VALÈNCIA. Dice Christopher Nolan que Dunkerque no es una película bélica, sino de pura supervivencia. Y tiene toda la razón. No solo porque no aparezca reflejada ni una sola batalla, sino sobre todo porque el único impulso que mueve a los personajes es escapar de ese infierno en el que se encuentran acorralados.
La película describe los acontecimientos acaecidos del 26 de mayo al 4 de junio en las costas de Dunkerque, uno de los puntos más altos y próximos a Inglaterra del litoral francés donde, tras la derrota del ejército, se encontraban miles de soldados acorralados por los nazis en sus largas extensiones de playa. Había que sacarlos de allí. Pero el problema era cómo. Así se puso en marcha la Operación Dinamo, ideada por el primer ministro británico Winston Churchill. Además de la ayuda militar, se hizo un llamamiento a la población civil para que ayudaran a evacuar con sus barcos de pesca a los 400.000 soldados hacinados en la arena. A esta gesta se la llamó “El milagro de Dunkerque”. Y eso es precisamente lo que cuenta Christopher Nolan en su última película, la primera de toda su carrera en la que se basa en una historia real y también la primera que utiliza las pulsiones humanas (el miedo, la desesperación, la rabia), como verdaderos ejes motores de la narración.
El director utiliza tres puntos de vista para contar el relato, que se corresponden con tres escenarios diferentes: tierra, mar y aire. A partir de esos tres espacios se intenta construir una recreación panorámica de lo sucedido, aunque tratándose de Nolan había que complicar un poco la cuestión separando cada episodio temporalmente para que terminaran convergiendo en el tramo final. Así, la parte de los soldados que esperan en la playa se cuenta desde una semana antes del salvamento. La de las embarcaciones rescatadoras, desde un día antes y la de los aviones que intentaron proteger la operación, desde una hora antes de la hazaña colaborativa.
Las tres partes diferenciadas adquieren una rotunda entidad en la pantalla. Pero quizás sea la protagonizada por el hasta el momento desconocido (y un auténtico descubrimiento) Fion Whitehead la que alcanza un mayor peso específico en la pantalla ya que lo acompañamos en su incesante itinerario de auténtico sufrimiento y calvario en el que queda claro que vivir o morir es cuestión de suerte.
Nolan tiene claro cómo quiere contar la historia, introduciéndonos de lleno en la pesadilla a través de un mecanismo de inmersión en el que se reduce a la mínima esencia el texto hablado para primar el carácter sensorial y angustioso de las imágenes a modo de experiencia. Así, la película parece tener vida propia, sustentándose a partir de un latido interno al ritmo de las manecillas de un reloj cuya pulsión escuchamos en todo momento a través de una banda sonora de Hans Zimmer que emula esa sensación de tensión constante que supone una operación a contrarreloj en la que cada minuto adquiere una importancia vital.
Nolan asegura que sus máximos referentes a la hora de hacer la película fueron el Robert Bresson de Un condenado a muerte se ha escapado (1956) y Pickpocket (1959), así como El salario del miedo (1953), de Henri-George Clouzot, de las que ha extraído su carácter observacional a la hora de internarse en la exploración de los dilemas humanos a través de un ritmo preciso y minimalista.
Pero la naturaleza del cine de Christopher Nolan es mucho más ampulosa que la de Bresson. También su ambición a la hora de subrayar que estamos ante un acontecimiento cinematográfico de primer orden. Por eso ha querido filmarla de la manera más grandiosa posible, en 70 mm IMAX, un formato que también han utilizado recientemente Quentin Tarantino en Los odiosos ocho y Paul Thomas Anderson en Inherent Vice, que le permitía captar con toda minuciosidad de detalles lo que estaba aconteciendo en cada plano de manera ultra-realista, para que el espectador pudiera acceder a la mayor cantidad de información posible.
Dunkerque es una película extremadamente física, casi agotadora a la hora de plasmar el trayecto de cada uno de los principales personajes: el mencionado soldado Tommy (Fion Whitehead), el héroe civil a bordo de una de las pequeñas embarcaciones (Mark Rylance) y el piloto de uno de los aviones Spitfire que desde las alturas sobrevuela y protege la zona (Tom Hardy). No hay lugar para el descanso, ni un solo segundo de espera. Todo se sucede con la rapidez de un relámpago, sintiendo en cada momento la desesperación por alcanzar el objetivo, en el caso de unos simplemente salir con vida y en el de otros cumplir con honor su misión. En realidad, es una oda a las pequeñas gestas que se vuelven grandes. A los insignificantes gestos que terminan por adquirir un valor simbólico.
Si en Interstellar Nolan se dejaba llevar por la abstracción y cierta sensación de espiritualidad, en Dunkerque apuesta por lo concreto y lo físico, por el aquí y ahora, por el tiempo presente y la sensación de que no hay nada más allá de lo que nuestros ojos son capaces de ver, en este caso terror ante la muerte. Como dice el personaje que interpreta (por cierto, muy bien) el cantante Harry Stiles, “La supervivencia no es justa”.