Una tarde entre semana voy a cambiar unos pantalones que arramblé en una popular cadena de moda para probármelos en casa y descubro que la cola frente a la caja es no es cola sino coágulo, humanidad trombosada. Es la segunda vez que lo intento así que no me rindo. Guardo mi sitio en la fila. Espero. La cola avanza tan lenta que me permite catar a las mujeres delante y detrás. Todas mal vestidas, todas extrañas para mí. Yo, la más penosa de todas.
Hace tiempo que no entiendo la moda, que tuve que sacudirme de encima la creencia de que un chándal y unas botas de tacón eran como Washington y Moscú, que una falda tubo admite zapatillas, que un abrigo hecho con el forro de una cazadora ochentera es cool, que los cuadros, que las rayas, que el leopardo con amarillo fosforescente (neón, se le llama ahora).
Supongo (he delegado esto en ellos), que la gente joven domina los códigos. Pero igualmente vengo aquí a arañar algún estrago de lo que ellos sienten. Hacerse mayor tiene estas cosas, puede volarnos la cabeza. Luego me rindo (enseguida me rindo). Renuncio al probador y a despejar la ecuación, a la penosa idea de que un jersey sea algo más que un jersey, sobre todo si me hace parecer un manchón color fresa porque es oversize y se supone que tengo que gustarme allí dentro. El jersey lo cambié por una camisa que cambié por un pantalón que ahora debo cambiar porque deja ver mis bragas cuando me siento.
La cola no avanza y siento el impulso de convertir el pantalón en donativo y largarme. Me quedo. Detrás de mí rebuzna una treintañera que no quita ojo a las cajeras porque fíjate, ahora se va la jefa y deja sola a la nueva. Delante: una adolescente con pestañas como ramas teclea en su móvil y las uñas de gel hacen clic clic. Está relajada, este es su ecosistema. Todos la miran, es perfecta.
¿En qué momento empieza una a dedicar tanto tiempo a las miradas? No soy a única que la escruta despacio, una niña de cuatro años tampoco le quita ojo. Es un encanto, pronto otro reclamo llama su atención bajo la barra llena de chaquetas, la toma por el balancín de su parque. Tiene una barriga de aguacate, la camiseta con el logo escolar se tensa por el ombligo y deja una orza rosada a la vista, igual que hace conmigo el pantalón que voy a devolver. La sigo de reojo, se cuelga de un brazo, del otro, se saca un moco, lleva restos de merienda en las boqueras. Personifica la libertad total, la que enseña mi perra cuando se rasca el lomo en el césped. Los adultos no sabemos ya ni lo que es eso. Nos dijimos libres cuando pegamos la zambullida en las redes pero no era libertad, sólo vigilancia. Ni siquiera sabíamos lo que podía hacerle a los pequeños de la casa. Con un poco de suerte, esta niña tardará en tener uno pero, de momento, ni su madre la está vigilando porque pega la nariz al suyo.
Despierta muchas preguntas en mí, ¿cómo era el mundo antes de demonizar los helados de fresa y nata? Con el confinamiento y, especialmente con su final, se dispararon los trastornos de conducta alimentaria en jóvenes. Las cifras son de miedo, un 4-6 % de la población. Afecta a más mujeres en una proporción 9:1 y se calcula que crecerán un 12 % en 12 años (de hecho no han hecho más que crecer en los últimos 18 años: se han duplicado a escala mundial). No hay más que bajar al cauce del río para ver la democratización del autocastigo (a algunos runners se les pone cara de martirio), ¿por qué todavía sonríen Julia Roberts y Johny Depp en las vallas publicitarias? Estas bellezas tuvieron veinte años en los noventa.
El negocio de la delgadez y la belleza es imparable y nuestra locura parece alimentarla de forma exponencial. Guerra a muerte contra el declive, las corbatas y las lorzas, hasta los médicos atendemos en zapatillas y metemos barriga. Nuestras hijas han visto tutoriales de maquillaje para trabajar de vedette y en cualquier barrio han florecido locales de estética como hongos: pestañas, nails, peluquerías caninas y hasta limpiezas dentales para chuchos, cremas y sérums que cuestan como una sesión de psicoterapia. Una vez me topé incluso con un local belleza consciente (¿cuál es la inconsciente, la de la Preysler?). Dietas milagro, reducciones de estómago: toda esta cultura es cortoplacista y pasiva, como nos gusta que nos lo sirvan todo, y el cepo no lo ha cancelado el feminismo, más bien contagia a los hombres.
“Me quito el vestido y me voy a mi casa a ponerme el pijama, comer y tirarme pedos”. Kate Winslet, que se expresó así sobre la ansiedad que sufría en la alfombra roja hace veinte años, alza la voz contra el acoso de los medios y la idea de perfección femenina, ¿es suficiente?, ¿seguiremos comparándonos con las artistas? Las adolescentes, que aún no tienen filtro, lo hacen hasta enloquecer. Pasan tanto tiempo expuestas en las redes que confunden lo público y lo privado, sus deseos genuinos con los de los followers, lo real con lo ideal. Todo es performance. Cuesta mucho sacarlas de ahí, máxime cuando las adultas no hemos dejado de compararnos entre nosotras: cada una sigue a una artista de su edad para cotejar años y daños. La mía es Penélope Cruz, mi curva patrón (yo soy el experimento, ella la referencia inmutable). Pero con los años la brecha entre las dos se abre de forma ofensiva y vigilo cualquier cambio en su cara, busco el defecto de forma maniaca: su cansancio, su maternidad, su sol en la cara debería ser igual que el mío y no lo es. Me castigo un poco, es sólo un tic, una dulce penitencia, siempre lo hago antes de pasar al siguiente nivel (mis amigas) y antes aún de acabar recordándome que mi cara lavada por la mañana solo es un calendario muy grueso, o sea, un regalo.
La cola de la caja se mueve, la niña desaparece de la mano de su madre. Va a crecer muy rápido, me digo, y una punzada de nostalgia me hace mirar a otro lado. En unos años yo también seré invisible como esa pequeña. Volveré a ese lugar pero no tendré su frescura ni su descaro, no me dejarán colgarme de una barra llena de chaquetas made in China. Sin embargo, puede que me sienta igual de libre. Es cuestión de trabajárselo. Libre como Kate Winslet en pijama y guarreando; libre como lo son las mujeres que logran hacerse invisibles, tengan la edad que tengan.