VALÈNCIA. “Me daba pena que llegaran”. La periodista y escritora valenciana María Ángeles Arazo así lo confiesa. Ella estaba en su casa, delante del televisor. “Vi la llegada del hombre a la Luna comiendo uva”, ríe. “Me tomé un racimo entero”, añade. A las 3.56 horas del 21 de julio en España la televisión emitía en directo como Neil Armstrong hollaba el satélite terráqueo. Concluía así la carrera espacial con un vencedor, Estados Unidos, después de una década de la URSS llevando la delantera. Primer satélite artificial (Sputnik), primer ser vivo en orbitar la Tierra (Laika), primer ser humano en viajar al espacio exterior (Yuri Gagarin), primera mujer (Valentina Tereshkova)… primeros en todos pero no en pisar la Luna. Se había cumplido la promesa de Kennedy: habíamos salido del globo antes de entrar en los años setenta.
Ese momento, ese breve paseo cambió muchas cosas; durante años, todo. Arazo era consciente de ello y le dolía. Se acababa el mito. Los seres humanos habían ascendido al monte Olimpo y habían descubierto que allí no vivían dioses. “La Luna para mí es un ídolo”, explica desde su casa en Plà del Real. “Como buena valenciana, soy muy lunática. La busco todas las noches. Me fijo si está creciente, menguante, llena. La Luna estaba ahí. Su influencia”. Y ya no. Cuando Armstrong piso la superficie lunar todo aquello se acabó porque lo que encontraron fue tan prosaico como majestuoso.
En el libro Apolo XI (Crítica) del físico Eduardo García Llama, aparecido esta semana, y publicado con motivo del 50 aniversario del viaje, se incluye una anécdota de aquellas primeras horas muy significativas. Tras relatar toda la operación que debió realizar Buzz Aldrin para poder salir a pasear con su compañero, García Llama cuenta que el segundo hombre en pisar el satélite se quedó impresionado con lo que vio.
“—¡Bonita vista! —dijo Aldrin cuanto estaba sobre la peana.
—¿Verdad que lo es? La vista es grandiosa —respondió Armstrong.
—Grandiosa desolación —sentenció Aldrin (…)”.
Desolación, sí, porque ese satélite mágico, inspiración de poetas y trovadores a lo largo de siglos, punto de referencia de la humanidad durante milenios, no dejaba de ser un peñasco frío, sin oxígeno, lleno de polvo. La nada. Inmensa. Majestuosa. Pero la nada.
Dice Rosa María Rodríguez Magda que si hay algo que permanece indeleble en su memoria es “la fascinación” que le producían las imágenes de televisión. Recuerda así que el hecho de que las emisiones fueran en blanco y negro dotaba a aquella figura titubeante que desfilaba por el televisor de un componente casi fantasioso. “No podía apartar la mirada de la pantalla”, sonríe al evocar aquel momento. Tenía 12 años y no sabía que iba a ser filósofa.
Rodríguez Magda, que presentó este jueves su último trabajo, el libro La mujer molesta: feminismos postgénero y transidentidad sexual (Ménades editorial), destaca la contradicción que suponía que ese momento histórico, cargado de tanta épica y poética, se tradujera en algo tan poco poético y menos lírico como ver a un señor de Ohio pegando saltitos con una especie de disfraz del anuncio de Michelin, en medio de aquella nada, mientras de fondo se oía la voz de Jesús Hermida. “El hombre, el hombre deposita por primera vez su pie, su cuerpo, y con él todo lo que el hombre tiene encima, su pensamiento, su alma y su corazón, su ciencia también, en la Luna”, anunciaba nervioso Hermida mientras Armstrong comenzaba a descender. “Ahí está”. El periodista estaba tan emocionado que no se enteró del mensaje preparado durante meses: el del pequeño paso para un hombre, grande para la humanidad. “Se pierde, pero no en la noche de los tiempos, ni mucho menos, sino en la gran luz de estos tiempos que comienzan ahora”. La odisea, después de todo, era esto.
Rodríguez Magda supone que vio el alunizaje en una de las muchas repeticiones que se dieron a lo largo de los días siguientes. Aquel día de julio, en cierta forma, los valencianos dejaron de ser dueños del satélite, la Luna ya no era de València, sino que pertenecía a todos y a nadie. Después de tantos poemas, canciones, libros, películas, al final del camino se trataba de un espacio más, algo mesurable y tangible, y no una quimera. La realidad era física; la poesía residía en las matemáticas que habían hecho despegar los cohetes y los había guiado por el espacio; la magia, en la ingeniería.
“Yo tenía nueve años. Estaba en Cartagena cuando vi el anuncio en la televisión. Mi recuerdo es bastante nítido. Es difícil de saber si me influyó para que luego fuera científico, pero sí que recuerdo mucho la sensación de asombro”. Lo explica el físico Juan José Gómez Cadenas. Escritor, acaba de publicar su nueva novela Los Saltimbanquis (Ediciones Encuentro), Gómez Cadenas dirige el experimento NEXT en Canfranc. Esta semana se encontraba en Italia, en L’Aquila, en la región de Abruzos, visitando el laboratorio de Gran Sasso, el hermano mayor en esto de la búsqueda de los secretos de los neutrinos.
Desde allí, a la sombra de los Apeninos de Marco, en un pueblo italiano al pie de las montañas que rezaba la melodía, Gómez Cadenas rememora como el accidente del Apolo XII le afectó “muchísimo”. Cuando ocurrió la odisea del Apolo XIII, estaba “enganchado” a la carrera espacial. “Fue un niño de mi época. Le preguntaba a mi padre, que era oficial de la Armada, por la evolución de las investigaciones”. Gómez Cadenas cita a Antonio Muñoz Molina y su novela El viento de la Luna para explicar sintéticamente qué supuso el alunizaje. En ella el escritor de Úbeda desgrana cómo su visión del mundo cambió con aquel viaje. ¿Te lo puedes creer? Han puesto un hombre en la Luna. Aquí recogemos la oliva a mano, pero hemos mandado a un tipo a allí arriba.
