Somos una de las autonomías que menos lee, pero en la que editábamos oficialmente sin freno. Ahora han “aparecido” 375.000 libros institucionales en una nave de Riba-roja alquilada por la Generalitat y por la que pagamos al mes 4.500 euros. Anem a més
Tengo un conocido que sólo negocia con libros. Vaciar bibliotecas privadas es una de sus obsesiones. Lo suele hacer en solitario. Nunca me ha querido explicar la verdadera razón, pero le llamas y en unas horas está en tu casa. Dice que los almacena en una gran nave propia porque considera que el papel es el oro del futuro. A muchos nos hace un favor.
Tengo otro próximo cuyo hijo, siendo aún muy pequeño, le preguntó un día si, familiarmente, vivían en una biblioteca. El niño estaba sorprendido tras comprobar, según iba creciendo, que todas las estancias de su vivienda estaban repletas de estanterías cargadas de miles y miles de volúmenes y además no cesaban de entrar más ejemplares. El patriarca lo contaba sorprendido, pero también orgulloso. Estoy por darle a ambos el teléfono de la Generalitat para que se pasen por esa nave localizada en Riba-roja donde se almacenan, o sea, se apiñan sin más, 375.000 libros publicados por la Generalitat y otras instituciones públicas durante los muchos años de reinado del Palau y otros rincones y ya muchos de ellos obsoletos -10.000 en concreto que deberán ser destruidos- por tratarse de tratados i/o textos relativos a leyes y normas que han quedado trasnochadas.
Apunten de nuevo el dato: 375.000 libros almacenados, que se dice pronto. Algo así como si los sueños de Ruiz Zafón y su desazón se hicieran realidad al descubrir el verdadero cementerio de libros olvidados. Sin embargo, en Riba-roja los hay incluso por valor de 300 euros el ejemplar a precio de mercado y que, consecuentemente, apenas se ha vendido una docena, como narraban las crónicas.
Hace apenas unos días los directores generales de Relaciones con Les Corts, Antonio Torres, y de Administración Local, Antonio Such, contaban lo que uno considera más que una noticia un suceso o un escándalo más que añadir a nuestro pasado más reciente que ha dejado de ser pesadilla pasajera para convertirse en terror.
Esto es, pagamos 4.500 euros mensuales por almacenar libros y más libros. Cuesta creerlo. Pero es verdad. Allí, apilados, figuran desde títulos de cocina hasta poemarios de la más importante institución editora de la Comunitat Valencia, la Generalitat Valenciana. Sí, la Generalitat Valenciana y otras instituciones al uso.
Se sabía, por mercenarios implicados, de la existencia de una nave escondida en la que existía el paraíso del papel. Era conocida, pero nunca a ningún periodista nos habían invitado a visitarla. Supongo que por miedo, aunque añadiría que más bien por vergüenza, o mejor aún, desvergüenza.
Pero cruzando datos comprobamos que era cierto el mundo de Alicia en el país de las Maravillas. La Generalitat, por no añadir otras instituciones como el Ayuntamiento o la Diputación de Valencia, o los ayuntamientos y las diputaciones y universidades, son los máximos editores en una autonomía que se tambalea en otras grandes cuestiones de mayor calado e interés social. El mismo que comenzaba a existir mientras se editaba a la carrera en pro del clientelismo habitual. Entiendo el signo de las universidades e incluso el de otras instituciones que han de cubrir el hueco editorial al que el sector privado no llega por cuestiones de economía e/o interés social e intelectual, aunque nunca comercial. Pero hasta esos extremos, no sé.
Pero choca más aún cuando compruebas que en índices de lectura estamos por debajo de la media nacional –se sitúa en torno al 56% frente al 59%-; o la edición autonómica privada ha caído de forma desoladora, aunque el sector del libro suponga el 38% del valor económico de las actividades e industrias culturales, según estudios oficiales y sectoriales.
Hace unas semanas, curiosamente, el propio Consorcio de Museos enviaba una invitación para adquirir fondo de catálogo a buen precio: lujosos libros editados que no había vendido y se le amontonan. Incluso en librerías de lance, como París Valencia, es fácil encontrar cuidadísimos y sorprendentes por su temática volúmenes editados por la Generalitat a precio de chiste frente a su verdadero valor de mercado, pero gracias a los cuales alguno ha hecho un gran negocio. Un día daremos la lista más lista.
Entonces, que dé qué estamos hablando. Del libre albedrío que diría Azorín. Algo así como que cada uno hacía lo que le daba la gana, para ser exactos.
375.000 libros, insisto, que se dice pronto. Me tiembla el pulso. La pasta que habrán costado, la pasta que se habrán repartido y lo que se habrá quedado por el camino del Rocío. No quiero hablar o imaginar, aún, un asunto llamado comisiones. Que es otro cantar y existe, por supuesto. Ejemplos públicos y conocidos hay muchísimos. Y ojo, los datos son hasta oficiales. Que es lo que lleva a pensar. Pero aún mejor. ¿Bajo qué criterios se editaba, quién lo supervisaba o por qué? ¿Nunca existió un control? Debería de existir cuanto antes, al menos, para tener un fondo documental claro y quitarse las pulgas.
Mientras el sector editorial autonómico ha comprobado cómo las políticas de fomento a la lectura han ido siendo recortadas sin escrúpulos, o los bibliotecarios denunciaban las penurias oficiales para completar fondos y ofrecer un servicio digno a los ciudadanos que aún tienen un complejo acceso a la lectura por su situación económica, aquí editábamos puro lujo a la carrera sin mirar precio, coste o alcance, que no es poco, sino mucho. Y lo peor, bajo el capricho de quien ocupó un sillón y en la mayoría de ocasiones sin criterios objetivos ni intelectuales, casi siempre por simple amiguismo o deseo personal. Es lo nuestro, lo que nos diferencia. Y lo que nos ha costado tener esas bibliotecas realmente inútiles.
Ya lo decían nuestros “gobernantes” en Canal 9 cuando estaba sometida al dictado manipulador del momento: “somos los mejores”; “nos envidian”; “el mundo nos mira”. Yo añadiría, más bien nos saqueaban.
A los autores de los prólogos y firmantes de las órdenes absurdas en muchos de los casos yo les llenaba la casa de libros inservibles pero muy bien pagados debido a sus caprichosas ediciones. Y también se lo descontaba de sus futuras nóminas, por supuesto. Pero, ante todo, preguntaría quién les dio permiso para tal desmán. No se preocupen. Están firmados por los auténticos responsables de su encargo en sus finos prólogos. Pura cuestión de vanidad. Por lo tanto, elaborar la lista de implicados no debería de ser tan complicado. A ver si alguien se anima. Al menos, para que nos podamos quedar con eso. Y de paso para señalarlos por la calle y sacarle los colores a más de uno, o al menos para que se carguen en el coche algún palet a fin de ir vaciando el “localito”. Que está lleno.