un restaurante pequeñito cerca de Casa Montaña, en ese Cabanyal que de momento no intenta ser lo que no es, probé una pelota de puchero. De locos. Buenísima. Y es lo mismo, es una pasión propia. La pelota de los domingos. También una cazuela enorme de titaina (que si eso no es pasión de madre no sé entonces qué es) muy rica por, no sé, cinco o seis euros. Tenemos cosas que no nos merecemos a un simple paseo de distancia.
No sé si todas estas cosas se perdieron realmente entre arbustos de cilantro y fusión (lo de fusión siempre me sonará a flamenquito del malo) pero ahora desde luego están más a la vista que nunca. Un ajoarriero de garrofó en el restaurante del Trinquet de Pelayo; lleteroles en Anyora; un helado de turrón en Dolium -con un steak tartar, por cierto, que no tiene nada que envidiar a los que salen en las revistas-; incluso una ensalada de alcachofas y atún en el Canalla que, por alguna razón, me recordó a algunas mañanas en el barrio cuando el tiempo pasaba despacio y todos éramos más guapos, más jóvenes y más osados.
Hace ya algunos años leí el manga Kami no Shizuku (Las gotas de Dios), un cómic japonés dedicado al mundo del vino en un país donde no se bebe vino. Ni se bebe ni se produce apenas. Una cosa rara. Obviamente es un cómic y es excesivo (aunque para excesos vean Jojo's Bizarre Adventure, ahora en Netflix) porque allí todos lo son pero recurría a descripciones atípicas y absolutamente ajenas; cómo iban a definir un vino con recuerdos que no tenían. Así, un Château Mont-Pérant se comparaba con una canción de Queen, el Romanée Conti Echèzeaux del 85 era una mujer con un pelo negro más largo que su propia espalda, y los vinos blancos sonaban (sic) como la Sinfonía nº2 de Rajmáninov.
Nosotros no necesitamos nada de eso con la sangre, la pelota, la titaina y un montón de cosas más. Porque no nos remiten a cosas extrañas y ajenas sino a nuestra propia vida. A recuerdos de verdad. El sabor de una gamba no es el fuego ardiente de las montañas de Yucatán, es el sabor de nuestras gambas y punto. Las conocemos. Quizá sea aquel mediodía eterno en el Faralló, o el bautizo de tu hijo. Pero el recuerdo será pura piel, pelitos erizados.
Les hablo, por resumir, de la pasión por las cosas que reconocemos y hacemos bien. Por la que irremediablemente llevamos dentro. Que es una pasión que, a diferencia de otras cosas, no podemos intercambiar por ninguna otra.