Algunas personas (¿cuánto es bastante?) me preguntaron qué restaurante era aquel con sus mesas vacías. La curiosidad, supongo. El fracaso, aunque no fuera exactamente un fracaso, atrae siempre miradas.
Nos encanta la derrota. No hay nada de poesía en el dolor, de verdad que ni rastro, pero dijo Wilde o uno de esos que cuando estamos en la mierda, lo que más nos gusta es hundirnos aún más en la mierda. Del fondo del pozo a un poco más al fondo del pozo. Propio o ajeno.
Yo tengo la historia perfecta de un perdedor, contada cuando me crucé hace ya algunos años con Fernando Esteso. “Antes era el protagonista único, ahora trabajo para hacer un papelito”, me dijo. Por ahí por Google anda completa la conversación. El tipo conquistó a media España, ganó un dineral, tocó más pechos que nadie y se bebió el coñac a garrafas. Luego nada. De verdad, fue extrañísimo ver a un hombre un poco alegre y un poco apurado, con carita de derrota, reconociendo que la vida normalmente no sale bien. “Lo último que he hecho ha sido a nivel local, no me han ofrecido nada interesante, la verdad. Y yo me he cuidado poco tirando a menos”. Qué huevos, Fernando.
Pero si no hubiera sido por su eso, no lo hubiera dedicado tiempo. Mi historia del día era su historia de batallas perdidas. Fernando tenía un restaurante que también fracasó. Fracasó, cerró. Y sí, normalmente son historias preciosas. Es injusto, pero usamos el dolor ajeno demasiadas veces. El mes pasado estaba uno en Londres entrevistando a gente de la moda y visitando el restaurante Lyle’s, en la zona de Shoreditch. Qué suerte que, a veces, podamos ir a estos sitios. La cena (si cenar a las siete y media se puede llamar cena) fue apenas unos días después de que se anunciara la lista del The World’s 50 Best Restaurants. El Lyle’s ocupaba el puesto 54 de una lista de 50; como quedar cuarto en unas olimpiadas.
James, que estaba en la cocina y es uno de los dueños, tuvo a bien charlar un ratito con nuestra mesa. Nuevamente, me interesé por la caída. Le pregunté por su fracaso particular, estar en la lista B de una lista que lleva por nombre la lista A. James, qué pena ser el 54 ¿no?. “Bueno, el rape con hígado y alcachofas que te has comido hubiera sido el mismo y el 54 de 100 no está tan mal”. Y tenía toda la razón porque, al final, el límite de la derrota no es ni mucho menos el límite del éxito. La comida era elegante y extraña y el café lo sirvieron en un decantador precioso. No necesitas muchos números menos en una lista para que eso sea cosa buena.
Al final de la cena probamos un queso de Neal’s Yard Cheese, un Riseley fantástico. Y seguimos hablando de qué significa llegar lejos o no. James dijo que no poder seguir haciendo lo que quieres podría considerarse algo malo, pero que los logros tienen que medirse siempre con tus expectativas. “Y con tus necesidades”, matizó. Si no compras bolsos de 1.500 euros, supongo que no necesitas ganar 1.500 euros de más. La vida es bastante sencilla. Hay una canción de Meat Loaf que dice: “te deseo, te necesito, pero no hay forma de que llegue a quererte. Dos de tres no está mal”. Conseguir dos de tres cosas no está nada mal.
En los recreos del instituto íbamos a un bar que estaba dentro de una iglesia. El bar de los yayos. No sé si se llamaba así o no y no he vuelto a ir por allí. A veces íbamos a otro que estaba cerca de Mestalla y jugábamos al truc (pasando de la clase de literatura, ya ves); otras a los yayos a pedir el bocata y comérnoslo en la calle. Yo aparcaba la moto en la puerta, una Runner; qué moto más fea. Mucha gente pedía un bocadillo de bravas. Un bocadillo que era un plato de patatas bravas entre pan. Y ya. Yo también me lo comí varias veces. Y era, aparentemente, un fracaso gastronómico de los enormes porque ¿un bocadillo de bravas? ¿En serio? Vendían decenas cada día. El bocadillo de bravas es mi tercera historia de fracasos porque eso me dijeron una vez que lo pedí en otro bar, intentando imitar el placer culpable de mis recreos. ‘Eso no puede funcionar, ¿seguro que no quieres otra cosa?’ Asumí equivocadamente la derrota y sí, pedí otra cosa.
Pero vamos a ver, si en mi barrio se vendían bocadillos de mero. De mero de ese que es pez espada. Bocadillos de mero.
Nosotros somos de esos que sublimamos lo terrible creando. La mayoría de las veces porque es la única manera que tenemos de aguantar esta horrible exigencia estética. “Al final hay que pencar con la invencible presencia de la realidad grosera”, escribió Carlos Berlanga. La estética del perdedor es, al fin, estética. Vemos un montón de fracasos donde no los hay.