Así de pulverizador se expresaba en unas declaraciones el filósofo francés Serge Laotuche: la gente feliz no necesita consumir. Tal punzante afirmación fue llevada a la práctica por dos personajes de novela en el pasado, Henry David Thoreau y Christopher McCandless. A ambos les separaba en el taconeo del tiempo un arrabal de 150 años. Thoreau sembró el XIX. McCandeless cultivó el XX ¿Locos o aventureros? De pasaporte norteamericano, estos Indiana Jones en conciliación personal con la naturaleza acabaron ausentándose de la agenda social comunitaria en dos períodos del almanaque. Aislados en los bosques, el confinamiento del primero en Walden abarcó un periplo de dos años, dos meses y dos días. Mientras que él segundo tan solo peregrinó 113 días por la caravana de la felicidad. McCandless, antihéroe de la globalización, desahuciado por una necesidad vital, incomprendida, por las secuelas de un planeta mercantilizado, vivió al raso en el corazón de Alaska. El joven en vasta sintonía con la madre patria, la tierra, se dejó envolver en una aventura personal e intransferible tras un delirio de crisis existencial causado por un mundo acicalado de bienes y servicios. Extrema acción que acabaría cavando el latido de su propia existencia.
En los últimos días de su corta y vibrante vida, antes de desfallecer, legó a las hemerotecas unas estremecedoras palabras escritas en el menhir de su magic bus. La felicidad es solo real cuando es compartida. Seguimos confinados en el cansino relato de los ochenta. Me aburre. Cuando las claves, en respuesta a los imperdonables errores cometidos por el continuo goteo de chapapote vertido sobre nuestro planeta flotan en los años noventa. Ahí se encuentran las respuestas, a modo de salida de emergencia, para resolver los considerables y nocivos efectos de esta profunda crisis, sugerencias arrojadas a la papelera de reciclaje tras el cambio de siglo. Resultando la conversión de pesetas a euros, o a un 11-S que restringió nuestras libertades en los desplazamientos, y la creación de las hipotecas basura que achicaron los bolsillos dejándonos ahora este marrón, el Coronavirus, que quizás mute en el futuro sobre nuestras interactuaciones. Ya no vivimos en las polis donde habitualmente vivimos. Navegamos a la velocidad de la luz, como algoritmos escaneados de la realidad natural del origen de la especie humana, el contacto. La tecnología controla nuestras voluntades, vigila las experiencias y marchita las emociones.
Permítanme hoy sábado ser pesimista. Mañana lo decidiré según salga el sol, ya que el señor Fernando Simón no puede facilitarme el parte médico diario por estar apresado a merced de la construcción de su propio relato. Espero su pronta recuperación. Y la culpa no solo es del capital, como se atreven a pronunciar reiteradamente, como un disco rayado del restaurado tocadiscos los duros de mollera, que siguen desempolvando de las viejas estanterías de las bibliotecas la leyenda de Karl Max. Si seguimos así, globalizando el confinamiento, pereceremos, abrazando la soledad y experimentando en la ciencia interminable la búsqueda de una vacuna, al estilo profesor Bacterio, con un rifle de asalto en mano y emulando a Will Smith en Soy leyenda. Aquel joven actor que nos entretenía al mediodía cuando nos reuníamos a la mesa, en familia, con nuestros mayores y le dábamos al plato con la cuchara. Ahora, reseteados por una situación forzada volvemos a saber comer, vivir mejor. La culpa de todo lo ocurrido es nuestra, y solo nuestra, del ser humano, en todas sus áreas y vertientes, por no aplicar correctamente las herramientas posibles que nos ha brindando la naturaleza, mordidos por amasar en exceso la levadura del capital zancadilleando el regreso del pan doble a nuestras paneras.
Quién no conozca a Henry David Thoreau aún está a tiempo. El saber no ocupa lugar. Abrigados por la manta digital, la lectura de Walden nos calentará interiormente, reduciendo el pesimismo, minimizando los daños y aperturando un camino a la esperanza. Lo escribo por aportar un granito más a la situación de excepción que vivimos tras el creciente aumento de tanto variopinto telepredicador especializado en alimentar sin ingredientes la sesera de las personas ¿Qué quieren que les diga? respeto el trabajo de todos, pero Thoreau fue un ejemplo de superación, supervivencia, sacrificio y espíritu. Y pese a mis coqueteos con la filosofía budista, no creo en la reencarnación, pero como anécdota Thoreau se despidió el mismo día de mi natalicio – por el momento mi cumpleaños es el mismo día que el del año pasado- y escribo la columna a la misma edad (44) con la que murió. No sé si es un modelo a seguir, pero Walden es un ensayo autobiográfico que se debe paginar una vez en la vida y quizás, es el adecuado en este tiempo posibilitado por el ayuno y la oración. Tampoco puedo despedirme sin concluir la opinión publicada aconsejando a mi tocayo, el presidente Sánchez, una película genial, Bienvenido Mr. Marshall, del universal cineasta Luis García Berlanga, para lidiar las tensiones soportadas por el temible y terrible Covid-19. La de los creadores del Cobi-92, Volver a empezar, llegará más tarde, una vez finalice la definitiva reclusión. Y animarle a que no desfallezca en su empeño, musculando la épica y rebobinando en el tiempo la hazaña del gol de Andrés Iniesta en Sudáfrica. Los tulipanes siguen jodidos desde aquella gran victoria colectiva ¡Sé fuerte Pedro!