Desvariado tú, flojo, rebeldón, timorato, que no sabes por dónde andas y quieres convencerte de lo contrario; que has perdido el norte, y en vez de recuperarlo pretendes reorientarlo a tu conveniencia —esa conveniencia corta, limitada, proteica, interina en que te mueves—. Orgulloso, desvergonzado, sensual y grosero, pretendes concluir que tú eres la medida de todas las cosas, y por eso exiges todas las cosas a tu medida, sin darte cuenta de que así lo escuchimizas todo, empezando por ti mismo. Para ti es antiguo, retrógrado, extemporáneo todo lo que no cae por el despeñadero de la ordinariez, todo lo que se mantiene firme, todo lo que respeta unos principios, todo lo que aspira —como decía Goethe de las almas nobles— a ordenación y a ley. Rechazas el autodominio y la trascendencia porque has confundido libertad con libertinaje, porque no te da la gana sujetarte a nada y porque todo lo que va más allá de tu pequeña mezquindad cotidiana te viene grande. Lo tuyo es la cominería, el impulso, el instinto, la rendición. Piensas, borracho de soberbia, que tu credulidad o incredulidad, que tu veredicto ante las cosas determina su existencia.
Por eso te ríes de los nuevos cursillos prematrimoniales online, o apruebas que no haya cura en el hospital. Y por eso aplaudirás el resto de salvajadas que prepara esa izquierda sobrevenida que, como Mussolini, ha sempre raggione; la izquierda que avasalla con la superioridad moral que inventó cuando vio que la razón iba en sentido contrario. Al Duce le daban siempre la razón por miedo; por ser, como el Pichi del chotis, un chulo que castigaba. Y el bolchevismo en que te injertas hace que se la den a base de acoso y jarabe democrático, que son dos formas actuales de meter miedo.
El sentido común es una trocha que suele conducir a la verdad, pero tú prefieres degenerar, explorar los caminos de lo arbitrario, que suelen acabar en el extravío encubierto, la negación de la mayor y el rechazo de lo patente. Dice la Conferencia Episcopal que la pornografía está destruyendo a los jóvenes y a los matrimonios; que la desaparición del pudor, la trivialización de la sexualidad, la carnalidad obsesiva, el hedonismo ególatra y el horror al compromiso están detrás de los altísimos porcentajes de divorcio, y a ti no se te ocurre otro argumento que tachar estas realidades de antiguallas, que salir con la vieja matraca de la Inquisición. Sabes perfectamente que acierta de lleno, que no hay mejor diagnóstico para el berenjenal en que se han convertido las relaciones de pareja, pero prefieres entregarte al desvarío, al escozor, al prurito, a la rabia que te da el encontronazo de tales evidencias con tu siniestra devoción al capricho y al infantilismo ilustrado.
La seriedad eclesiástica —lo muy en serio que se toma el asunto— te subleva, te repatea, porque tú eres más del autoengaño y la existencia paralela. Puedes patalear cuanto quieras; puedes rechinar la dentadura y echar espumarajos; puedes reír como un demente y hasta poner esa cara, tan típica tuya, de perdonavidas: no lograrás volverte tonto; no encontrarás una explicación mejor para tanta separación, tanta violación en grupo, tanto exhibicionismo, tanto drama y tanta aberración.
Y aun así, tú, contumaz, pusilánime, congraciante, gregario, negarás lo apodíctico y seguirás en vía muerta, fingiendo que te burlas de la Iglesia y dejando escapar un destello de admiración por el rabillo del ojo; sintiendo, mientras pisas el viscoso légamo de tu muerte anticipada, mientras pugnas por salir del hediondo sepulcro al que te arrojaron, ese anhelo espiritual que te suena dentro y no te atreves a confesar. Dejaste, por temor al rechazo, para no ser menos, que te pusieran los grilletes de la moda y te condujesen a la caverna de los lugares comunes, donde comes embustes, bebes negruras y vomitas frustraciones. Y aun así continuas adoptando, contra el viento de tu inteligencia y la marea de tu percepción, el criterio del rebaño. Eres un ignorantazo, un snob ideológico, un bobo. Ves pasar la esencia, eso —Ése— que te colmaría el alma, pero miras de refilón al enjambre de patanes que te vigila, que te aherroja, que no te quiere libre, que te vende cada hora la misma caja vacía cambiando el envoltorio y no das el paso elástico, airoso, valiente y subversivo que te sacaría del fango. Una sonrisilla irónica, un bufidito, un mohín de lástima y has perdido tu identidad.
Por tu pánico maldito a la concurrencia. Por el estrafalario sentido del ridículo que te dejaste inocular, sabrás tú mejor que nadie cuándo. Y aceptas, en fin, esa majadería de que ya estamos en el siglo XXI, ese despropósito del atraso, de la mojigatería, de que son otros tiempos. Como si fuésemos nosotros quienes los marcamos y los definimos. Es, como puedes comprobar, la tentación de siempre, la engañifa del primer instante, la misma usurpación y el mismo encumbramiento que quisieron para sí aquellos dos buenazos. Y el mismo timador, el mismo tahúr, que sigue acechando con el mismo carromato y la misma bisutería. Debes preguntarte si el desvarío que ves en algunas propuestas no estará en tu sesera.