VINOS, PESCADO Y PASTELES

Diarios de Viaje Gastronómicos: Oporto


Una mesa en la Ribeira del Duero, vino dulce sobre la mesa y la vida va pasando con placer para los sentidos

| 02/09/2016 | 8 min, 58 seg

OPORTO. Allí permanece. Un puerto de pasado deslumbrante, ahora olvidado por los tiempos modernos, que resiste el desgaste de la brisa y la erosión de las aguas, preservando el sabor de la decadencia. Es la ciudad de las fachadas maltratadas, con azulejos vistosos y coloridos, muchos de ellos quebrados por el abandono imparable; de los callejones recónditos, con el pavimento en cuesta y el empedrado desigual, donde lo mismo es posible tropezar con un socavón que con una casa señorial. Nunca se sabe cuándo, al doblar una esquina, se dejarán ver las mansas aguas del Duero en su desembocadura. Normalmente desde las alturas, porque la ciudad se funde y se cae sobre la ribera del río que le confiere su nombre y su carácter portuario: Porto, Oporto, El Puerto. 

La segunda urbe más importante de Portugal comparte con la capital lisboeta la fuerte impronta bohemia, pero se baña en un talante húmedo, sudoroso, obrero. Sus gentes faenan entre calles machacadas, salpicadas por iglesias, coronadas por la orgullosa Torre dos Clérigos; vociferan en mercados tradicionales, como el de Bolhao, el contrapunto a cualquier comercio de esta era. También se divierten los destartalados cafés de Miguel Bombarda y compran en las librerías ocultas de las pequeñas vías, pese a que la más famosa sea Lello (ya indisociable de J. K. Rowling y su Harry Potter). Cuando cae la tarde, el ambiente se resbala hasta la Ribeira, con sus atestadas terrazas y música en vivo, para ver cómo se esconde el sol tras el puente Dom Luis I en calma tenue.

Ese es el auténtico placer portuense –el otro gentilicio es tripeiro, y tiene mucho que ver con las vísceras–. La vida lenta, frente a la mesa, con la copa de vino y unas vistas inmejorables. Disfrutar de lo pequeño, pero dulce, como sus caldos. La noche se cierne sobre el puerto portugués y al otro lado del Duero se apagan las luces de las bodegas, las mismas donde se ha fabricado la botella que hay sobre la mesa. Ya se han recogido los barcos, los que han pescado el bacalao que ahora se abrasa en las cocinas; ya se ha acabado la jornada. Oporto es gastronomía de agua dulce y salada, de hornos y de barriles, de humildad y de producto. 

Qué desayunar

Mucho se ha hablado del café portugués, pero no lo suficiente de su clásica respostería. El cálido tándem hace humear las calles de Oporto cuando las aceras todavía se están desperezando y escasean los transeúntes, impregnando de olores las inmediaciones. La intensidad y amargura de la taza se contrarresta con la ternura y dulzura de los bollos, de múltiples tipos y gran tradición, incontables formas y colores. A nadie debe extrañarle el amarillo del cruasán, porque está hecho al ovo, y es una delicia. Tampoco es descabellado verles desayunar su dulce nacional, el pastéis de nata, más conocido como nata, cuya elaboración es todavía más afamada en el barrio lisboeta de Belém. En el apartado panadero, también hay hojaldres russos y hasta el bolo rei (nuestro Roscón).

El dónde no es tan importante. Hay cafeterías en cada esquina, y hasta la más humilde del barrio es una buena elección por lo arraigado de la elaboración artesanal, una buena costumbre conservada. Esto no quiere decir que no haya templos. Con frecuencia se escucha hablar del Café Majestic, y no es tanto por su carta (donde un café solo puede alcanzar los 3 euros), como por su entorno, que supone un auténtico reducto del art nouveau de los años 20. La madera se funde con el mármol entre lámparas colgantes y espejos ornamentados, lo que imprime un aura de sofisticación que afecta al paladar, aunque se vayan a servir las mismas porciones de tarta que en todas partes. Merece la pena pagar el peaje. El dulce portugués no es solo el de sus vinos: su repostería se equipara en calidad a la francesa. 

Qué comer

El plato más característico de Oporto, que no de ninguna otra zona de Portugal, es la franceshina, una suerte de emparedado con distintos tipos de embutido, donde no puede faltar la chipolata y la ternera, recubierta de lonchas de queso o huevo frito, y bañado en salsa picante de tomate y cerveza. Si vuestros estómagos no están temblando todavía, ya pueden empezar a hacerlo. La especialidad lusa supone una auténtica bomba digestiva, por lo que se recomienda para el almuerzo, y mejor si te lo sirven en el acreditado Café Santiago. Aunque aquí es sensiblemente más cara que en otros lugares, donde se puede encontrar por apenas 5 euros, les avalan varias décadas de fama, calidad y producción familiar. Una buena caña de Super Bock, la cerveza local, completará la experiencia.

