En caja alta

Diego Cascarrabias

Conozco a uno de estos ‘creadores’ a quien le encantaría pasar a la historia del diseño, convertirse en gurú, aparecer en los libros de texto junto a Napoleón y Miliki o firmar autógrafos por la calle

16/01/2017 - 

VALENCIA.- Vanidad, egoísmo y diseño deberían estar reñidos de base y casi por definición. Es absurdo, como lo es que un administrador de fincas, un taxista o un fontanero sean vanidosos por el hecho de ser administradores de fincas, taxistas o fontaneros. Un diseñador es un profesional que ofrece servicios a la medida del cliente, no somos dioses, no curamos enfermedades, hay proyectos con los que conseguiremos hacer más felices a algunos usuarios y en ocasiones haremos dichosos a nuestros clientes, pero la humanidad no nos deberá nada; los mejores profesionales no serán recordados precisamente porque fueron buenos en su trabajo como diseñadores y, si se recuerda a alguno, será a los que pecaron de no saber ser versátiles.

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Pero los diseñadores nos damos premios entre nosotros, inauguramos exposiciones con nuestros proyectos, lucimos orgullosos nuestra última marca, cartel o silla, lo subimos a Facebook y esperamos que lluevan los likes. Exhibimos nuestro trabajo (más allá incluso de lo que lo hacen nuestros clientes) al público y con ello sometemos nuestro criterio profesional a que sea valorado por ‘no-diseñadores’, y cuando nos critican nos escudamos en que no lo entienden, infringiendo la primera norma del diseño. Nos volvemos vanidosos, desaparece el usuario final ‘no-diseñador’, comienza a salir a flote ese orgullo de creador y olvidamos momentáneamente lo que supone trabajar en una profesión proyectual.

Yo conozco a uno de estos ‘creadores’ a quien le encantaría pasar a la historia del diseño, convertirse en gurú, aparecer en los libros de texto junto a Napoleón y Miliki, firmar autógrafos por la calle y ser reconocido en la cola de cualquier boutique de Nespresso. Se equivocó de trabajo, pero no lo sabe. Dice que ama el diseño, que es su vida y ciertamente goza de tanto talento como de vanidad. Se llama Diego Cascarrabias, atrapado por su orgullo en un sector tan endogámico que terminará por convertirle en un olvidado.

Diego Cascarrabias, pese a que alguna vez me comentó por alguna red social que no le gusta lo que escribo, me llama cada vez que no le cito en un artículo sobre diseñadores de su quinta, me manda correos indignado cuando no le nombro al mencionar a un colega suyo con quien colaboró hace años y no duda en escribir a uno de mis editores al darse por aludido en otro texto en el que misteriosamente tampoco han aparecido ninguno de sus diseños. Y no lo puede evitar.

La verdad es que este personaje nunca demostró mucha empatía como compañero de profesión, pero no fue hasta que comencé a escribir sobre diseño que no reparé en la falta de perspectiva y su extrema, fatigosa y cargante petulancia. Puedo afirmar que percibo mucho ego en Diego.

Diego Cascarrabias tiene en realidad un problema de conducta, aunque los likes y retuits no le permiten percatarse de esta tara y no hacen más que fomentar esta sobrevaloración de su propio ‘ser-diseñador’. Diego Cascarrabias existe y aunque adora figurar, cuando me llama, escribe o deja un recado a un editor lo hace cada vez bajo otro nombre. Así es él, un amigo molesto, el que un día dejó de encajar críticas por su trabajo y fijó los ojos en su ombligo, convirtiendo su reconocimiento en algo obsesivo.

No debe ser difícil caer preso de tu propia soberbia, más como honrada satisfacción que como arrogancia, cuando te apellidas Starck, Ive, Sagmeister o Carson, pero como decía el novelista francés Honoré de Balzac, «hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir». Dejémoslos, al igual que dejamos a nuestros Diegos, en paz, pues viviremos más tranquilos.

El ego lleva al odio, el odio lleva a la ira, la ira lleva al sufrimiento,… Y los diseñadores debemos seguir trabajando en lo que mejor sabemos hacer y no perdiendo el tiempo en cultivar el ego, que es tan improductivo como ridículo, porque la verdad es menos densa que el postureo, y por eso flota. Y por eso, en tiempos de Instagram, la honestidad ha de emerger en cualquier proyecto de diseño para hacerlo auténtico y extraordinario.

Este artículo se publicó originalmente en el número 27 de la revista Plaza

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