El artista flamenco presenta en Sagunt a Escena un espectáculo en el que comparte escenario con Pasión Vega
VALÈNCIA. La madre de Eduardo Guerrero (Cádiz, 1983) tuvo que comprar un armario de tres puertas cuando sus hijos eran niños para evitar las discusiones constantes entre colgar pósteres de bailaores o de futbolistas. Antes de la adquisición, el hoy artista consagrado sustituía a los ídolos del balompié de sus dos hermanos mayores por fotos de Joaquín Cortés y Antonio Canales, quien con el tiempo se convirtió en uno de sus maestros, junto a Manolo Marín y Mario Maya.
En la actualidad, es su porte flamenco el que ilustra superficies y pantallas, como también tobillos. Ha enviado mensajes de felicitación a una niña en su comunión, firmado zapatos de baile al terminar un curso y autorizado una línea de camisetas. Durante el confinamiento le tomó el pulso a sus seguidores al compartir una hora y media diaria de baile en su perfil de Instagram. Entre los agradecimientos espontáneos a su iniciativa, destaca el frenazo de una chica brasileña con su bicicleta en Sevilla para darle las gracias por haberle hecho compañía en el encierro.
Este 18 de agosto visita Sagunt a Escena con Guerrero, una creación de 2017 articulada a partir de la relación con las mujeres de su vida: madre, maestras, amantes y amigas. Como la relación con sus seguidores, el espectáculo late hoy diferente y con más fuerza.
Tras todo lo vivido, el gaditano asegura que sus vínculos emocionales los vive ahora como una necesidad más interna: “No es que ahora quiera más a mi madre, pero me he dado cuenta de que cuanto más tiempo pase a su lado, más lo voy a agradecer cuando no la tengo cerca”.
Ídem con las amigas. “Cuando tengo que elegir entre quedarme sentado en el sofá o ir tomarme un café con una de ellas, recuerdo la separación obligatoria y necesaria que hemos vivido por motivos de salud y, rápidamente, cojo la mochila”.
El temor a un nuevo confinamiento ha provocado que priorice muchos encuentros que antes dejaba para mañana: “No sé cuántas olas vamos a tener que coger, pero está claro que hemos de aprender a surfear”.
Guerrero presentó la obra titulada con su polisémico apellido en la reapertura del tablao madrileño Corral de la Morería.
La distancia social impuesta por la pandemia había reducido la asistencia en estos establecimientos a un tercio del aforo, lo que hizo inviable la rentabilidad del negocio y puso en peligro la supervivencia de estos museos en vivo que dan trabajo a un 95% de los intérpretes del flamenco.
“Lo he sufrido con dolor y pena por la situación de compañeros que no tenían ni para soportar el pago de su casa. El tablao es un pilar principal en la carrera de cualquier artista, un lugar de culto donde se escucha el arte, donde se convive con muchas verdades del flamenco y se experimenta un crecimiento personal y artístico”, reivindica el bailaor, quien tan sólo extrae un aspecto positivo de esta crisis, la creación de la Asociación Nacional de Tablaos Flamencos.
“Necesitábamos una unión flamenca para darnos cuenta de que estamos de la mano de Dios. Al contrario de lo que puede sucederle a los actores, con sus premios y su respaldo burocrático, a nosotros, nada nos cubre, ni un epígrafe. El flamenco es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, pero lo hemos abandonado, mientras los trenes y los aviones seguían abiertos”, lamenta Guerrero.
La propuesta es un recorrido vivencial que arranca con sus inicios en el mundo de la danza. En su familia, nadie tiene vocación artística, así que Guerrero replica sus primeros recuerdos relacionados con el baile: las saetas en los pasos de la Semana Santa en Cádiz. A este sonido le siguen los tambores de las procesiones, que ya dan paso a un viaje en el que el bailaor va encontrando a sus maestras.
Carmen Guerrero fue la primera. “Hubo un momento en que me dijo que ya no podía enseñarme más y decidió montarme en su coche y llevarme a Sevilla a la academia de Manolo Marín. Siempre se lo agradeceré”, comenta.
A su siguiente mentora, Chiqui de Jerez, declara seguir admirándola. “Somos muchos los artistas de la provincia que hemos pasado por la escuela”.
A Carmen Delgado la conoció en el Conservatorio de Cádiz. Con ella compartió unas vacaciones en Almería que supusieron un vuelco en su carrera, pues esa semana se apuntaron a un curso de Aída Gómez. “Junto a ella empecé a aprender la disciplina y la realidad del oficio”, concreta.
Cuando finalizó el taller, la Premio Nacional de Danza le propuso integrarse en su compañía en Madrid. Después se incorporó a la formación de Eva Yerbabuena. En la capital, la primera persona con la que compartió apartamento fue Rocío Molina, que cuando montó la primera pieza de su compañía, Oro viejo, lo invitó a participar.
Desde su estatus consagrado, Guerrero ejerce ahora de maestro. Gaditania, con la que salió de gira por EE.UU. en 2018, impulsó las carreras de Macarena Ramírez, que este año ganó la primera edición del talent show de La 1 The Dancer, e Iván Orellana, miembro del Ballet Flamenco de Andalucía.
“Es como haber tocado en la puertecita de sus inquietudes para allanar el camino que han recorrido para conseguido sus metas”, valora el bailaor y coreógrafo.
Para retomar Guerrero en el Teatro Romano de Sagunto, cuenta con las colaboraciones de María Terremoto y Pasión Vega. En el pasado ya unió fuerzas con ambas. En el caso de la cantante de copla, fado, jazz y flamenco, su relación ha sido de ida y vuelta. El bailaor colaboró en uno de sus conciertos, pero después, el volumen de trabajo le impidió sumarse a una gira y sus caminos tomaron rumbos diferentes.
En 2015 fue Guerrero el que le pidió que hiciera una versión de la zambra Soleá de mis pesares, de la Paquera de Jerez, para El callejón de los pecados, “porque no quería una voz que fuera una imitación flamenca”. La versión construida por Pasión Vega fue aclamada por la prensa.
Hace poco volvieron a hablar y ella le instó a retomar la colaboración. “Me dijo que mi arte ya ha alcanzado la madurez y que he acuñado un lenguaje propio. El gusto es mío al volver a juntarme con ella. Ahora es el décimo aniversario de mi compañía y así cierro un ciclo dentro de mi carrera”.
Del mismo modo que en la pieza Sombra efímera II, con la que visitó La Rambleta en 2019, interrogaba a los espectadores sobre causas sociales y medioambientales como la deforestación de la Amazonía, la crisis de los refugiados y el consumo insostenible, en este espectáculo aborda la igualdad de género.
“Los jóvenes de hoy en día tenemos que pringarnos en el buen sentido. No vale bailar por bailar, tenemos la oportunidad de hacernos oír. Podemos preguntarle al público, incomodarle, hacerle posicionarse”, argumenta.
Sus creaciones están llenas de simbología. El bailaor ha vestido faldas, “como también lo han hecho escoceses y guerreros antiguos”, porque no cree en la división de géneros. En Sombra efímera II, una mujer subía a la cima de una montaña de arena y clavaba una bandera, en representación del merecido liderazgo femenino. Aquí un hilo rojo muestra el vínculo con su madre y un cuadrado blanco, el espacio al que se asomaba pero no se aventuraba. De ahí que en gran parte de la obra baile en el perímetro, hasta que se decide a entrar.