Los debates electorales televisados se han convertido en un evento de campaña casi litúrgico de gran atractivo político para el electorado, que se ha consolidado en un número cada vez más abultado de democracias. Establecer una equivalencia entre el ganador del debate y el de las elecciones es prácticamente inevitable, aunque no necesariamente este silogismo es automático. De hecho, la evidencia empírica acumulada después de muchas décadas de investigación arroja un dato bastante sorprendente: los debates electorales televisados solo reorientan el voto de entre el 1 y el 3 por ciento de los ciudadanos. Esto no quiere decir forzosamente que los debates no tengan importancia, ni siquiera que no sean determinantes, únicamente subraya que los debates solo alteran los resultados esperados cuando la campaña electoral es extremadamente competitiva y se percibe una gran incertidumbre sobre el desenlace final.
¿Qué papel están jugando los debates en esta campaña estadounidense? Los debates representan la máxima expresión de la estrategia trazada por los equipos de los candidatos; es la puesta en escena de lo planificado para el desarrollo de la contienda electoral. Se trata del evento de campaña en el que más vulnerables son los candidatos, puesto que no tienen el control sobre las réplicas del adversario que, además, se producen en directo, sin ofrecer a ninguno de ellos la capacidad de reacción reposada. Esta fragilidad característica de este formato se ve potenciada por el papel casi interrogatorio que los moderadores de los debates asumen en Estados Unidos (no así en otros sistemas políticos Europeos). Asimismo, probablemente sea el acontecimiento de la campaña en el que los ciudadanos ponen más interés, puesto que tienen la oportunidad de escuchar a los candidatos posicionarse, argumentar y batallar sobre los temas prioritarios. Finalmente, es el suceso electoral que más atención mediática obtiene, quitando quizá los eventos más controvertidos.
En principio, los consultores suelen decir a sus candidatos que eviten en lo posible las estrategias discursivas polarizantes, porque eso introduce un riesgo innecesario que puede pasar factura en las urnas. En este sentido, los trabajos académicos apuntan a rehuir las interrupciones constantes y eludir los ataques desproporcionados (incluyendo insultos). Sin embargo, como prácticamente todo lo que dictan los presupuestos del marketing político, que persigue alcanzar los protocolos necesarios para ubicar al candidato en una clara posición de ventaja competitiva respecto a sus adversarios, hay excepciones sobrevenidas por la situación, el perfil de los candidatos, los issues de campaña o los ciclos electorales. Los debates, y la campaña en general, de este 2020 ha mostrado precisamente un caso excepcional, no solo por desarrollarse durante una pandemia mundial, sino por la peculiar impronta del presidente.
Los dos debates electorales que enfrentaron a Donald Trump y Joe Biden, ilustran perfectamente los elementos estratégicos de confrontación electoral propuestos e implementados por cada uno de los equipos. Por un lado Biden, ha intentado patrimonializar el discurso conciliador, moderado y sensato, que los presupuestos teóricos (y el sentido común) recomiendan, aunque en algunas ocasiones ha recogido el guante de las provocaciones del republicano (por ejemplo, llamando “payaso” directamente al presidente durante el primer debate, aunque disculpándose de inmediato, acusándolo de mentiroso o, incluso, mandándole callar en varias ocasiones de forma impetuosa). Por otro lado, Trump ha ido aumentando conscientemente la tensión de la campaña de la forma más controvertida, antes, durante y después de los debates. En concreto, el candidato republicano acusó de parcialidad política a los medios el día antes del segundo debate cuando, para evitar las interrupciones constantes durante el primero de ellos, se decidiera anular el sonido del candidato que no estuviera interviniendo durante el mismo. Igualmente, Trump abandonó unos días después el estudio durante su entrevista en 60 minutes, uno de los espacios más considerados y referentes televisivos de la campaña, acusando a la periodista Lesley Stahl de ser muy beligerante con él y demasiado suave con Biden.
Ante la apariencia de improvisación de las intervenciones de Trump, se esconde una maniobra consciente y planificada que, si bien a los ojos de los analistas y observadores políticos puede ser irresponsable por las consecuencias de fractura social, podría ser electoralmente efectiva al desmovilizar a las bases demócratas y movilizar a los suyos. Este planteamiento de maximización economicista de campaña nos puede ayudar a comprender algunas de las excentricidades del candidato republicano, que nos trasladan de forma inmediata al catálogo de rasgos claramente populistas. Trump ha sabido dosificar el despliegue de recursos emotivos durante el debate y, sin lugar a dudas, el miedo es el recurso más efectivo en este sentido. El enaltecimiento de los colores patrios a través de la delimitación de un enemigo común a combatir estuvo presente tanto en 2016 como ahora. Este componente antielitista se consagra en contra del establishment demócrata, que él no pierde oportunidad en denominar “los políticos de siempre”. También contra los medios de comunicación en general que sistemáticamente muestran una animadversión excesiva contra él y lo que él representa, según Trump.
La polarización aparece como uno de los elementos constantes que está vertebrando la campaña y, por supuesto, surge en cualquier momento de los dos debates televisados. Cualquier actor o evento potencialmente funcional para la gerencia de una campaña de estas características es rescatado en sus intervenciones. Lo que la presunta “invasión” hispana supuso en la campaña de 2016, ha sido completado por China (y su virus), las feministas del movimiento #metoo, o por los “comunistas” que salen a la calle a manifestarse por las intervenciones policiales desproporcionadas contra los afroamericanos. Trump no titubea si quiera a la hora de eludir una condena contundente contra grupos (criminales) organizados supremacistas, o coquetear con los “libertarios” negacionistas sobre de la pandemia, ni tampoco se ruboriza al apoyarse de forma supletoria en cualquier grupo polémico que le sea funcional. En definitiva, tal y como parodian en Saturday Night Life Alec Baldwin (Trump) y Jim Carey (Biden), el candidato republicano se siente asombrosamente más cómodo que su contrincante en este ambiente tenso, polarizante y controvertido.
Más allá de la esperanza marcada por las estimaciones demoscópicas, la gran participación electoral sospechada (reflejada por la magnitud del voto anticipado), la movilización prevista por algunas minorías como los hispanos y los afrodescendientes, y la aparente desesperación de Trump a la luz de la distribución geográfica de sus actos de campaña en estos últimos días, podrían mostrar que en política electoral no existen axiomas y las estrategias no siempre actúan en la misma dirección.
Óscar García Luengo es profesor Titular de Ciencias Políticas de la Universidad de Granada