Hay variantes de comida bizarra y callejera, como el cachorro, otro tipo de bocata de carne igualmente peligroso. Pero si se ahonda en las elaboraciones, hay que atreverse con la casquería. Cuentan que hace siglos, durante la conquista de Ceuta, los ciudadanos de Oporto entregaron a los militares toda la carne disponible en la villa, de modo que solo se quedaron con las tripas para consumo propio. Resuelto el misterio de por qué se les llama tripeiros, conviene contar que actualmente las tripas à moda do Porto se preparan con restos de vaca, embutido y alubias, y suponen uno de sus guisos más encomiables, al menos para los que no tienen prejuicios. Los demás comensales pueden decantarse por el alimento rey de todo puerto: el pescado. En Portugal ninguno se equipara al soberano, el bacalao.

Qué cenar

À Brás, à Zé do Pipo o à Joao do Buraco, cualquier preparación es buena para el bacalhau, ese pez que determina la gastronomía portuguesa. En Porto hay una receta muy característica que lleva el nombre de su creador, Gomes de Sá, antiguo cocinero de la zona que apostó por salarlo y marinarlo antes de darle el golpe de horno definitivo. Incluso lo hallaremos en forma bolinhos o pastéis, que nosotros llamamos croquetas, repartidos en puestos callejeros y rebozado con patata o queso. Ahora bien, nos costará decidir dada la fresca variedad de especimenes marinos entre los que zambullirse, como el pulpo a feira, las ostras bien vivas o los bueyes de mar. Muy a tener en cuenta la época de desove. 

Un lugar especial para probar el pescado de calidad es el Mercado de Bolhao; viejo, ajado, encantador. Entre sus barrotes es posible adquirir género ultra fresco, expuesto en los tenderetes situados debajo de las cornisas, a fin de que luego nos lo cocinen en los restaurantes del centro. De ellos procede el olor a sardina que en los meses de verano impregna este gris y polvoriento escenario, por momento colorido a cuenta de las guirnaldas y las especias. Los sibaritas consumados, no obstante, preferirán las tenues luces ribereñas, donde se planchan los manteles y las servilletas, y un sumiller avezado enseña a combinar las suculentas calderetas y los vinos más reputados. Algunas de las cartas prometen, incluso, un cálido plato de arroz meloso con tiburón.

El vino que endulza

El romance entre Porto y el vino se remonta a tiempos inmemoriales, pero su legado ha llegado hasta la actualidad en forma de bodegas centenarias, todas ellas con una casa representativa en la ribera izquierda del Duero. En Vila Nova de Gaia es posible realizar tours turísticos por el interior de las mismas a fin de conocer la tradición de cada casa. No solo se gana la oportunidad de pasear entre barriles, sino también de aprender sobre las diferentes elaboraciones de blancos y tintos, las particularidades de las elaboraciones vintage (valoradas en miles de euros) y por supuesto, disfrutar de una cata con las delicias de la casa. Si solo hubiese tiempo para ver una, la mejor es Ferreira, pero también están Ramos Pinto, Graham’s o Sandeman en formato de entrada combinada. 

El vino de Oporto es famoso por su intensidad, su dulzura, la tanicidad de sus notas. El Ruby se produce con uvas tintas; el Tawny envejece en barricas de roble. También hay algunas variedades verdes, aunque estas tienen que ver con las zonas del noreste más que con el Alto Duero. Una copa se acompaña con gusto del queso característico, como el Serra de vaca o el Saloios de cabra. También se sirve con un clásico portugués, la Alheira de Mirandela, una suerte de embutido ahumado que alcanza su máximo esplendor untado sobre el pan. Ambas combinaciones son capaces de elevar al cielo. Constituyen el mayor clásico de la noche portense, donde las wine nights no son opción, sino devoción. 

Porque Oporto es esa ciudad perdida en el tiempo. Allí todo ha pasado, pero es como si aún siguiera pasando muy en silencio. El encanto palpita en las calles, en los edificios, también sobre sus mesas. Frente a las fachadas coloridas y descoloridas de la Ribeira navegan los barcos más grandes y los veleros más diminutos; el Sol y la Luna se bañan en el Duero; la botella se vacía y las copas se llenan; suena una vieja cantinela y la vida pasa. Despacio.  

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