“De alguna manera la Luna llegó a un pequeño barrio de Cartagena donde vivía”, explica Gómez Cadenas. “El mundo era muy chiquitín y lo hizo muy grande”. Su lectura es “muy positiva”. ¿Por qué? Porque “los tíos habían hecho magia”. Aquellos hombres serios vestidos con ropas austeras, con los pelos cortados al estilo militar, que fumaban cigarrillos sin parar delante de pantallas que hoy no servirían para nada, con unos medios que comparados con los actuales parecen de marca blanca, “forzaron la tecnología a unos límites completamente locos. Hoy en día nadie se hubiera atrevido a hacer eso”.
Otro científico, el astrofísico valenciano Vicent Martínez, apenas seis años aquel 21 de julio de 1969, vivió como todos los miembros de su generación ese momento que hizo que muchos dejaran de querer ser bomberos, futbolistas o toreros, para soñar con ser astronautas. Porque aquello, lo de la carrera espacial, venía de tiempo. “Recuerdo perfectamente la serie americana de dibujos animados Los supersónicos producida por Hanna y Barbera, responsables también de Los Picapiedra. Curiosamente muchos de los avances tecnológicos que aparecen en la serie son hoy realidad, excepto los coches voladores”, bromea. Y no sólo producciones americanas. Poco antes de que despegara el Apolo XI se emitió en España también la serie británica Guardianes del Espacio.
“Tengo la sensación”, prosigue, “de que en aquella época los niños de mi edad que crecimos fascinados por estas historias televisivas vivimos la llegada real del hombre a la Luna con mucha normalidad, como algo natural. Quizá los adolescentes y las personas adultas eran conscientes de la relevancia de este hito y para ellos ese día la Luna dejó de ser literatura para convertirse en geografía”.
Los astrónomos españoles están llevando a cabo muchas actividades a lo largo de este año de cara a la onomástica. Entre otros, Martínez cita a su colega Eva Villaver de la Universidad Autónoma de Madrid que acaba de publicar “un precioso libro”, lleno de referencias culturales, poéticas y científicas, que recomienda: Las mil caras de la Luna (Harper Collins Ibérica). Otra de las actividades que cita será la que llevará a cabo el día 20 de julio en Almagro (en el marco de su Festival de Teatro Clásico) el Observatorio Astronómico de la Universitat de València. Ese día se celebrará un taller para un grupo de invidentes utilizando los modelos de la Luna táctiles desarrollados por Amelia Ortiz y su grupo, para así recordar la llegada del hombre a la Luna y el lugar del alunizaje.
La estela del viento de la Luna, que diría Muñoz Molina, duró décadas. La dimensión global del acontecimiento se puede comprobar viendo las imágenes del homenaje que se le realizó a los tres componentes de la misión del Apolo XI en Madrid el 7 de octubre, apenas dos meses y medio después de que se cumpliera con éxito. Ese día miles de persona vieron desfilar en coche descubierto por las calles de Madrid a Armstrong, Aldrin y Michael Collins. Incluso después de abandonada la carrera espacial, los astronautas eran iconos. Así se pudo ver en 2005, cuando Armstrong ofreció una conferencia en el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe en València, dentro de la programación de la Campus Party de aquel curso. Cuando uno de los organizadores, Paco Ragageles, que hizo las funciones de presentador, mencionó el nombre de Neil Armstrong, las casi 1.000 personas presentes se pusieron a aplaudir emocionados. Armstrong sonrió al oír la estruendosa ovación. La inmensa mayoría no habían ni nacido cuando dio aquel paso, pequeño para un hombre pero grande para la humanidad.
A lo largo de este mes de julio se volverán a recordar aquellos días. Se volverá a evocar aquel discurso que dio Kennedy el 12 de septiembre de 1962 en la universidad Rice de Houston (18 minutos, no hace falta más para cambiar la historia de la humanidad) en el que anunció el reto y se preguntó retórico: “¿Por qué, se preguntarán algunos, elegimos la Luna? ¿Por qué la elegimos como nuestra meta? Y tal vez, también se pregunten: ¿Por qué escalar la montaña más alta? ¿Por qué 35 años atrás volamos sobre el Atlántico? (…) Elegimos ir a la Luna, en esta década, no porque sea fácil, sino porque es difícil. Porque esta meta servirá para organizar y probar lo mejor de nuestras energías y habilidades”.
Con la perspectiva que da el tiempo, cuando Gómez Cadenas habla de aquel inolvidable 1969, trasluce cierta nostalgia por aquellos años en los que el pensamiento estaba impregnado de trascendencia. “Es una manera de pensar inspiradora, de grandeza, frente a estos tiempos en que todo es tan pequeñito. Llegar a la Luna no era sólo un sitio, sino además una meta. Es la quintaesencia de que la humanidad puede hacer cosas increíbles”. Contrapuesta a esa visión de la vida, hoy se prima la mezquindad, el cinismo y hasta la ignorancia, como demuestran esos centenares de miles de personas que aún toman por cierto el falso documental que decía que todo era un montaje dirigido por Stanley Kubrick, una broma que es alimentada por toda clase de mercachifles hasta convertirla en una epidemia de estupidez equiparable al terraplanismo. No. No existió ningún montaje. Llegamos a la Luna. El problema es que quizás nos dejamos la épica allí.