No podemos desatender el patrimonio histórico. Menos aún cuando nos hemos gastado un dineral en su recuperación. Y si además lo hemos reconocido como símbolo del Pueblo Valenciano pues…
Durante más de veinte años, el Monasterio de Santa María de la Valldigna, ubicado en Simat de la Valldigna (La Safor) y mandado construir por el rey Jaume II en 1298, ha sido en la etapa estival motivo de mis visitas. Al menos en un par de ocasiones cada mes de agosto. No sólo por su belleza y monumentalidad sino porque de esta manera y de un año a otro esos acercamientos de proximidad permitían tomar nota y ser testigo de cómo iba evolucionando su recuperación patrimonial. De paso garantizaba un buen reportaje o dos para el regreso a la actividad periodística.
Así que, puedo decir que he sido testigo crítico pero también constructivo de su evolución y hasta cronista inesperado de su realidad, aunque la Generalitat ya en manos del PP censurara mi firma del panel explicativo que da acceso al centro pero mantuviera como uno de sus elementos visuales y explicativos principales uno de los artículos a los que hacía referencia. Mi queja de esa censura objetiva no sirvió de nada, salvo unas ridículas disculpas, o sea “un simple error”. No es bueno ser crítico con el poder. Por suerte, el trabajo de todos esos años queda en la Hemeroteca, que es lo importante, frente a tanta mezquindad.
Lo bien cierto es que, al margen de vanidades de turno, soy un auténtico admirador de este monumento que debería ser parada obligada para todos los visitantes a la comarca que lo alberga y motivo de desplazamiento obligado para turistas, ciudadanos y estudiantes.
Sin embargo, este verano aunque sabía que los trabajos de recuperación inmueble y arqueológica habían estado paralizados por las circunstancias, me topé con sus puertas cerradas. No así la pequeña iglesia lateral en la que se estaba acondicionando el piso.
Al preguntar al guardia de seguridad apenas me confesó que así lo había determinado la Generalitat. Cosas del virus, añadió. Me sorprendieron las explicaciones porque no sólo los monumentos de las principales ciudades y poblaciones ya estaban abiertos desde hacía semanas, sino porque no se facilitaba explicación alternativa coherente. No colaba ya lo del Covid. El complejo es tan grande y sus visitas tan justas que casi es imposible cruzarse con alguien durante el recorrido por sus mágicos e inmensos espacios. Es más, no hay nada que tocar salvo piedras.
Ahora ha salido a la luz otro motivo: el monumento en el que se ha gastado un porrón de millones, tanto la Generalitat como fondos europeos y ha devuelto cierto esplendor al cenobio, sufre problemas de conservación y hasta desprendimientos. Incluso, para colmo, le ha crecido una higuera en la cima del campanario de su espectacular iglesia del XVIII.
El monasterio cisterciense, o lo que quedaba de él debido al abandono y leyenda negra, fue expoliado durante décadas hasta que la Generalitat Valenciana presidida por los socialistas lo adquirió a comienzos de los noventa A partir de ahí se inició un lento proceso de recuperación acelerado a la carrera en manos de los gobiernos populares.
Bien es cierto que la entidad que llevaba la gestión del mismo, la Fundación Jaume II El Just adscrita a la Consellería de Cultura hasta la llegada del Botànic, hizo cosas fuera de toda lógica, o que allí la Generalitat efectuó gastos inconsecuentes en caprichos faraónicos para contentar a los presidentes autonómicos populares. Hasta el extremo de que uno de ellos, Francisco Camps, lo llegó a declarar en Corts, como así lo dice el propio Estatut d’Autonomía, "templo espiritual, histórico y cultural del antiguo Reino de Valencia e , igualmente, símbolo de la grandeza del Pueblo Valenciano reconocido como Nacionalidad Histórica". El mismo artículo añade que "la Generalitat Valenciana recuperará, restaurará y conservará el monasterio (...) y una ley de Les Corts determinará el destino y utilización del monasterio como punto de encuentro de todos los valencianos y como centro de investigación y estudio para recuperar la historia de la Comunitat Valenciana". No entraré a valorar esa prosopopeya demodé por respeto al Pueblo Valenciano, como nos define el texto.
Una de las primeras medidas que adoptó el Botànic fue liquidar la fundación a su cargo. El agujero económico era tal que mejor dejar para el olvido su destino. Hasta ahí, de acuerdo. Pero llegar hasta extremos como los que hemos alcanzado no resulta frívolo, ni una temeridad sino una irresponsabilidad, como así ha considerado la propia Mancomunidad de la Valldigna, poco sospechosa en cuestiones ideológicas, que también ha denunciado que el mantenimiento del complejo ha desparecido.
No voy a entrar ni apuntar culpables -se darán por aludidos-, pero sí he de recordar que continuamos viviendo de los saraos pasajeros y desatendiendo el patrimonio histórico artístico, como si los proyectos heredados estuvieran de más pese al gasto efectuado con anterioridad, acertado o no. Menos aún cuando se trata de patrimonio histórico, o como si el asunto no fuera con el actual gobierno. Hay que ser más serios y estar a la altura de las obligaciones políticas y patrimoniales. O a lo que toca. Esto no va de bandos, que es a lo que nos están acostumbrando con esas ocurrencias de brasero y toquilla.
Menos humo y saraos que no competen a algunas ramas institucionales, llámese Dirección General de Patrimonio, Secretaría Autonómica de Cultura o Conselleria de Cultura en toda su extensión, y más planes y proyectos a corto y largo plazo. Sobre todo porque ya nos lo hemos gastado y sólo nos falta abandonar a su muerte. La historia o el patrimonio histórico no debería tener color político. ¿O sí?