Dice Enrique Vila-Matas en un celebrado artículo que mantiene una extraña inclinación a escribir los viajes que quiere hacer y, posteriormente, a realizarlos lo más parecido posible a como los había imaginado. Paso por paso, detalle a detalle. Una materialización de las ideas.
VALÈNCIA. Dice Enrique Vila-Matas en un celebrado artículo que mantiene una extraña inclinación a escribir los viajes que quiere hacer y, posteriormente, a realizarlos lo más parecido posible a como los había imaginado. Paso por paso, detalle a detalle. Una materialización de las ideas. Algo así como el trazado o el surco por donde debe discurrir la realidad futura. Una cosa parecida a la premonición, al ocultismo. Un déjà vu anticipado.
Pienso muchas veces en aquel artículo de Vila-Matas en el que exponía su teoría del viaje autocumplido. En ciertas ocasiones, de hecho, he creído culminar la misma operación física y mental: encontrar los escenarios que pensaba encontrar, sentir la soledad que esperaba, el desconcierto del recién llegado. Incluso he llegado a pasear una y otra vez por el mismo lugar, por la misma calle, la misma plaza, el mismo barrio, buscando escaparme de esa imagen preconcebida y encontrar un resquicio donde descubrir lo auténtico. Yo, que casi siempre he preferido pensar que escribo para volver en lugar de para descubrir, hoy me inclino a pensar que es la falta de imaginación la que nos hace repetir los viajes.
Dice Vila-Matas lo siguiente. “Recuerdo, hace meses, haber ido a Brighton habiendo escrito previamente parte de lo que allí viviría. Había leído que el tiempo sería lluvioso y había visto en internet los tonos azulados de las cortinas de los cuartos del hotel donde me hospedaría. Gracias a esta sabiduría previa, construí y escribí una sencilla secuencia que ocurría nada más llegar a mi habitación. [...] En la melancólica ciudad inglesa sucedió todo tal como había previsto (escrito, quiero decir), salvo el momento de angustia metafísica al mover con desesperación la cortina. Ahí debo decir que la desesperación, en contra de lo que tenía escrito, tuve que fingirla, lo que me hizo confirmar que no siempre que la ocasión lo requiere es fácil estar desesperado”.
Cuando leía con ferocidad a Vila-Matas, fascinado por su personalidad esquiva su timidez y su torpeza, me asombraba la vocación de tragedia que imprimía a aspectos banales: la repugnancia por los pescados muertos, la habitación parisina propiedad de Marguerite Duras en la que escribió su primera novela en una época de desesperación ridícula, la canción de Hervé VilardCapri c’est fini en la que comprendió la finitud de la vida y en la que, traducida, diría algo así como: no volveremos a los lugares en los que dijiste que me amabas.
He contado alguna vez el único encuentro que mantuvimos y las breves palabras que intercambiamos. Fue en Alcalá de Henares, donde compartimos una mesa en una terraza de verano cerca del monumento al Quijote, y en la que servían una caña y una tapa a elegir. Me arriesgué a pedir una cerveza y un croquetón. Y él me preguntó, inquisitorial, qué era un croquetón y por qué había despertado en mí tanto interés. Somos hijos de la desmesura. Miramos aquello que quieren que miremos. Pero eso lo sé ahora, no en aquel momento, no aquel verano en el que se sentó a mi lado de casualidad y permaneció mudo durante más de una hora, mientras la conversación discurría amablemente entre los veraneantes.
En un momento determinado, un lector se le acercó con un libro para que se lo firmara, pero Enrique Vila-Matas dudó al descubrir que era una edición de Alicia en el país de las maravillas y que no se sentía capaz de firmar en nombre de Lewis Carroll. “Es que yo no soy Lewis Carroll”, sentenció. El lector, apurado ante el descubrimiento, se deshizo en halagos y le habló de un blog en el que escribía y que Vila-Matas admitió haber leído. “Por supuesto es mentira”, le espeté cuando volvió a su silla, mientras el admirador se marchaba con su firma de Lewis Carroll entre las hojas de aquel libro. “No. Lo conozco de verdad. Siempre me persigue con su blog”. Y entonces me confesó que muchos días pasaba las horas buceando en la red para leer los comentarios que vertían sobre él, sobre su obra o sobre las novedades que publicaba. Cuál fue mi sorpresa cuando al día siguiente en uno de los blogs donde yo mismo transcribía fragmentos de textos que iba leyendo apareció un comentario breve y fulminante en una de las entradas: “Un abrazo, croquetón”.
Juro que es verdad.
De Vila-Matas siempre me ha gustado su capacidad para contener tanta literatura y proyectar al lector hacia tantas citas, tantos autores, tantas escenas, o de incluirlo al lector mismo como parte de su literatura. De su mundo extraño. De la ridiculez que nos asalta cuando tomamos cerveza. He creído, por ejemplo, que en el mundo se organizan encuentros de imitadores de Ernest Hemingway y que alguno de sus personajes ha acudido con la esperanza de ser el ganador. Que la literatura se divide en dos tipos de escritores: los que siguen a Paul Verlaine y escriben encerrados disciplinadamente en su cuarto, y los que siguen a Arthur Rimbaud y prefieren la vida trepidante y la escritura como aproximación a la adrenalina.
También he sabido por él que en Dublín se reúnen una vez al año los seguidores de James Joyce para festejar el Bloomsday, una fiesta el 16 de junio en honor al protagonista de su famosa novela Ulises. Porque Vila-Matas es el mediador perfecto y sus textos entroncan genalógicamente con una narrativa dispar, con una familia literaria extravagante, cosmopolita, extraña.
Al igual que le ocurre con las ciudades y los viajes, cuando leo a Vila-Matas acabo imaginándome la impresión que me darán ciertos autores cuando los lea: Hermann Melville, Robert Walser, Stefan Zweig, Franz Kafka... Y el resultado, fruto de la sugestión, ha logrado confirmar esa sensación previa, ese juicio categórico sobre cada uno de ellos que se formó ante mí mientras leía a Vila-Matas.
Ahora que ni siquiera escribo pero pienso mucho en los viajes que haré, pienso por ejemplo en Dublín. El Dublín de Joyce y del Bloomsday, al que acudiré con un tomo del Ulises montado en el avión. El Dublín de Samuel Becket, que hizo fortuna con la historia de dos vagabundos esperando la nada: en el fondo, estaba hablando de nosotros y de nuestra mísera condición humana.
Y escribo todo lo que quisiera que pasara en Dublín, por si la fortuna y la escasez de imaginación son capaces de concedérmelo. Una mañana de lluvia. El desconcierto de despertar fuera de casa. El descontrol horario. Las ganas de leer a Joyce. Las ganas de leer a Vila-Matas. Un desayuno raro. Carreteras verdes. Edificios grises. Las cortinas azules del hotel. La chaqueta abrochada para frenar el viento. Los acantilados de la costa. La misma foto una y otra vez. El mismo gesto. La misma sonrisa. El whisky sin hielo. La cerveza negra. Los nombres extraños de los pubs. La alegría de vivir. La felicidad más absoluta.
Madrid como capricho y necesidad. Me siento hijo adoptivo de la capital, donde pasé los mejores años de mi vida. Se lo agradezco visitándola cada cierto tiempo, y paseando por sus calles entre recuerdos y olvidos.