Con el inicio de año, nos hacemos una lista de propósitos que no van a ninguna parte. El terreno alimenticio está abonado de incumplimientos a escala macro y micro
El único consumo sostenible es no consumir. Pero como por nutrición y por capricho, no podemos resistirnos a intercambiar dinero por alimentos, no decimos no a ese repartidor que nos trae raciones de calorías vacías u otros tantos platos más nutritivos que podríamos cocinarnos sin demasiado esfuerzo ni coste cognitivo.
Hace cuatro años, la Comisión Europea junto al Instituto Griego de Transporte en Tesalónica, hacían un cálculo para dar con qué porcentaje de gases de efecto invernadero procedían de los repartos de última milla, entre los que se encuentran los de comida y bebida. Entre un 20 % y un 30 % (cifras precovid) procedían de esta fuente. La Comisión, en un intento —supongo— de no frenar la rueda, mentaba una serie de startups dedicadas al reparto con drones. De momento, y menos mal, en el cielo de València solo hay palomas y otros animales sinantrópicos —la fauna que se ha adaptado a los ecosistemas urbanos o antropizados, como las gaviotas que gustan de los restos de los bocatas de la merienda—.
Aunque el delivery llegue en bicicleta, en poco sostenible se queda (además de que cabría revisar la situación de los trabajadores. La Ley Rider lleva un año en vigor y los pulsos y zancadillas que recibe por parte de las grandes empresas de reparto son constantes). La entrega a domicilio de comida, llamada Food as a Service, supone la instalación de cocinas industriales en zonas urbanas donde producen actividades molestas; un aumento del tráfico rodado; pérdida de la riqueza gastronómica a través de menús uniformes y una huella de carbono del tamaño de un hamburguesa de esas testosterónicas que salen en Crónicas carnívoras y sus versiones homólogas. Desde Australia estiman que solo los envases de un solo uso de todas las entregas realizadas en ese país durante 2019, alcanzaron las 5.600 toneladas de CO2 al año. El total absoluto del CO2 en dicho país en ese período fue de 406,760 toneladas.
Si por una parte, un porcentaje de la población se ‘esfuerza’ (es decir, se acuerda) de llevar una botella con agua y llevarse al trabajo o a clase su tupper de paella del domingo, pero por otra parte en los parques y jardines afloran las bolsas de delivery y sus envases manchados de salsitas, ¿en qué queda la operación?
El paso de los años no se detiene y la fecha límite de cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 está más cerca. Los ODS, además de ser un logo con el que llenar carteles institucionales y programaciones didácticas de primaria y secundaria, “plantean respuestas sistémicas a una visión global e interrelacionada del desarrollo sostenible que afronta cuestiones tan importantes como la desigualdad y la pobreza extrema, los patrones de consumo no sostenibles y la degradación ambiental, el reforzamiento de las capacidades institucionales, así como procesos de solidaridad global novedosos que los ODM descuidaron. Y todo ello se hace desde perspectivas metodológicas renovadas, no exentas de retórica hueca y ambigüedad deliberada, que requieren cambios de gran alcance a nivel mundial, mediante una acción internacional concertada que no parece formar parte de las prioridades actuales. Todo ello, además, mientras la comunidad internacional se ha ido dotando desde hace décadas de importantes acuerdos recogidos en diferentes cumbres y conferencias de las Naciones Unidas en las que se han identificado los ejes fundamentales para el desarrollo sostenible, pero que han sido sistemáticamente incumplidos por la mayor parte de los países firmantes”. Esto lo firma Carlos Gómez Gil, Doctor en Sociología y profesor de la Universidad de Alicante, en el número 140 de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, y se titula ODS: una revisión crítica.
El ODS 2, “Poner fin al hambre”, tiene como meta poner fin al hambre y asegurar el acceso de todas las personas, en particular los pobres y las personas en situaciones vulnerables, incluidos los lactantes, a una alimentación sana, nutritiva y suficiente durante todo el año al mismo tiempo que asegura la sostenibilidad de los sistemas de producción de alimentos y mantiene la diversidad genética de las semillas, las plantas cultivadas y los animales de granja y domesticados y sus especies silvestres conexas. Según la ONU, el 75 % de las variedades agrícolas del mundo se perdieron entre los años 1900 y 2000. Pero las semillas se distribuían antes de que existieran bancos y asociaciones como Llavors d’ací, que desde el 2007 trabaja para la promoción y la conservación de la biodiversidad agraria valenciana. Mediante la zoocoria, la dispersión de los propágulos en la que el vehículo que realiza el transporte es un animal, las semillas viajaban y se propagaban. Para que este transporte ‘gratuito’ tenga lugar, no puede haber una pérdida de la diversidad animal y, a nadie le sorprenderá, con el cambio climático está sucediendo.
Para este fin de semana, se vuelven a esperar temperaturas alrededor de los 20º.
“No parece correcto afirmar que los ODS sean la Agenda del Desarrollo más novedosa jamás construida en la medida en que buena parte de sus objetivos y metas sustantivas provienen de acuerdos, cumbres y conferencias internacionales fijadas hace años e imcumplidos de forma sistemática”, afirma Gómez.
“A mí, donde me pongan un chuletón al punto, eso es imbatible". En julio de 2021 Pedro Sánchez saltaba de cabeza en la polémica entre los ministros Garzón y Planas sobre el consumo de carne para frenar el cambio climático con una frase que podría estar bordada en macramé sobre la barra de un asador de la autopista A3, junto a las navajas con dibujos de caballeros templarios y las cajas de Miguelitos de La Roda. Pero este año, el Ministerio de Consumo, el de Garzón, actualizaba sus recomendaciones: “Respecto a las legumbres, consideradas la fuente principal de proteínas de origen vegetal en la dieta y las que menos impacto ambiental generan, la AESAN (Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición) aumenta de 2-4 raciones semanales a un mínimo de 4 hasta llegar progresivamente a un consumo diario. Se pretende así reducir la ingesta de proteína animal y, en particular, de aquellas que generan un mayor impacto ambiental como puede ser la carne roja”. Por primera vez, el ministerio reducía el porcentaje de este alimento, acción ya iniciada con el programa Menos carne, más vida (el eslógan podría ser de cualquier cosa, como no sé, un cadáver en proceso de efervescencia de gusanos).
I al cap i casal, què? “El Centro Mundial de València para la Alimentación Urbana Sostenible es una iniciativa conjunta del Ayuntamiento de València (CEMAS) y la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) para la identificación, clasificación, divulgación y sensibilización de los grandes retos a los que se enfrentan las ciudades y la población, en general, en cuestiones alimentarias y nutricionales”. Esperamos de la organización que más allá de las jornadas orientadas hacia el público profesional, acerquen a la ciudadanía iniciativas de divulgación y promoción de la salud. Me pregunto si en sus ponencias, a la hora del refrigerio, la CEMAS se peleará por unos saquitos de hojaldre con sabor a cátering.