En la noche del 24 de diciembre el rey se dirigirá, como cada Nochebuena, a los ciudadanos y ciudadanas del país. No constituye ningún arte de revelación suponer que, en esta ocasión, la covid tendrá una presencia ineludible y dominante y que el rey se hará eco del dolor ocasionado por las pérdidas humanas, el sufrimiento padecido por los enfermos y el sacrificio, entre otros, del personal sanitario y los trabajadores de los sectores privados esenciales. Es previsible que resalte la responsabilidad de la inmensa mayoría de los ciudadanos en el acatamiento de las normas sanitarias, gracias a la cual se ha doblegado en más de una ocasión la voracidad de la pandemia. También resulta plausible que llame la atención sobre la necesidad de seguir manteniendo la disciplina preventiva en los próximos meses y, con mayor motivo, cuando las vacunas ya son una realidad inmediata. Puede que, como en otras ocasiones, muestre su solidaridad y afecto a las familias que, en fechas tan señaladas, se mantienen separadas. Una separación cuya presencia se ha extendido notablemente en estas Navidades a causa de las restricciones aplicadas.
De un discurso, como el del día 24, resulta esperable la mención a quienes, como trabajadores o empresarios, han experimentado la ralentización de la actividad económica, especialmente en aquellos sectores más expuestos a la movilidad. Sin desmerecer un ápice la angustia pasada y la que todavía se experimenta, sería un momento adecuado para reconocer que ha existido una rápida reacción colectiva, merecedora de atención y aplauso. En el sector público, por la movilización masiva y hasta el agotamiento del personal sanitario, la inyección extraordinaria de recursos que han sostenido el empleo y la liquidez de las empresas y la adopción de medidas específicas dirigidos a las actividades más afectadas. En el sector privado, por su indesmayable afán de proporcionar continuidad a la actividad, reinventando las empresas, amoldándolas a las nuevas circunstancias y sorteando que el paro se desatara con la intensidad destructiva de otras crisis. Acciones que, habiendo mostrado sus efectos beneficiosos, será necesario que dispongan de continuidad en lo que se espera que sea la próxima y final etapa de la crisis.
En algún momento cabe esperar que el discurso real aluda de nuevo a la situación económica española, ahora para apelar a la esperanza y el optimismo. Hemos sufrido un fuerte embate a causa de la Covid pero, por primera vez, la Unión Europea ha reaccionado mutualizando la respuesta a la nueva crisis. Los fondos europeos serán un poderoso acicate para estimular la economía del país y, al mismo tiempo, una clara oportunidad para que, entre los renglones de su futuro crecimiento, se redacte el lenguaje de una nueva etapa de modernización, sustentada sobre dos de los grandes desafíos de la economía y las sociedades del siglo XXI: la digitalización y el cambio climático.
A partir de aquí, modestamente aspiraría a que el discurso del rey señalara que 2020 ha dejado un hito inolvidable para todas las generaciones que lo hemos compartido. Nos ha situado, al mismo tiempo, ante la grandeza y la pequeñez de lo que representamos como seres humanos. Vulnerables ante un diminuto virus, pero capaces, en muy pocos meses, de encontrar diversas vacunas capaces de neutralizar la enfermedad: ejemplo inequívoco de un tiempo en el que la inversión en ciencia e innovación merece ganar la cúspide de la atención de los pueblos y sus gobiernos y, en particular, la fe de las empresas en las capacidades y resultados de los investigadores.
La grandeza de la sabiduría y la cooperación humanas, puesta al descubierto por las vacunas, -podría acaso seguir el discurso-, se reafirma al contemplar que, salvo reprobables pero acotadas excepciones, la respuesta solidaria ante la pandemia también ha estado presente en la vinculación intergeneracional. Como cuando los mayores han prestado atención a sus nietos en las etapas de cierre escolar. Como cuando los más jóvenes han asumido el cuidado de sus mayores afectados por la soledad del confinamiento. Unas respuestas, -pública, científica, empresarial, laboral e intergeneracional-, que nos descubren la conveniencia de que la salida a la pandemia no desemboque en pasadas y ásperas visiones de la convivencia interna, sino en la seguridad de que un mañana dialogante y constructivo resulta imprescindible. La experiencia compartida en la cogobernanza de la Covid sugiere que no hay voces monopolizadoras de la única verdad, sino una apasionante tarea de consecución de la mejor verdad compartida, a partir del tamizado de los conocimientos, experiencias y argumentos que expresan la distribución del buen saber existente en las administraciones del Estado, ya sea la central o las autonómicas.
Finalmente, del discurso podría desprenderse una referencia expresa a la situación interna de la Casa Real. Deseable sería que, en coincidencia con los valores de la Constitución y el espíritu ético que se espera en nuestro tiempo de todas las instituciones, el monarca se disculpara por el silencio de su padre y por las acciones que haya podido cometer si, en algún momento, se ha situado al margen del Estado de Derecho. En un tiempo de ciudadanos libres e informados, precisado de la construcción de estados de confianza ante la irremediable mengua de los estados de adhesión ciega, una monarquía parlamentaria encuentra anclajes de justificación cuando es ejemplo y exhibición permanente de los mejores valores personales, cívicos e institucionales. Aun cuando resulte incómodo e insufrible para quienes siguen guardando un alma cortesana, el año de la Covid, -este 2020 de heridas inimaginables, todavía abiertas-, no calma con ligeros apósitos las presunciones de impunidad desperdigadas por el Rey Emérito.