VALÈNCIA. Lucio Alva se tira un buen rato callado tras escuchar la pregunta de cuántos años tiene. Mira hacia el techo, pensativo, y pasa tanto tiempo que acaba pareciendo una broma. Al cabo de un minuto, se gira y le pregunta a Virginia, su mujer, si tiene 36. Días después, enviará un whatsapp diciendo que tiene 37 y a continuación otro con su fecha de nacimiento: diciembre de 1984. O sea, que tiene 36.
Lucio es peruano porque nuestra nacionalidad la marca el lugar donde nacimos. Pero este joven, en realidad, no es de ninguna parte y es de muchas. Con 18 años, abducido por esa proverbial conexión que existe entre Japón y Perú, salió de casa y se marchó al país de la tecnología y los terremotos. Pero en vez de dejarse caer en alguna de sus megalópolis, se decantó por un pequeño pueblo donde pudo conocer la esencia de este país.
Necesitaba un cambio. Abandonar el centro de la caótica y populosa Lima para dejarse mecer por ese lugar idílico donde las tradiciones son como pilares de la sociedad. Lucio, entonces, era un joven fascinado por la robótica, pero poco a poco fue cambiando sus intereses en aquel pueblo donde aún se viaja en rudimentarios trenes con ventiladores en el techo.
El año que había previsto para coger aire y conocer Japón se amplió a dos y, finalmente, a tres. En el primero ya podía decir algo en japonés y al segundo ya era capaz de mantener una conversación. Una inmersión completa. Le gustó eso de aprender un idioma y la experiencia le animó a saldar una vieja deuda con el inglés. Su plan inicial era regresar a Lima para estudiar Turismo, pero Lucio aún desconocía que no iba a volver a vivir en Perú nunca más, que al final se le ocurrió que la mejor manera de aprender inglés era ir a un país anglosajón. Alguien le habló de Australia. La idea germinó con fuerza en su cabeza y cuando se quiso dar cuenta estaba aterrizando en Sidney en 2008.
En Australia llegaron dos novedades que cambiarían su vida. La primera fue conocer a Virginia, una valenciana que también se había mudado allí. La segunda, el café de calidad, tratado sin máquinas. Doce años después está casado con Virginia, vive en Valencia y juntos han abierto Beat Brew Bar. Un 'brew bar' es un lugar donde se practica el arte de preparar café de especialidad con métodos de extracción artesanal.
Su pequeño negocio está en El Carmen y a la hora de la entrevista, pasadas las 19 horas, su barra es una especie de laboratorio impoluto lleno de cachivaches relucientes. Ya han cerrado, recogido y limpiado. Y mientras Lucio contesta preguntas, Virginia está sentada en una banqueta mientras atiende una videollamada en el ordenador. Ella se especializó en las terapias naturales y juntos exploran unos tipos de hedonismo más acordes a los nuevos tiempos y menos lesivos para el medio ambiente.
En Sídney pasaron cinco años donde le cogieron el gusto a los sueldos australianos. Pero al cabo de ese primer lustro, se hartaron de la gran ciudad y pusieron rumbo a Byron Bay, el punto más oriental de Australia, paraíso del surf y lugar de paso de las ballenas. Pero, sobre todo, un remoto rincón del mundo donde han hecho de la sostenibilidad y los proyectos medioambientes su seña de identidad. Byron Bay les terminó de transformar y convertir en lo que son ahora, una pareja comprometida con la salud y el respeto por la naturaleza.
Lucio llegó con 22 años y vivió en Australia hasta los 32. Diez años de su vida en los que pasó lo justo por Perú. Porque el cuerpo le pedía aprovechar el momento y viajar por el sudeste asiático impulsado por el poderío del dólar australiano: Tailandia, Indonesia, Camboya, Laos... Una mochila, un pasaje de avión y ganas de conocer culturas distintas.
Cuando regresaba a su casa, a la casa de sus padres, estaba unos días con ellos y sus dos hermanos y de inmediato le sacudía ese deseo de estar en movimiento y se marchaba para la montaña o para la selva. "Allí aprovechaba para conocer las plantaciones de café o de cacao, para seguir aprendiendo".
A los diez años, pensaron que o le daban la espalda al faro de Byron Bay o corrían el peligro de quedarse para siempre en Australia. "Quisimos dar un cambio. Yo nunca había estado en Europa y tenía ganas de venir a España". Después de darle muchas vueltas, eligieron València para emprender una nueva vida con su propio negocio, centrado en el café y las bebidas veganas. Pero su carácter desarraigado emergió en cuanto llegaron a Barajas. Y, desde allí, en lugar de irse directos a València, a la ciudad de Virginia, se marcharon al norte, a Cabezón de la Sal, en Cantabria, donde decidieron alquilar una furgoneta y marcharse a recorrer España. Ese viaje tuvo un punto surrealista cuando les llevó a València como ciudad de paso. Lucio quería conocer las Fallas -llegaron a España a mediados de marzo de 2018- y en cuanto prendió el fuego en cada plaza, se subieron a la furgoneta y condujeron hacia el sur: Cabo de Gata, Granada y Córdoba, donde Lucio se deleitó con la Mezquita y se llevó la sorpresa de descubrir que allí, en ese templo, estaba enterrado su paisano Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616). Después continuaron hacia Toledo y Madrid y regresaron a Cabezón de la Sal para devolver la 'furgo'.
Virginia, que estuvo en Irlanda antes de irse a Australia, había comprobado que, durante todos estos años, un soplo de aire fresco había llegado a València. Que en 2008 hubiera sido impensable hacer algo con terapias naturales o vendiendo café de infusión, pero que esto había cambiado. Y a Lucio le sedujo el tamaño medio de la ciudad y, sobre todo, que el centro está repleto de historia. Por eso eligieron el Carmen para abrir su 'brew bar' y dar a conocer a los valencianos y a los turistas nuevas formas de tratar el café: inmersión, infusión, extracción, maceración, fermentación... "Un negocio con valores y dando un mensaje", explica Lucio, quien se empeñó en abrir un 15 de marzo. "Pusimos el cartel por la noche. Dije que tenía que abrir ese día porque es muy gratificante subir la persiana y ver la calle llena de gente. Y el primer día abrí, empezaron a entrar clientes hablando en inglés y, de repente, me sentí bien".
En estos tres años que han transcurrido, los valencianos han dejado de asombrarse de que no tengan leche de vaca y Lucio y Virginia están encantados de que los vean como esos locos que han introducido un cambio. "Puedo decir que tenemos una clientela muy agradecida por el proyecto y porque le gusta el producto. Y gracias a eso hemos sobrevivido a una pandemia sin turistas. Nosotros no dejamos de aprender y de intentar mejorar. Y, cuando cerramos, la producción sigue porque hay bebidas que lo requieren, como la fermentación del kombucha, porque hay que mantenerlo todo limpio o porque dedicamos toda una mañana a una cata de cafés para hacer la siguiente selección...".
Ahí andan los dos, felices con sus quehaceres, con la cabeza metida en un gorro de lana que choca en esta València templada. Y Lucio, que se marchó con 18 años y ya tiene 36 -¿o eran 37?-, ve normal que nadie de su familia haya ido a València a verles, a conocer cómo se ganan la vida, a descubrir un país que comparte el idioma y mucha historia. "Aquí estaremos seguro cinco años más. A mi madre ya le da igual. Ahora llama y solo se preocupa por si estoy bien. Yo soy el único de la familia, incluidos los primos, que ha salido de Perú... y no ha vuelto. Me encantaría que conocieran dónde vivo, pero cada uno es como es y entiendo que no les gusta salir de su zona de confort".