La Dana supondrá un debate –o eso espero– sobre si nuestras ciudades están preparadas para la emergencia climática. Si están listas para cuando fenómenos extremos, que antes ocurrían cada mucho tiempo, ocurran de forma más habitual. Es decir; si, hoy, están listas para ya.
Pero no solo adolecen de preparación para la catástrofe nuestros planes urbanísticos, infraestructuras o servicios, también lo hace nuestro momento político.
Y digo nuestro momento. No digo nuestro sistema, ni nuestro régimen democrático, que en situaciones parecidas ha conseguido evitar daños irreparables, como los que ahora se han producido. Basta recordar la gestión de la Dana en la Vega Baja en 2019.
Me refiero a nuestro estado de emoción política.
Las situaciones de angustia y dolor tensan las costuras de la confianza colectiva y, creo que, la elasticidad de nuestro tejido democrático es, ahora mismo, escasa. La resistencia ante el fracaso de un gobierno o de un gobernante es muy débil. No porque tengamos más posibilidades que antes de que un gobernante se equivoque gravemente, sino porque nuestra capacidad para superar sus errores es menor. Incluso los más trágicos, los que suponen 223 muertes.
Hoy corremos el riesgo de que una negligencia evidente, como la de Mazón ausentándose de la reunión de emergencias y retrasando la alerta a la población por encontrarse en una comida, produzca un efecto político mayor y más peligroso que la perdida de confianza en quien no la merece.
Porque nunca la democracia previene los fallos, ni los más trágicos, pero sí que debe permitir asignar responsabilidades, obligar a rendir cuentas y permitir realizar cambios. También que esas responsabilidades, esas cuentas y ese cambio se demande por una parte de quienes, en otro momento, otorgaron su confianza. Necesita que gente identificada con la derecha exija responsabilidades a políticos de derechas y que la gente de izquierdas haga lo propio con los suyos.
Por eso, la salud de la democracia no está en convertirse en una estación de destino, donde sea imposible cambiar de parecer, sino en actuar como vía por la que ir conduciendo estados de ánimo, opiniones y nuevos acuerdos, que sustituyen a los anteriores. Por eso, la democracia se construye sobre el derecho a ganar, pero también sobre la necesidad de perder. Que es la obligación de cambiar.
Pero para eso, necesita funcionar sobre un esquema de diferencias no enemigas. Necesita polarización ideológica, pero no polarización emocional.
Porque no es lo mismo pensar diferente sobre algún asunto público, que vivir en un terreno de identidades de grupo exacerbadas, donde se divide entre amigo y enemigo. O, dicho de otra forma, no es lo mismo pensar que la política de un gobierno es mejor o peor, que naturalizar que se considere ilegítimo a un gobierno solo porque es de los otros, pese a que haya sido elegido democráticamente. Mientras la polarización ideológica es necesaria porque canaliza sociedades en las que pensamos distinto, la polarización emocional es peligrosa porque implica que el debate entre esas diferencias es imposible. Porque ya solo importa ganar o perder respecto al otro.
Y lo que aplica a construir, también aplica para asumir errores. Por eso, no es casualidad que, cuando la polarización emocional tiene más peso, sea más difícil que se produzca la rendición de cuentas. La política no tiene matices, ni puede permitirse grises.
Y yo quiero hacer un alegato a favor de una derrota necesaria de Carlos Mazón. Una derrota positiva. No porque sea de un partido diferente al mío, sino porque comparto sociedad con él.
Una derrota positiva para el conjunto, porque no podemos estar tranquilos ante cualquier emergencia o situación difícil con este gobierno, tras lo ocurrido. Pero, sobre todo, porque ayude a preservar la democracia y el autogobierno valenciano, del cuestionamiento por su mal funcionamiento, bajo los mandos de un gobernante concreto. Que quite el tapón a una indignación colectiva que debe canalizarse hacía la posibilidad de generar una nueva etapa y no frustrarse contra el muro de la falta de asunción de culpas.
Porque cuantas más personas se encuentren enfadadas, aunque sea de forma legítima, más difícil es que se encuentren terrenos comunes. Y la presencia de los irresponsables aún en sus cargos es un elemento de tensión evidente. Basta el ejemplo del funeral en la catedral de la semana pasada, donde víctimas abandonaron el espacio para no compartirlo con el President o le entregaron una foto de una persona fallecida tras la que se leía asesino.
Creo que solo desde el interés de quienes quieren una sociedad hooliganística se puede defender la continuidad de Mazón al frente de la Generalitat. Y la democracia puede sobrevivir a unos cuantos hooligans, pero no a que la propuesta desde sus instituciones sea hooliganizar la comunidad. Sea polarizarla más emocionalmente.
Ese es el efecto de su continuidad. Que los valencianos y valencianas perciban que, para quienes detentan el poder, es más importante defender a uno de los propios que el buen funcionamiento de la autonomía. Incluso en algo tan básico como salvar vidas en una catástrofe.
Y con eso se rompe una frontera. Se promueve, desde el poder, que todo vale por el mantenimiento del propio poder. Se prescribe que, ante todo, lo más importante es salvar a los tuyos. Se defiende que, sea como sea, el objetivo fundamental es ganar a los otros.
Se dibuja un escenario de reconciliación imposible entre quienes se identifican políticamente como diferentes. Y, sobre todo, entre quienes dejaran de identificarse con unas instituciones que les fallaron y no dan muestras de querer corregir errores, si es a costa de que un grupo asuma perder. Se trata de proteger un partido a costa del sistema democrático.
No hay nada más antisistema que eso.
Ni tampoco hay una mirada de largo alcance, porque acabará provocando que muchos ciudadanos y ciudadanas, también votantes del Partido Popular, cruzaran puentes hacia posiciones genuinamente antidemocráticas. Antisistema de raíz, no de interés coyuntural. Pero aún es más grave que muchos ciudadanos y ciudadanas, de cualquier ámbito político, verán más difícil confiar en el diferente.
Por eso defender que Mazón debe abandonar el cargo de President no es faltar a la unidad necesaria en una situación dolorosa, sino volver a hacerla posible. Tampoco que lo defienda alguien del Partido Popular debería ser visto como una traición, sino como la toma de conciencia sobre que es lo mejor en el medio plazo. Para todos, pero también para ellos.
La asunción de responsabilidades es un elemento esencial para mantener la confianza. Y la confianza en democracia, también, es confiar en que el otro hará lo correcto. En que pensamos diferente, pero tendrá un comportamiento ético.
La petición de que Mazón dimita no es un alegato partidista, es un grito en favor de salvar la confianza en nuestras instituciones. El autogobierno y la democracia valenciana importan más que él.