Hay un momento en la vida en que los hijos empiezan a educar a los padres, los estudiantes a los profesores y, en general, los jóvenes a los adultos. El mundo cambia rápidamente y, a partir de cierta edad (diferente en cada uno), todos nos quedamos estancados en nuestras inercias y creencias. Son los adolescentes los que deben ayudarnos a reinterpretar y matizar el presente. Porque el presente es volátil. Porque el presente ya no es aquel que vivimos sino uno nuevo con otros intereses y realidades.
En algunos momentos históricos como el que estamos viviendo, tras un cambio de edad propiciado por la revolución digital, la diferencia entre padres e hijos es grandísima. Los adultos, por ello, deben estar dispuestos a desaprender lo que tenían por seguro, ya que los más jóvenes habitan un mundo diferente. Por citar algunos cambios a grosso modo: lo virtual es una forma de ser y habitar que ya forma parte de sus espacios cotidianos, el concepto de identidad (y por lo tanto de género y sexualidad) se ha hecho más fluido, la oralidad prima sobre lo escrito (Youtube, podcast, streamers…), su idea del futuro tiene que ver con la incertidumbre y el cambio constante (precariedad laboral, habitualidad del divorcio…), etc.
Esta nueva realidad no debe ser entendida como un problema sino como un reto para evolucionar que además nos enriquece como personas y nos conecta al presente. Porque envejecer es ir desconectándote, ir viviendo en un mundo que ha dejado de existir, juzgando el hoy desde una mirada del ayer. ¿Alguien pretende ir al museo de arte moderno Reina Sofía a observar los cuadros como los observaría si estuviese en El Prado? Sería absurdo porque no entendería nada. La forma de apreciar un óleo de Velázquez no tiene nada que ver con la forma de apreciar el váter de Duchamp, una obra de Pollock, una exposición de arte povera o una performance. Estos últimos requieren de unas claves para interpretarlos menos obvias que los cuadros clásicos. Es difícil disfrutarlos si no sabemos dónde poner el foco. Si no somos capaces de traducir el lenguaje con el que sus signos se comunican con nosotros.
Una anécdota personal: en mi juventud empecé a ir a museos y cada vez que me colocaba frente a un lienzo de Tàpies me preguntaba qué interés podía tener aquello. Me gustaban otros autores españoles del siglo XX como Dalí, Picasso y Miró pero Tàpies, a quien los críticos consideraban casi tan importante como los tres anteriores, me dejaba frío... Podría haberme quedado ahí y ahora diría en cada conversación que Tàpies es un artista sobrevalorado. Con cara de listillo: Ejem, Tàpies es un artista sobrevalorado. Pero como no me creo mejor que los expertos, asumí que era yo el que estaba perdido y comencé a investigar: un par de libros y documentales después me convertí en un gran fan del pintor catalán. ¡Ya sabía cómo mirar y leer sus cuadros!
Algunos lo negarán, pero la emoción estética se parece bastante al paladar: hay que ir desarrollando su gusto. Y aunque muchos dicen que la verdadera obra de arte no debe ser explicada sino sentida, la realidad es que desde niños nos han dado claves para entender y valorar correctamente las obras clásicas, así que estas parten con ventaja.
Es importantísimo aprender a mirar. Quien no mira bien no ve bien: desenfoca, malinterpreta, se equivoca. Crecemos y acabamos criticando el presente con ojos del pasado. Confiados por la edad, las lecturas o las vivencias nos creemos legitimados para criticar el mundo y la cultura de los jóvenes cuando a menudo es justo la edad, las lecturas y las vivencias las que nos alejan de su mundo. Creemos saberlo todo ya sin darnos cuenta de que esa realidad de la que conocemos bien sus lógicas y estéticas ha desaparecido.
Pero algunos, más cabezotas, no quieren admitir los cambios. Se dicen que no son ellos los que están desfasados, sino que los jóvenes hacen las cosas mal. Solamente porque no las hacen como la generación anterior. ¿Se imaginan un mundo que sigue siempre igual? Menudo estanque de podredumbre si no corriera el agua.
No es casualidad que “estancarse” venga de “estanque”.
Así esas personas estancadas acaban oliendo a podrido por dentro, sobre todo porque no dejan de abrir la boca para quejarse, llenándolo todo con su hedor.
