VALENCIA. Ellos inventaron il dolce far niente, el placer de no hacer nada, de ver la vida pasar apostado en una mesa. Nada como la comida italiana para ponerle sabor a una estampa viajera. Una noche incipiente en un paisaje de la Toscana, con un mantel que no tiene por qué ser a cuadros y una botella descorchada de Chianti, contemplando deshacerse el cielo muy poco a poco. Una buena pasta como base, embutidos y quesos autóctonos, salsa de pesto casera y el dulce, como no, a base de ricotta. La comida familiar perfecta, la cena romántica definitiva, el escenario que podría ablandar al más rudo comensal.
Desde Siena a Lucca, sin olvidar Florencia, es imposible comer mal en el norte Italia. Es la parte rica del país, algo que se manifiesta a nivel artístico y comercial, pero también en la gastronomía. Los cultivos le confieren mucho más que paisajes inigualables. Viajar en coche por los principales valles se convierte en una aventura para el paladar, donde hay que tirar de sensibilidad para distinguir las sutiles variedades de una zona a la adyacente. Y lo mejor viene al apearse en las ciudades principales, incluso en los pueblos diminutos, donde es posible hundir las manos en las cestas de los comerciantes y sentarse a la mesa de cocineros de toda la vida, de los que moldean la pasta a golpes con una maestría absoluta.
Visitarás la Toscana al menos una vez en tu vida (claro que sí). Asegúrate de pasear por la Galería Uffizi en busca de los cuadros de Botticelli; de rodar desde el inmenso Duomo hasta la Piazza del Campo de Siena; de sentarte en la muralla de Lucca en una noche despejada. Pero sobre todo, dale un trago a esa vino de Sangiovese, prueba el bistec alla florentina y observa como el pecorino toscano se funde lentamente sobre la pasta. Pocas veces probarás bocadillo mejor que la autentica bresaola entre pan de focaccia. Aprende a distinguir las trattorias de las osterias y déjate llevar por una gastronomía de larga tradición que, sin embargo, todavía no ha pronunciado su última palabra.
Abrir los ojos en el dormitorio de una finca florentina, de techos altos y suelos recios, paredes tostadas y ventanas de madera. Sentir que por la ventana se cuelan las voces alborotadas y los acentos cantarines, rayos de sol y golpes de brisa; el aroma del café recién preparado. El día no puede ir mal cuando te desperezas a fuego lento, con la cafetera metálica sobre el fuego de la cocina, una liturgia bien arraigada entre los italianos. Ellos han convertido este brebaje en una cultura, sostenida sobre el espresso y el capuccino, pero también el macchiato, el ristretto, el marocchino, el corretto… Es importante no confundir los pasos: el capuccino jamás se toma después de media mañana, el espresso se sirve en taza de porcelana tras los ágapes y tan solo mentar el ice coffee es un pecado capital.
Aunque la repostería italiana es bastante variada, no está pensada para empezar bien el día (es algo que no querrás comprobar con los excesivos cruasanes rellenos de crema). Conviene apurar la taza de rigor y darse un paseo matutino por los mercados locales. Los hay por todas las ciudades, pero en Florencia conviene destacar el carácter local de Sant’Ambrogio y la inmensa oferta del Mercato Centrale. A pesar de estar rodeado de tenderetes para turistas que llegan hasta San Lorenzo, el interior alberga tesoros gastronómicos de todo tipo, desde quesos a embutidos, pasando por carnes, pescados, vinos, aceites, especias y… mmm, trufa. Es posible llenar la cesta con una porción de parmesano, una bolsa de funghi porcini y una botella de vinagre de Módena sin exceder los 20 euros.
Para cuando te hayas dejado vencer por el delirio de los colores y la embriaguez de los olores, mientras tu estómago pugna por imponerse a tu razón, asegúrate de buscar las escaleras que conducen al piso superior. Ha llegado la hora del almuerzo. En la segunda planta del Mercato Centrale se ha instalado una amplia oferta de restaurantes que trabajan con esmero el producto local y fresco, bien sea en ensaladas de burrata, pizzas de salame o bocatas lampredottos (luego hablaremos de lo que son). También hay barras donde los platos de pasta se preparan a la vista de todos y se sirven con ralladura de trufa blanca por 20 euros; hasta una enoteca que alberga más de 1200 variedades de vino con denominación de origen de la Toscana. Completa la estampa una escuela de cocina de paredes acristaladas, donde tanto trabajan aprendices de chef como visitantes.
Pasear por Siena bajo las nubes cabreadas, hacerlo en un día frío y húmedo, de esos que visten la ciudad con abrigo. Callejones angostos, paredes de piedra, pavimento mojado. Correr por las cuestas para evitar la lluvia cuando por fin el cielo decide atronar y buscar refugio en un sótano humeante que emana el efluvio de la cocina casera. El escenario más propicio para probar la pasta en Italia es un restaurante familiar, de esos en los que el dueño se sienta a tu lado para escuchar la comanda, pero anota lo que le viene en gana para satisfacerte. En la ciudad más bella del corazón de la Toscana, el Pici es la opción por excelencia, normalmente al ragú (que no boloñesa). Agua, harina y huevo para conformar una suerte de spaghetti más grueso, más humilde, amasado a mano, appiciado.
