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SILLÓN OREJERO

Dejar toneladas de cómics en herencia… y un fuerte olor a moho

Un artículo del New York Times pone de manifiesto la ansiedad de muchos coleccionistas de vinilos, figuritas, cómics o cromos que ven que, tras su muerte, todo su legado se venderá de saldo en cajas de cartón, porque la mayoría de sus familiares no saben ni entienden qué rayos han acumulado. Triste final para las colecciones que levantamos en la era analógica con genuina megalomanía 

27/11/2023 - 

VALÈNCIA. Yo corté por lo sano. Cogí los libros de ficción de mi biblioteca, los ensayos que ya tenía en digital y cómics que me sobraban y los bajé al metro. Luego fui a por los cedés. Separé más de la mitad y, de la otra, tiré las cajas y guardé el disco con su libreto en un álbum de cedés. Con los vinilos también actué como un cirujano de hierro, aparté como un cuarenta por ciento de todos los que tenía. Cogí todo eso y también lo bajé al metro. Dejaba las cajas en la entrada y duraban escasos minutos. Me alegré de que hubiese gente ansiosa por coger lo que yo tiraba. Así esos objetos tendrían una segunda vida, o no. Tal vez no tardasen en ir a la basura, pero yo tenía que mudarme.

Acumular objetos de la era analógica era un mal de nuestro tiempo. Lo que salvé, porque era demasiado doloroso para mí deshacerse de ello, lo metí en un trastero y dudo que vaya a bajar a verlo en muchos años. El trastero es la antesala de la basura, eso es incontestable. Sobre todo porque vivo a 600 kilómetros de donde está. Lo mismo ocurre con lo que más ocupa, los vinilos que salvé de la quema, ahora tengo unos 750 que no sería capaz de tirar, pero soy consciente de que no voy a pincharlos en la vida. 

Sí, ya sé que hay mucha gente que sigue dándole al formato físico y el vinilo es su vida. Lo entiendo, para mí lo fue. El dinero que me daban para comer en la universidad me lo gastaba en una consumición en El Boñar de León, que venía acompañada de un plato entero de paella –y cucarachas que caían del techo- y las vueltas, unas ochocientas pesetas, me solían dar para comprarme un par de elepés en Metralleta, Killers, Yunke y demás tiendas del centro de Madrid. Hacía eso dos o tres veces por semana. 

Eran los 90. Me compraba los discos por la portada. Me había agotado de escuchar metal y no me interesaba nada contemporáneo. Quería pasado. Todo antiguo. No tenía ni idea de rock clásico, pero desarrollé un instinto para saber por las pintas de los músicos si un disco era bueno o malo. Esa época es en la que mejor me lo pasé escuchando música de mi vida. 

Luego empecé a ir al FNAC a leer las revistas de gorra y empecé a enterarme de algo y saber mejor qué compraba. Más adelante, en la Biblioteca Nacional pude leerme los números antiguos de muchas de estas revistas y comprar con mis cuatro duros se convirtió en una aventura, era muy emocionante encontrar piezas que sabías que eran buenas, pero juro que no lo disfruté tanto como cuando compraba solo por la portada y la foto. Sin criterio ninguno. 

Después llegó eBay. Muchos de los discos que me más me gustaban entonces, por lo general, blues rock, hard rock y power pop de los 70, en Estados Unidos no los quieren ni como estuco. Los vendían a dólar o en lotes de diez dólares veinte. Ahí causé estragos. Me iba al aeropuerto a cambiar dólares para meter en sobres camuflados y comprar y comprar. 

Con el tiempo, tenía una colección de vinilo escalofriante para alguien entendido, con una mezcla de géneros delirante, un hazmerreír, pero era feliz y nunca he soportado el gusto musical estudiadito. Lo importante era que entonces no había nada más divertido que abrir unas botellas en casa y empezar a pinchar unos y otros elepés hasta el amanecer.

Mientas, seguía comprando religiosamente los cómics que iban saliendo de mis autores de cabecera y la constelación underground estadounidense. Pero hubo algo más, en ebay descubrí que no solo los yanquis vendían de saldo su cultura de hacía un cuarto de siglo, era más heavy en la ex Unión Soviética. Vestigios del comunismo había a punta pala. Compré objetos absurdos como un loco. Tengo una colección bastante interesante entre máscaras de gas, uniformes del Ejército rojo, las Fuerzas de Seguridad de la RDA, pisapapeles con motivos señalados u onomásticas, como una lámpara sobre el rompehielos nuclear Lenin. “Chupa más que la Feria de Abril”, dijo un amigo cuando la enchufé para asombrarle con su poderío. También pillé un reloj de la Luttwaffe con una esfera que marcaba las veinticuatro horas. 

