Terminó la liga y llegó el desencanto. Un equipo de fútbol no es para los aficionados un mero negocio. Es parte de sus vidas. Mejor olvidar, o recordar para que no vuelva a suceder y Mestalla no acabe convertido en un cementerio de neumáticos ardiendo a miles de grados
Afortunadamente ha terminado la temporada regular de fútbol, la Liga BBVA. No lo digo por estar cansado de ver partidos sino porque de haber continuado la competición le habrían pegado fuego a Mestalla. Los chinos inventaron la pólvora, nosotros sabemos cómo quemar las Fallas. Así que lo tenemos todo. Falta la chispa. Después de comprobar cómo ardía la pila de neumáticos en Seseña, cerca de la ciudad fantasma del Pocero, la respuesta social podría haber generado un buen lío en esta ciudad. La prensa deportiva se ha apresurado a recordar que el ejercicio ha resultado ser la cuarta peor campaña de toda la historia del club en sus 81 años en la primera categoría; un desastre. Muchos se han conformado con ser simples penitentes.
El cementerio de caucho debía oler como una barricada fronteriza francesa contra las exportaciones de hortalizas españolas multiplicada por los miles de neumáticos acumulados. Horrible. Pero me extraña que con lo finos y bien pagados que están todos esos “prohombres” de la Comunidad Europea, con las subvenciones medioambientales y la brasa que nos dan con lo que contamina un coche, no se hubieran dado cuenta de que teníamos cerca el infierno bíblico. Hasta imagino que le darían alguna subvención del fondo de reptiles. Pero por lo visto, ellos seguían sin enterarse. Al parecer hay otro cementerio conflictivo en Galicia en medio de un bosque y noticias así desquician a los exhibicionistas.
Fue tal el pánico mediático que hasta nos asustaron con el cáncer que podíamos pillar a causa de las partículas que venían flotando/volando como si fuera una canción de Bob Dylan. De hecho, una amiga propuso salir el fin de semana a quemar su tarjeta de crédito no fuera que ya nunca más pudiera hacerlo. Por suerte se lo quitamos de la cabeza. Optamos en su lugar por ventilarnos una caja de cava para olvidar el miedo, como si se tratara del tebeo de Margerin donde narra su apocalíptica y dislocada visión del fin del mundo.
Ver la pila de caucho arder me trajo de nuevo a la retina la forma en que se ha quemado este año el Valencia CF. Achicharrado en toda su extensión. Mis amigos de generación, quienes por suerte hemos visto ganar algunas copas y ligas, este año nos hemos llegado a borrar como simples aficionados. Hasta casi hemos reñido. Ya no por el agotamiento que suponía ver los partidos de nuestro equipo -todos somos chotos- sino porque no cesábamos de discutir intentando entender lo inexplicable o arreglar lo imposible.
Me lo explicó un día Manuel Pellegrini. Contaba que él ponía en el campo a once jugadores, aunque luego sabía que la decisión final del juego sería de ellos. En el vestuario o a pie de campo podía dar órdenes, pero el resultado nunca sería un hecho objetivo. Para él un entrenador es simplemente alguien que tiene que liderar a veinticinco personas de diferentes edades e idiosincrasias unidas por un interés común, pero siendo consciente de que cada uno es muy ególatra. “Alguien tiene que estar por encima del grupo a intentar aunar las personalidades en beneficio del colectivo”, explicaba el ingeniero sobre su concepto de mister.
He visto mucho futbol, aunque como aficionado. No voy, por tanto de experto, que para eso están los periodistas deportivos, aunque muchos estén acabando como Frank Bascombe, el personaje imborrable de Richard Ford que saltó del periodismo a la venta inmobiliaria mientras comprobaba cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor.
En su última novela Francamente, Frank, Bascombe regresa a su antigua casa de la playa para comprobar el daño que ha hecho el paso del huracán Sandy por la zona y sobre todo en su antigua casa. Ford elabora en la historia un nuevo decálogo sobre el paso del tiempo y la decadencia económica y social de nuestra sociedad. Es también nuestra realidad próxima.
Si me remito a Richard Ford es porque también recuerdo la melancolía de quienes creemos en el fútbol o en la sensación de fidelidad, felicidad y pasión inexplicable que produce un equipo deportivo entre sus aficionados cuando obtiene buenos resultados o puede lograrlos. Y si no, ahí está el gran reportaje del maestro y periodista polaco Ryszard Kapuściński recogido en el libro La guerra del futbol donde fotografía aquel duelo histórico que enfrentó a El Salvador y Honduras con motivo de la Copa del Mundo del 1970 y que derivó en un auténtico y real conflicto bélico.
Actualmente ya nadie da la vida por los colores. “Por una camiseta hoy sólo juegan los románticos”, me contestó el entrenador chileno para añadir después que el gran problema del “espectáculo” del fútbol es que cada año unos llegan, otros salen, los demás se enfadan y el resto pasa de todo. El fútbol se ha convertido en un mero negocio que juega con los sentimientos.
Pero este año, aún siendo conscientes de todo ello, no hemos tenido siquiera una gran pizca de espectáculo. No quiero ser cruel, pero el negocio está hundiendo la pasión y muchos equipos se han convertido en un simple bazar en el que se cambian caras y camisetas a precios astronómicos y elevadísimas comisiones.
Por suerte hay meses por delante para poder enderezar la situación y reconstruir un equipo, vertebrarlo y no partir de nuevo de una sucesión ininterrumpida de nombres extravagantes y extraños, como si formaran parte del álgebra, que un día por arte de magia o rascas millonarias se conocen en un vestuario mientras otros hacen caja.
Se ha terminado por suerte la temporada, aunque lo peor es que muchos ya no volveremos a creer en casi nada. Le han quitado la ilusión hasta a los más jóvenes y al aficionado que ha dado la cara por el equipo. Mestalla habló en el último partido. Manifestó su indignación. Esta afición se merece mucho más y sobre todo que le devuelvan las quimeras. No quedar a seis puntos del descenso, ni ser reo del negocio. Por cierto, el Levante UD merece estar de nuevo de vuelta.
No nos quedan bancos, instituciones, proyectos emblemáticos…ni siquiera equipos de fútbol por los que pelear. Todo se ha ido por los aires. Hasta las emociones de quienes como valencianistas esperábamos cada fin de semana una simple alegría con la que comenzar el lunes.
Al igual que Bascombe pensaba que el mundo nunca sería tan ingrato con nuestras raquíticas ambiciones. Aún así, lo peor ha sido comprobar que nuestro entorno se ha desvanecido un poco más. Y sobre todo tomar conciencia de que todo aquello que fue nuestro hoy lo debemos y ya no nos pertenece.