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 La encrucijada  / OPINIÓN

El aislamiento humano más allá de la covid

8/12/2020 - 

Las calles valencianas se rehogan en un silencio que no forma parte de sus ingredientes. Lo sería escuchar a los vecinos bajar a la acera, patearla, callejear. Usar la calle como punto de encuentro, lugar en el que comprar, nidificar los primeros afectos sentimentales, escudriñar los cambios de lo habitual. Pisarla para marchar hacia el trabajo, la escuela, la fiesta.

Ahora se impone la distancia social. La norma es el alejamiento. Emplear la calle para lo imprescindible. La aglomeración ya no es un abrazo humano metafórico: es un peligro sanitario. El ágora y sus bares ya no es el espacio de las discusiones amigas, de las que ilustran al tiempo que entretienen y despejan la mente: es otra fuente del mismo peligro. En ocasiones, mientras paseas, una mirada ajena se oscurece de desconfianza al elevarse sobre la mascarilla. La frialdad que transmite irradia una orden: amplía la lejanía.

Lo entiendes. Son las consecuencias de nuestro presente. No obstante, te preguntas si la elevación de la distancia social a su actual rango imperativo constituye un hecho extraordinario dotado de fecha de caducidad o si, por el contrario, la tendencia hacia el aislamiento ha venido a quedarse, más allá de las alertas sanitarias, con otro tipo de mascarillas. Si no estaremos construyendo, desde hace ya un tiempo, una sociedad que boga hacia el aislamiento. 

Ejemplos para corroborarlo no faltan. La música y las películas abandonan referentes comunitarios, como los auditorios y cines, para integrarse en plataformas que llegan directamente al hogar y a los más diversos dispositivos personales. Se avanza hacia la sociedad del aislamiento con la monopolización de la información personal que circula por las redes y su troceado analítico, a la búsqueda de patrones y coincidencias. De este modo se destapa una parte creciente de quiénes y cómo somos. Esa desnudez humana que sirve para dirigir información, lemas y eslóganes que tejan una relación íntima y direccionada entre la razón y las emociones humanas. Una labor de tejeduría que concluye con la intensificación del deseo, ya se trate de un objeto material, de un servicio, de una disposición ideológica o de una inclinación política. Deseo de aceptaciones o de rechazos. Sí, la comunicación intrusa aprovecha a fondo el aislamiento individual, cotilleando el alma para horadar la conciencia.

Se profundiza en la sociedad del aislamiento cuando, sin apremios pandémicos, se adopta el teletrabajo para todas aquellas labores que lo permiten. Con ello, la función socializadora del trabajo se desploma. La creación de redes de cohesión sindical, paraguas de los derechos sociales, se fractura (¿funcionan mejor las asambleas vía Zoom?). Los compañeros del trabajo pasan, con el tiempo, a ser sólo conocidos. El lenguaje verbal se difumina y la comunicación interpersonal padece un déficit de aquellas habilidades que ayudan a razonar en común, a discurrir de modo que las diferencias intelectuales encuentren su mejor síntesis.

Se avanza hacia la sociedad del aislamiento cuando se abandona la ciudad y se opta por las áreas suburbanas, las viviendas individuales, los centros comerciales como ágora de un consumo excluyente de raíces culturales y de prácticas cívicas. En el centro comercial y en la mayoría de las urbanizaciones no habita la poesía, no fluye la música, no se llevan a cabo manifestaciones de protesta. Son funciones que sólo la ciudad parece capaz de reunir en sus hogares públicos, pero ante las que la propia ciudad fracasa cuando se despuebla o las barreras a su acceso se elevan; cuando la gente se acostumbra a que la calle pierda su capacidad de llamada y de vial para la construcción social a partir de lo que nos imanta y acerca.

Nos sumergimos aún más en la sociedad del aislamiento cuando postergamos el tejido comercial de cercanía personal. Ya lo hemos hecho con el de proximidad física y los barrios lo han sufrido en su dinamismo y alegría. Ahora, la distancia ya no es entre la ciudad y sus zonas comerciales: es la ausencia de mirada entre el comprador y el vendedor porque el comercio electrónico sólo conoce de bits y códigos y lo máximo que proporciona es un semblante artificial e inmutable ante nuestras reacciones.

No son los únicos ejemplos de la estructura de aislamiento que parece avanzar, a menudo a rebufo de una nueva ola económica de notables consecuencias sociales. La podemos encontrar en los niños y jóvenes que, incluso allá donde es posible, han abandonado el disfrute de las calles y plazas atraídos por los videojuegos que se disfrutan en el hogar, mientras la atención a la lectura, -el diálogo con las palabras-, se contempla como una modalidad de castigo. La observamos en las parejas que, sentadas frente a frente en un café, diríase que hablan entre sí mediante el teléfono móvil. 

Sean unos u otros los ejemplos más visibles y convincentes, la preocupación que aporta la agudización de la sociedad del aislamiento es triple: el acelerado cambio de la economía de mercado hacia espacios en los que muchas empresas locales necesitan de otra curva de conocimiento e inversión; la transformación del mercado de trabajo sin que existan, de momento, amortiguadores coherentes con sus consecuencias; y la conexión del aislamiento individual con la simultánea floración de la indiferencia y, en el peor de los casos, de desprecio al otro. La generación de burbujas aislantes, -individuales, familiares, locales, virtuales-, incluye la devaluación de lo que es constructivo como resultado social, como valor inmaterial, como bien común. Nada que ver con ese avasallante despliegue del “mí” y de lo “mío” que conduce al surgimiento de fuerzas liofilizadoras de lo que nos une, comunica y hace accesibles. De lo que nos permite ser modestos garantes de una sociedad integrada por comunidades democráticas, abiertas y tolerantes.

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