Por no mencionar que en Alemania su ropa de los años 70 costaba un euro la pieza. Un mísero euro. Mi paypal echaba humo comprando prendas vintage. Fíjense si lo vintage daba igual entonces que propuse un reportaje a una revista de tendencias y me tomaron por el pito del sereno. Mucho han cambiado los tiempos ahora. Y los precios. Anoraks de ski de los 70, que yo compraba por un euro más gastos de envío, ahora cuestan más de 100 en la misma página, que ahí sigue desafiando el imperio de Amazon. 

Sí, acumulé muchos objetos. Diría que no sabía hacer otra cosa que acumular objetos y un día me asaltó la duda: ¿Ahora cómo le prendo fuego a toda esta mierda? No soy de engañarme y me adapté bien a la era digital, tengo más música de la que voy a poder escuchar, más libros y cómics de los que voy a poder leer y más películas y series de las que voy a poder ver. He logrado que el tiempo libre me dé ansiedad, porque siento que lo estoy perdiendo por no estar leyendo libros y cómics, escuchando discos y viendo películas. Porque siempre me faltan por ver y leer. Y son de mucha calidad. Es muy estresante. 

Y en ese estés ya no pintan nada mis objetos físicos. A veces veo los tacos de revistas, todas las CIMOC, todos los Cairo, todos los El Víbora, perfectamente ordenados en baúles que no tienen más función en esta vida que oler a moho. Por no entrar en ese trastero infernal, si quiero leer algo, me lo descargo. Y en Barcelona las comitecas de las bibliotecas públicas tienen todo lo que quiero y más. 

Entendí, en mi opinión, no juzgo a nadie, hablo de mí, que la acumulación tenía mucho de una especie de hipertrofia del ego. Y ahora no puedo verlo más ridículo. Hace unos años podía tener gracia, pero ahora lo analógico acumulado me suena a broma de mal gusto, a estar zumbao. Y aún así se me sigue acumulando mucho papel, que no sé qué hacer con él, y sigo bajando al metro de vez en cuando. 

Les parecerá una tontería, pero fueron muchos años de padecer una enfermedad mental. Algo que tuvo sentido en un tiempo pretérito, atesorar colecciones de material porque no se podía disfrutar de nada que no tuvieses previamente, pero quién me iba a decir que tener de repente no iba a valer para nada. 

En el New York Times he encontrado una versión de todo esto aún más cruda. La gente que es como yo y mi generación ya empieza a ir palmando y mucha peña se encuentra con los marrones que deja.  Maggie Thompson, de 80 años, ex editora de Comic Buyer’s Guide, dice amargamente en el reportaje que cuando mira a su habitación es consciente de que cuando muera su familia no sabrá qué narices es todo eso que ha acumulado. Cuando falleció su hermano, dice, su familia se pasó meses lidiando con los cómics que había dejado. 

Enternecedora es la situación de Karl Heitmueller Jr, de 58 años, que no tiene a quien legar su colección de figuritas de Superman, porque todos los que pueden apreciarla tienen su edad y morirán con él más o menos. Parece que ahora muchos coleccionistas, a tenor de este artículo, afrontan una doble ansiedad. Si al principio es acumular, luego es qué será de la acumulación una vez que ellos no estén. Tratan de dejarlo atado y bien atado, en un impuso acumulador que desafía la eternidad. Es la inmortalidad de los acumuladores. Un nuevo credo con la vida eterna como destino, pero de los objetos, no del creyente. No se me ocurre religión más tonta, pero somos los que hicimos famosos a Nirvana.

El artículo está adornado con ventas millonarias de objetos coleccionados. Ya le digo yo a usted que cuando sus hijos vendan sus cajas de cartón llenas de cosas lo van a hacer al peso. Dese con un canto en los dientes si no se trata solo del trapero y el que se hace con el lote tiene algo de idea de qué contiene, si sabe distinguir si son libros o tebeos. No dejo de pensar en un excepcional periodista que entrevisté, tenía su casa divida en dos, la mitad la ocupaban sus discos, estaban en unas estanterías que apenas se podía pasar entre ellas. Media casa. Con el precio del metro cuadrado me pareció sobrecogedor dedicar tanto a lo inerte.

La cultura enriquece mucho al ser humano, sí, y en la era analógica, a su megalomanía. 

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