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MEMORIAS DE ANTICUARIO 

El agua como esencia pictórica de cuatro artistas

14/08/2022 - 

VALÈNCIA. Es el verano del agua. En ocasiones el protagonismo se logra precisamente por su ausencia o escasez. Ello provoca su permanente cita. Se habla y escribe de ella como no se hacía desde hace muchos años, este tórrido verano como un preciado bien que se nos desparrama, de forma inexorable, de entre las manos. Pensando en el tema de esta semana ha resultado fácil caer en la tentación de citar al agua al estrado y hablar sobre ella. De las muchas formas que se puede hablar del agua en el arte, no lo haremos como elemento definitorio de una tipología de paisaje en el que es protagonista, lo que se vienen a llamar “marinas”. Una temática que la escuela valenciana ha hecho suya en incontables ejemplos, incluso con algunas características propias, condicionadas por el entorno, desde mediados del siglo XIX a nuestros días, aunque hoy esté en franco retroceso. Ya tratamos hace tiempo toda esta corriente de “marinistas” valencianos y por tanto vamos ahora a cerrar el objetivo para hablar de tres artistas que han tratado el agua más allá del paisaje como un elemento retratado más que simplemente “contado”. No nos referiremos a los marinistas de las aguas profundas como Salvador Abril, el de los cielos grises y tormentosos más propios de otras latitudes como Ricardo Manzanet, el de las costas románticas y los naufragios como Javier Juste, o aquel que tiene al mar como el entorno donde detallar corbetas, bergantines o fragatas, fondeadas o a toda vela, como fue ese pintor documentalista llamado Rafael Monleón. Hoy hablaremos del agua como una forma de expresión, una suerte de sensibilidad pictórica al alcance de pocos. De tres artistas que han visto en el líquido elemento el pretexto central de la obra para su expresión más íntima, y por qué no, su virtuosismo a la hora de captar la capacidad de deformar la realidad tangible y de reflejar las infinitas luces posibles. Tres casos en que el tratamiento del agua es parte esencial de su ADN como artistas.

La barca blanca. Sorolla

Cierto, Joaquín Sorolla está en todas partes, pero convendrán conmigo que en esta relación debe aparecer por habérselo ganado en buena lid, porque si hay un pintor que inyecta la luz en el agua, ese no es otro que Sorolla. Los efectos de la luz de los distintos momentos del día que se manifiestan sobre la superficie del agua o de los personajes empapados o medio sumergidos. Los efectos de veracidad obtenidos son resultado de un estudio casi científico, por mucho que luego sus lienzos sean resultado de unas pinceladas que parecen improvisadas y de una gran inmediatez, y no consistan en trasladar la realidad con la exactitud del fotógrafo. La valentía y grosor de su pincel no es impedimento para lograr el mismo o incluso mayor efecto de verdad que los pintores de pintura paciente y modelado pausado. Una verdad que incluso de una forma cinematográfica, Sorolla es capaz de, no solo citarla a través de la vista, sino que podemos incluso escucharla. El agua en Sorolla también se oye. Es esa capacidad de demiurgo de sumergirnos en el instante con una verosimilitud totalizadora apabullante. Déjenme mencionar a un artista menos conocido, ciertamente irregular, discípulo del maestro, por el que siento especial devoción. Tomás Murillo Rams logra, con personal sensibilidad, conducir su evidente sorollismo hacia la modernidad a través de las tonalidades de la luz del atardecer que sobre el agua se tornan malvas, naranjas, verdosas, pareciendo, a pesar de sus limitaciones técnicas, querer llevar el arte del genio a otros territorios.

Tomás Murillo Rams

Todos hemos navegado en alguna ocasión o contemplado el mar desde un lugar elevado, cuando el reflejo del sol del ocaso sobre la superficie del mar prácticamente nos ha cegado la visión. Ese es uno de los incontables instantes en que Muñoz Degraín demuestra su magisterio cuando su pincel tiene al mar como protagonista. Degraín se aleja y amplía el campo de visión respecto a Joaquín Sorolla, aplicando un gran angular, hasta los límites en los que se encuentra con la inmensidad y sus composiciones se tornan grandiosas precisamente para trasladarnos la fuerza telúrica de la naturaleza y su energía. Emplea grandes lienzos para asombrarnos con sus paisajes montañosos, escarpados, que se precipitan en el líquido elemento sumergiéndose en él. Si no son paisajes imaginados, los desfigura hacia lo grandioso convirtiendo al ser humano o a la nave que surca las aguas en un pretexto para que seamos conscientes de la enorme escala de la naturaleza. Su magistral empleo del color nos revela una luz reflejada en el agua que parece continuación del paisaje sólido que la rodea. El agua acoge colores como los violetas, naranjas, marrones… Unas tonalidades, hasta cierto punto irreales, pero que, sin embargo, la dotan de una gran coherencia pictórica. Recordemos que Muñoz Degrain hace del agua protagonista de, quizás la tragedia, quizás el acto heroico con final feliz, en la impresionante obra “Amor de madre” que se puede contemplar en el Museo de Bellas Artes de Valencia. En la que una madre prácticamente sumergida sostiene a su bebé para evitar ser engullida por el agua de una riada.

Vista de Mallorca. Muñoz Degrain

No ha habido un artista cuya pintura haya captado los infinitos reflejos que acoge la lámina de agua delimitada por los caballones que separan los campos de arroz y la marjal como lo hizo Joaquín Michavila. Desde una modernidad incuestionable, sin embargo, su mirada es sublimación del impresionismo hasta el punto de sentirse tentado a traspasar en los límites en los que comienza la abstracción formal y cromática. Ahí anda en muchas ocasiones: en el filo, lo que hace irrepetible su pintura. Quizás este recorrido fronterizo, a lo largo y ancho de esta amplísima serie que podemos denominar “El LLac”, sea lo que ha llevado al pintor valenciano a cosechar un éxito incuestionable en nuestra tierra, que perdura más allá de su muerte acontecida en el año 2016. Su pintura se sigue buscando por galerías, subastas y anticuarios. Su obsesión artística por este delimitado contexto lacustre en el que aparecen contados elementos, ausente la presencia humana, le llevó a emplear todas las técnicas que admite la superficie plana: el collage, la acuarela, los lápices, ceras, óleo o la obra gráfica. En ocasiones la lámina de agua transmite con más verosimilitud el reflejo de la casa, la acequia, los cañizos medio sumergidos. En el otro extremo, el trazo del pintor nacido en La Alcora cobra una violencia inusitada descomponiendo formas hasta transformar la idea, que siempre es la misma, en una suerte de caligrafía, no obstante, perfectamente legible, si conocemos de donde viene. La fijación de la mirada en este entorno entre natural transformado por el hombre, acontece tras un feliz período centrado en la abstracción geométrica y el constructivismo. Su obsesión consiste en una suerte de prolongación de la imagen de lo físico empleando como medio para ello el espejo del agua al que se asoman los elementos tangibles y cotidianos de aquel mundo: la caseta, las acequias, las cañas. El elemento líquido en muchas ocasiones desaparece como tal quedando en la obra únicamente sus efectos que parecen suspendidos en el aire: el reflejo deformado, alargado hasta casi salir del soporte por la parte inferior y disolviendo lo que es concreto y delimitado en el mundo físico. 

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