La pasta es el alma mater de la cocina italiana, por lo que conviene seguir las estrictas liturgias de tan solemne credo. Jamás tomarla pasada, sino al dente, al punto de masticar. Es importante recordar que se trata de un primo piatto, por lo que le preceden los antipasti y le sigue los segundos, a base de carne, pescado o (sorpresa) ensalada. Entre tanto, las salsas se combinan con naturalidad, incluso flexibilidad. Sin embargo, a una pasta corta le irá mejor una carbonara (¿aún crees que lleva nata?), mientras que a un pesto le conviene una pasta densa y contundente. No te vayas sin degustar alguna de sus variedades, porque pocas mezclas pueden equipararse a esta verde delicia. Propio de la región norteña de la Liguria, se elabora con albahaca, piñones, ajo y queso, bien sea parmesano o pecorino.
La oferta es tan diversa que un día puedes comer penne y al siguiente pappardelle sin ningún tipo de remilgo y menos culpabilidad. Pero pongamos que no te va la pasta (sí, hay gente así en el mundo). Otras opciones interesantes de la Toscana son el bistec alla florentina, inmenso chuletón de ternera que tiene fama de prepararse de escándalo en Trattoria Mario; o la minestra di farro, cereal presente en numerosos platos de cuchara del centro del país, que suele combinarse con verduras y carnes en guisos de corte invernal. Sobre todo, no te conformes con la pizza. Vale que en Italia está buena hasta en los locales al taglio, pero del mismo modo que la paella es valenciana, la pizza es napolitana, y por ende de la latitud opuesta a la Toscana. Solo se excusa si la muerdes desde lo más alto de la impertérrita muralla de Lucca o apostado bajo una de las farolas del Ponte Vecchio.
El río que atraviesa Florencia se llama Arno; la zona más bohemia de la ciudad, Oltrarno. No, no te equivocas. Si cruzas alguno de los puentes de la ciudad, encontrarás monumentos como el Palacio Pitti o la Basílica de San Miniato al Monte, pero también respirarás un ambiente mucho más natural. La plaza Santo Spirito es el punto neurálgico de reunión local y desde sus terrazas los florentinos ven pasar las horas con un frío Aperol Spritz entre las manos. El cóctel, de origen veneciano, ha traspasado fronteras. También hay vinos, de muchos tipos, pero sobre todo Chianti, con un cuerpo prestigioso. Lo hallarás en todas sus variedades y a precios asequibles. ¿Por qué no acompañar el momento de una tabla de embutidos y quesos? ¿Y si encima es en piadina o focaccia?
El street food italiano merece un apartado aparte. Dales una botella, una caja de pizza, tal vez un bocata, y las escaleras de una de sus (impresionantes) iglesias. Con esto tendrás el plan nocturno incontestable. La parada en All'Antico Vinaio es obligatoria, a pesar de la inmensa cola que le lleva a acaparar toda la vida de'Neri. Se trata de un local, reconocido varias veces como el mejor de la ciudad por TripAdvisor, donde se sirven inmensas focaccias rellenas de melanzane, zuchine, breasaola, speck, crema de tartufo o scamorza ahumada, entre otros productos de primera calidad. Otro bocata característicos de la cultura urbana es el lampredotto, servido en cualquier puesto ambulante que se precie, y elaborado a base de carne del estómago de la ternera, hervida con verduras y especias.
Pero si nos ponemos tiernos, suaves, dulces, tendremos que hablar de muchas más cuestiones. Como el cannolo di ricotta, que en los mercados callejeros se rellena in situ con manga pastelera y en temperaturas casi heladas. O el castagnaccio florentino, ese postre típico con harina de castañas, piñones, nueces, pasas y piel de naranja escarchada. Por toda la Toscana se encuentran los cantuccini, también llamados biscotti di Prate, que dada la dureza de su doble cocción se suelen mojar en vinsanto para el postre. Y también es típico el panforte, una suerte de pastel con fruta y frutos secos, que a veces puede ser de chocolate. En el apartado panadero, y aunque no sea exclusiva de la zona, conviene morder alguna crostata, bien rellena de mermelada, bien chorreante de Nutella.
Ahora bien, si hay un postre (o aperitivo, merienda, resopón...) por excelencia en Italia, sin duda es el gelato (que no helado, otro tópico por los suelos). La diferencia esencial en la elaboración de semejante manjar es que todos los ingredientes que le confieren sabor, desde el chocolate al pistacho, se incorporan después de la congelación en pequeñas porciones. Pagar 4 euros te sabrá a gloria. Lo mismo da que lo hagas en un puesto a pie de calle que en alguna conocida cadena, como es el caso de Venchi; tampoco importa demasiado que sea verano o invierno. Por un instante la vida se quedará detenida en la tarrina, en el cucurucho, en el waffle, por lo que asegúrate de elegir bien la combinación: mango y fresa, trufa y galleta, pana cotta y limón...
Imagina que este es el mayor de tus problemas... Sí, así es il dolce far niente.