Yo no soy padre pero soy profesor. De lengua y literatura. Y sé que debo enseñar a mis alumnos pero también dejarme enseñar por ellos. Es un esfuerzo, claro, pero considero que si no lo hiciera no estaría realizando bien mi trabajo por lo que me dejo recomendar youtubers, podcasts, series, grupos musicales y libros. Me metí en el Fortnite para saber cómo era ese lugar en el que pasaban tanto tiempo. Me hice una cuenta de Tik-Tok solo para descubrir cómo funcionaba y cuál era su lógica interna. Me tragué casi todas las pelis de Marvel para conocer la mitología que les sirve como referente. Escucho la música que me recomiendan con orejas desprejuiciadas... Estoy convencido de que nada es mejor o peor, que es una cuestión de perspectiva. Yo me crié con el rock y ahora prima la electrónica, el hip hop y los ritmos latinos. Investigando, porque como ya he dicho creo que forma parte de mi trabajo de profesor (y de persona que no quiere pasarse el día quejándose por la degradación de los tiempos) me he hecho muy fan de las batallas de gallos. Es difícil que un amante de la literatura no se quede atrapado en estas batallas de improvisación que usan elementos formales de la lírica (ritmo, rima y recursos literarios), rasgos de oralidad similares a los del mester de juglaría, y que provienen de una tradición milenaria de literatura oral cercana (por poner un ejemplo defendido por Borges aunque hay mil) a las payadas gauchescas del siglo XIX.
El problema es que no nos acercamos a ello por alguna razón que tiene que ver, en ocasiones, con cierta prepotencia de que ya lo sabemos todo y de que no van a ser los chavales justamente los que nos enseñen algo. ¿Con esas pintas que nos llevan qué nos van a enseñar? Y de esta manera acabamos por no saber quién son realmente los jóvenes. Qué quieren. Cómo se relacionan. Qué los motiva. Cuál es su gusto estético…
Al dejarlos a ellos atrás dejamos atrás el mundo que viene…
Sinceramente: si no soy capaz de hablar de los héroes marginales del Romanticismo a partir de la serie La Casa de Papel y del augurio en la poesía lorquiana a partir de los primeros versos de Malamente, tengo la sensación de que no estoy haciendo bien mi trabajo. Ser profesor o ser padre consiste en tender puentes entre el pasado y la tradición con los nuevos tiempos. En enseñar y dejarse enseñar para crear esa conexión que es la base de la verdadera educación.
El reto es complicado, porque los referentes cambian rápidamente y en dos o tres años es probable que ya no pueda hablar de La Casa de Papel o de Malamente porque ningún adolescente los conocerá. Y tendré que buscar nuevos ejemplos que entiendan.
¡Importantísimo ir reciclándose para llegar a ellos, que entran al instituto con un bagaje cultural pequeñísimo y superacotado en el tiempo!
A ver, cuento todo esto por un tema muy personal: mi último artículo sobre la lengua de Rosalía me ha traído muchísimos insultos y descalificaciones. Todo porque se me ha ocurrido contextualizar a una cantante que usa bases latinas y lleva las uñas largas en una tradición de idiolectos literarios donde incluí a Góngora y a Valle-Inclán.
Ya he aprendido que eso no se debe hacer. ¡Sacrilegio! Que parte de mi generación ha envejecido agarrándose a sus creencias con fuerza y nunca va a admitir que los jóvenes hagan las cosas de otra forma. Porque otra forma es mal. Porque lo latino no es música. Porque la ropa ridícula solo vale si es del punk de su juventud. Porque los juegos con el idioma solo valen si los hacen los ultraistas como Huidobro.
Como me dijo la semana pasada mi amigo Martín: Motomami es el disco que me convirtió oficialmente en un señor.
Él admite (como yo hago también pues es una obviedad) que ya se nos escapan algunas cosas del mundo que viene pero que no por ello es mejor ni peor. Es el suyo. Dejémosles hacer. Dejémoslos vivir a su manera.
Y dejémonos enseñar por ellos. Aunque sea un solo un poco para entender a mirar sus Tàpies. ¡Igual hasta nos sorprenden si paramos un rato de quejarnos y los escuchamos!
Estoy seguro de que sí. También estoy seguro de que algunos no van a escuchar a las nuevas generaciones porque ya lo saben todo… ¿qué les van a enseñar a ellos, tan listos como son?