VALÈNCIA. Estoy deseando ver el capítulo de The Crown con la historia de Meghan y Harry. A ver, que la realeza me importa un bledo y lo que les suceda a cualquiera de los Windsor o a los miembros de otras casas reales no me quita precisamente el sueño. Paso de las revistas del corazón y los programas matinales. Pero cada vez que me tropiezo con la historia de los duques de Sussex (porque me tropiezo quiera o no, está en todas partes) no dejo de pensar que ojalá The Crown llegue hasta nuestros días para ver el maravilloso episodio que saldrá de ahí. Porque si algo ha demostrado The Crown, especialmente su tercera temporada, es que lo que en su momento fue crónica rosa de los problemas de pijos ricos puede ser convertido en arte por obra y gracia de unos creadores audiovisuales con toneladas de talento, capitaneados por Peter Morgan.
Toneladas de talento y un punto de vista, porque sin eso no hay nada que hacer. El punto de vista está claro, es político y surge de una obviedad: la monarquía es una institución anacrónica y absurda, carente de sentido en nuestro mundo actual. The Crown consigue la cuadratura del círculo. Mientras estás viendo la serie entiendes las emociones, deseos y acciones de sus personajes sin dejar de percibir jamás, JA-MÁS, dos cosas: su indudable condición de privilegiados y, sobre todo, que esas vidas no tienen sentido, que son disparatadas. Que ese mundo de reglas inamovibles, de consanguinidad, de sometimiento a la apariencia, de rígidos protocolos y normas de comportamiento caducas es absurdo.
Es lo mismo que nos provoca la historia de Meghan Markle y Henry. Esa mezcla de desprecio, puesto que al fin y al cabo son ricos ociosos y a mí que me importa lo que les pase, y estupor, porque, ¿de verdad a estas alturas todavía rigen estas normas? ¿en qué siglo viven? ¿en qué realidad paralela? Puede que en la mezcla haya incluso un poco de compasión, que serán unos privilegiados pero vaya vida de mierda no poder vestirte como te dé la gana, tocarte la barriga de embarazada si te apetece (¡Meghan ha recibido críticas por ello!) o no poder vivir con la persona que amas o hacerlo a escondidas, como le pasó al príncipe Carlos. Que si de algo tiene que servir ser rico es para que el dinero te dé un poco de libertad y capacidad de acción, si no, ¿para qué?
Cierto es que podríamos decirle: Meghan, caramba, no haberte metido, que todos sabemos cómo se las gastan los Windsor por un lado y la prensa amarilla y los tabloides por otro. En serio, ¿ustedes se meterían en una familia real? Seguro que no. Lo que no quita para que tengamos claro que las críticas que ha recibido la actriz convertida en duquesa son racistas, machistas y clasistas hasta límites insospechados.
Analizar a los personajes de la realeza implica muchos matices. Son gente privilegiada que no ha hecho nada para ganarse el privilegio, solo nacer en una determinada familia y tener un apellido. Tiene vidas de ricos, impensables para cualquiera de nosotros, y no tienen que ganarse el pan ni el caviar. Su “trabajo”, si es que le podemos llamar así, consiste en figurar y salir impecables en las fotos. Son símbolos. Y precisamente esa condición añade matices al análisis: viven en jaulas de oro. Sus vidas están milimetradas y, aunque son ricos y tienen aviones y yates, han de hacer cosas que no eligen porque viven atrapados en un destino que les define: tú serás rey, tú serás consorte, tú serás florero en las fotos familiares, tú no te casarás con esa advenediza. Como son símbolos y sus acciones signos, son básicamente imagen, apariencia. Están en una permanente exposición pública. Son personajes, no personas. Y esto tiene otra consecuencia: viven completamente fuera de la realidad, es imposible que sepan cómo es el mundo real.
The Crown pone en escena todas esas facetas y la pugna entre el personaje público, el símbolo y la persona, a través de unos guiones soberbios donde el subtexto, lo sugerido, funciona a la perfección. Comprendemos la frustración y la sensación de fracaso vital del duque de Edimburgo cuando ve la llegada de los astronautas a la Luna y siente que es un hombre que no ha hecho nada perdurable a largo de su existencia, al tiempo que despreciamos su vida privilegiada y su incapacidad para cambiar algo. Y como ‘Polvo lunar’, que así se llama, es un episodio extraordinario lleno de capas de sentido y matices, por mucho que le entendamos no podemos dejar de juzgarle duramente cuando nos hacemos conscientes de que le importa mucho más la Luna que lo que sucede en la Tierra.
Cuando todo está convertido en un signo, como es la vida de la familia real, cualquier gesto adquiere una enorme importancia. The Crown juega esta baza de forma brillante gracias al ejercicio de escritura, pero también a una puesta en escena capaz de expresar en imagen las tensiones y la carga de un mundo donde la apariencia lo es todo. Magníficos ejemplos son esas reiteradas secuencias de las reuniones de la reina con el primer ministro, ambos envarados y solemnes, sentados a cinco metros de distancia, donde pesa más lo que no se dice que lo que se dice y donde el simple movimiento de la mano de Isabel II para apretar el timbre está cargado de significado.
Son personajes ridículos en su falta de acoplamiento a la realidad, y también trágicos, como lo es cualquiera que sea presa de “su destino” o “su misión en la vida”, sobre todo si ese “destino” es absurdo. Como lo son, ridículos y trágicos, Meghan y Henry y su batalla por la libertad. Asistimos perplejos al espectáculo de una institución monárquica cuya existencia es imposible de entender. Hay como una especie de desconcierto, un desajuste con el mundo real, que es el mismo que logra expresar The Crown. ¿Quiénes son esta gente y su vida irreal?
Ahora solo nos falta que en nuestro país se pueda hacer algún día una serie como The Crown, capaz de retratar a la familia real sin hacer hagiografía y sin que hacerla suponga un terremoto político. En estos momentos, es imposible.
En plena invasión de culebrones turcos, Netflix está distribuyendo una mini-serie de este país que lo que emula son las grandes producciones de HBO. Historias muy psicológicas en las que todos los personajes sufren. El añadido que presenta esta es que refleja la división que existe en Estambul entre las clases laicas y adineradas y los trabajadores, más religiosos. Sin embargo, una escena en la que un hombre se masturba oliendo un hiyab ha desencadenado reacciones pidiendo su prohibición