VALÈNCIA. Era lunes, concretamente el 6 de agosto de 1945. Un avión sobrevuela Japón. Lo pilota el coronel Paul Tibbets, que trabaja para el ejército americano. Su madre se llama Enola Gay y en su honor bautizan al bombardero Boeing B-29 que pilota. Junto a él viaja una tripulación de once personas.
A las 8:15 de la mañana dejan caer una bomba que en cincuenta y cinco segundos alcanza la altura que los ingenieros han determinado para que explote: seiscientos metros sobre la ciudad de Hiroshima. Detona encima de un hospital con una fuerza equivalente a dieciséis mil toneladas de trinitrotolueno, también conocido como TNT. La temperatura llega a más de un millón de grados centígrados y se crea una bola de fuego de doscientos cincuenta metros de diámetro. Bob Caron, que también viajaba en el avión, describe: «Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso».
Así estalló la primera bomba atómica. Murieron setenta mil personas directamente, pero en los días posteriores esa cifra llegó a las ciento veinte mil por los efectos de las quemaduras y la radiación. Cincuenta años después, entre los supervivientes aún se producían muertes a causa de tumores ocasionados por la radiación.Años antes de que la bomba atómica fuera lanzada, algunas de las mentes más brillantes de la primera mitad del siglo XX se juntaron para hacerlo posible. Entre ellos, veinte científicos que ayudaron a construir la bomba atómica ganaron un premio Nobel.