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Una aproximación a Miguel Calatayud: "El aprendizaje no acaba nunca"

  • Foto: ESTRELLA JOVER.
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VALÈNCIA. Una ilustración puede acompañar, interpretar y, si me apuras, traicionar. El texto, se entiende. Esta es la palabra que utiliza Miguel Calatayud (Aspe, 1942) para referirse a su decisión de no dibujar los barrotes de la ventana que 'ensuciaban' la visión del personaje descrito por Josep Lozano en El cavaller de cartó, una contradicción con respecto al relato que, si bien podría parecer anecdótica, refleja muy bien la manera en la que el creador entiende su oficio. “Juan Carlos Mestre me decía que nosotros somos como unos taxistas que, en lugar de llevar al cliente a su destino, le llevamos a otro que nos parece más interesante. Esto tiene un problema, claro, que el cliente no te quiera pagar el servicio [ríe]”. Efectivamente, el ilustrador de libros al volante de su propio coche y no como copiloto. Considerado como uno de los grandes renovadores del lenguaje gráfico, el tres veces Premio Nacional de Ilustración Miguel Calatayud se sienta con Culturplaza, poco antes de su charla en las jornadas de animación a la lectura, escritura y observación JALEO, para hablar de todo aquello que envuelve el hecho creativo, que no es poco.

Como punto de partida de nuestra conversación -y probablemente la única pregunta que se mantuvo tal y como este periodista tenía previsto en su cuestionario- le enfrentamos a una cita extraída de la tesis doctoral de Clara Berenguer, en la que hace un exhaustivo análisis de la obra de Calatayud. Dice así: "Las ilustraciones de Miguel Calatayud dignifican el género de la ilustración infantil, a menudo relegado injustamente a un segundo plano creativo por el hecho de partir de un texto escrito por otro autor”. Una frase, como sus ilustraciones, con doble capa de lectura: por un lado, su valor como creador; por otro, la cuestión del ilustrador a la sombra de un aparente arte mayor. “Se pensaba que la persona que no funcionaba en pintura, como Artista con mayúscula, terminaba en ilustración como una creación menor. Esto ya no es así. Yo siempre lo tuve claro, incluso cuando me decidí a estudiar Bellas Artes, aunque en mi momento era rara avis". Y es que, si bien hoy uno puede formarse en ilustración en centros como la Universitat Politècnica de València o Barreira, no fue este el contexto en el que se preparó Calatayud, que estudió en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos. Esta evolución en el ámbito educativo, más allá de la concreción, habla de una dignificación de la profesión que él mismo ha visto avanzar paso a paso.

Foto: ESTRELLA JOVER.

Disciplinas líquidas

Este camino hace una parada especial en 2016, cuando el Insitut Valencià d’Art Modern (IVAM) adquirió por primera vez originales de cómic, como ‘resaca’ de las exposición VLC. Línea clara. Con esta compra se abría una línea nueva de trabajo y en la colección del museo, una apuesta que se reforzaba dos años después con la inclusión del experto Álvaro Pons en su consejo asesor. "Ha llegado el momento en el que estas disciplinas compartan el mismo espacio. Se están rompiendo los límites. Vemos en pintura cosas que se acercan muchísimo a la ilustración y al revés", explica Calatayud. Por cierto, el museo compró una selección de obras de Peter Petrake (1971), realizadas en tinta y acuarela sobre papel, un cómic que, al más puro estilo Calatayud, rompió con todo aquello publicado en la revista Trinca. “Mi intención fue contagiar el tebeo de todo eso que veía en portadas de discos, en cine animado o en publicidad. Fue un choque terrible... La intención era esa”, recalca el autor. Tanto es así que recuerda con humor que, en una encuesta de popularidad, los lectores situaban a su personaje el último. “Yo les decía: os interesa mantener a Peter porque si lo quitáis otro pasará a ser el último. Tenía su lógica [ríe]”.

Peter Petrake bebía, efectivamente, de la publicidad o el cine animado –“me encanta la buena publicidad”, incide-, un punto de partida que ya marcaba la diferencia en su manera de ver el mundo. Durante nuestra conversación, el autor salpica sus respuestas con nombres de cineastas o poetas, pero no tanto de ilustradores, un discurso que le retrata como un eterno curioso. “El aprendizaje no acaba nunca. La evolución [de un ilustrador] va de la mano de las conversaciones que no buscas, de todo aquello que te vas encontrando. A nivel de color me influye mucho el cine, aunque ahora me molesta un poco que sea tan oscuro. También te plantea lugares o situaciones que luego quieres llevar a tu terreno”, explica. Aprovechamos la ocasión para pedirle que nos lance un título y, sin perder comba, nos aconseja la comedia británica The Boy Who Stole a Million (1960), dirigida por Charles Crichton, que mapea la ciudad de València convirtiéndola en un personaje más. “Es la València que yo conocí”, apunta.

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